Historia de Ziggy
La gente cree que la. institución más poderosa y respetable de Gran Bretaña es el Parlamento, pero yo creo que es la RSPCA, siglas con las que tengo a veces pesadillas y con las que ruego a todos los santos no toparme nunca. Porque los recursos de la Royal Society for the Preventión of Cruelty to Animals son cuantiosos, su prestigio inconmensurable, sus servidores legión y, sus armas, sutiles como beso de cobra y contundentes como abrazo del boa constrictor.Puede dar testimonio de ello Lisa Chapman, joven camarera, a, la que, para su ventura y desventura, su hermana regaló hace: cierto tiempo, a fin de que le hiciera compañía, a Ziggy, una rata que estaba por cumplir dos años. La bella y la bestia hicieron buenas migas y todo iba de maravilla hasta que -una víctima más de la recesión que asola a Europa- Lisa perdió su empleo. Las veintisiete libras semanales del seguro social le alcanzaban a duras penas para sobrevivir y la muchacha enfermé. Almas caritativas la invitaron a pasar unos días en el campo y Lisa partió, dejando a una amiga encargada de cuidar a Ziggy en su ausencia.
Antes de que cantará el gallo, delatores anónimos alertaron a la Real Sociedad de las siglas de marras, la que, en el acto movilizó a uno de sus sabuesos, el inspector John Paul, a verificar la denuncia. Introduciéndose en el apartamento de Lisa -¿mediante efracción?-, el investigador comprobó que Ziggy llevaba ya seis días abandonada a su suerte, sin agua para, beber y apenas con unos miserables y endurecidos trozos de queso para su sustento. Su escrupuloso informe señala que la rata "temblaba, estaba deshidratada y profundamente deprimida" (extremely depressed). Sin pérdida de tiempo, John Paul se llevó consigo a Ziggy a una clínica veterinaria, donde fue sometida a un tratamiento de urgencia, a base de antibióticos, que le produjo una transitoria recuperación. Pero unos días después contrajo una pulmonía y murió. Los facultativos decretaron que había fallecido de inanición.
Ni corta ni perezosa, la entidad de las siglas impronunciables llevó a Lisa Chapman a los tribunales, acusándola de negligencia y crueldad para con la difunta Ziggy. Hubo audiencias públicas, en las que la camarera desempleada, llorando a lágrima viva, juró que "quería a mi animalito a morir" y explicó que había aceptado aquella invitación que la apartó de su rata sólo porque "yo también me estaba muriendo de hambre con las veintisiete libras semanales del seguro". Pero ni estas razones, ni las del abogado defensor, quien pretendió traumatizar la recta escala de valores del tribunal con la insidiosa pregunta "¿Cómo se puede juzgar a alguien por dejar morir a una rata. en una ciudad donde, en cualquier almacén, se compran trampas para roedores?", salvaron a Lisa de una humillante condena: ciento treinta libras de multa y una mancha indeleble en su currículum vitae.
Satisfecho con la sentencia, John Paul, el temible dignatario y representante de las siglas-trabalenguas, comentó a la prensa: "Se ha hecho justicia. En lo que a mí y a la RSPCA se refiere, Ziggy era un ser de sangre caliente, capaz de experimentar dolor y hambre, como cualquier ser humano. No lamentamos haber puesto lo ocurrido en manos de los jueces". El caso ha costado unas ocho mil libras a los contribuyentes británicos.
Frente a un episodio como éste, caben diversas y contradictorias conjeturas. ¿Es ésta una manifestación de la sensibilidad quintaesenciada de una sociedad que ha llevado el culto de lo animado y de lo vivo, el respeto y la religión de todo lo que existe, a unos extremos tales de refinamiento donde el resto mediocre de la humanidad difícilmente podremos seguirla? ¿O se trata de una estupidez sin atenuantes, de la aberrante desnaturalización de cierta iniciativa loable, que, por una indiscernible mezcla de burocratismo, miopía, confusión entre fines y medios, fanatismo, inocencia y simple idiotez humana, degeneró hasta volverse caricatura de sí misma? Mi confusa opinión es que se trata de las dos cosas a la vez, inseparablemente unidas.
El amor de los ingleses por los animales, como el que les despiertan. las flores, es, quién lo duda, una propensión altamente civilizada, y hasta parece haber repercutido genéticamente en los perros de este país, pues nunca los he oído ladrar y, que yo sepa al menos, hace siglos que no muerden a nadie. Cuando los tienen cerca, caballeras y caballeros británicos suelen perder su tiesura habitual y babear y payasear con ellos como abuelos chochos y felices de la vida. Yo tenía a los nativos de Albión por seres distantes y lacónicos hasta el día en que me compré una linda perrita King Charles Cavalier, a la que puse el agreste nombre de Jurema, y a la que sacaba cada mañana, con un coqueto lazo, a hacer el uno y el dos sobre el mullido césped de Hyde Park. Viejos y viejas, jóvenes y jóvenes se me acercaban y me comían a preguntas y acariciaban a Jurema y teníamos largos y efusivos intercambios sobre dietas, costumbres y manías caninas.
El desmedido amor a los perros, a los pájaros, a los gatos, no se explica solamente porque éstos y otros animales domésticos ayudan a sobrellevar su soledad a ciertas personas y les permiten volcar unos sentimientos y una emotividad que no encuentran otra manera de manifestarse, aunque ésta sea, por cierto, una razón muy importante de aquella inclinación. Pero ésta es, también, una característica de culturas como la británica donde una tradición puritana poderosa enseña desde la cuna a las personas, sobre todo en los sectores sociales medios y altos, a reprimir las emociones y a formalizarlas dentro de unos ritos, unas maneras y unas formas de lenguaje muy estrictos. Con los pets uno se puede permitir echar por la borda aquella permanente autovigilancia que convierte a las relaciones con las otras personas -amigos, amantes o parientes- en la representación de un rígido guión (o en la materialización de "un contrato", como dice V. S. Naipaul que es toda relación entre ingleses) y abandonarse a la pura efusión de las emociones, a esa alegre, desinhibida y catártica irresponsabilidad de la caricia y el disfuerzo.
Pero esta delicada y bienhechora sublimación de deshumanizadas represiones empieza a volverse peligrosa cuando abandona el plano de lo espontáneo y lo individual y se socializa. Es decir, cuando la sociedad la patenta y las instituciones y los burócratas se apoderan de ella y comienzan a reglamentarla. La deformación burocrática de la vida consiste en la visión con orejeras de un segmento de la realidad con prescindencia de los otros, en una refundición del todo a partir de la parte, en una elefantiásica desproporción en la que el medio crece y devora al fin o lo pone a su servicio. Así, la muy noble intención de defender a los animales de crueldades y malos tratos puede ir alambicándose y torciéndose hasta transformarse en la viciosa y enloquecida suposición de que los derechos de una Ziggy son equivalentes a los de la camarera que la criaba.
Cuando esto ocurre, la extrema civilización comienza a confundirse con la extrema barbarie y pueden sobrevenir situaciones absurdas. Hace un par de años, corriendo en Hyde Park, en el macizo de árboles y arbustos que rodea al puente de la Serpentine, me salieron al encuentro dos alegres ratas pardas de colas erectas que me dieron un susto mayúsculo. Debo confesar, a estas alturas del artículo, para que se entienda mejor lo que cuento y para que se me juzgue como me merezco, que mi repugnancia por esos animales no conoce límites, que todos ellos me inspiran un ho-
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Copyright Mario Vargas Llosa, 1993. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.
Historia de Ziggy
Viene de la página anteriorrror metafísico y que, aunque sean de sangre caliente y a pesar de que sé muy bien que la sacrosanta propietaria de las cinco siglas me lo puede hacer pagar caro, no me apenaría en absoluto saber que toda la especie ratonera padece de temblores, se deshidrata y está deprimida hasta el autismo y a punto de morir de pulmonía.
Consecuente con estos sentimientos homicidas, apenas me recuperé de la sacudida de aquel encuentro, llamé a la Municipaliad de Kensington a dar parte de aquellas horribles presencias y poner tras su pista a los envenenadores del Rodent Department (Oficina encargada de los Roedores, a la que había recurrido ya una vez, en los años sesenta, cuando mi casa de Earl Court se llenó de ratones). Los primeros síntomas de que las cosas podían ir mal, me los dio el saber que ya no existe tal Oficina y, por la sorpresa de la empleada que me atendió, tampoco parecía haber existido nunca, o sólo en una remotísima prehistoria. De todas maneras, dispuesto a que prevalecieran mis fobias y, de paso, a prestar lo que creía -ingenuo de mí- un servicio público, expliqué por qué llamaba. ¡Había encontrado dos ratas gordas y cenicientas, junto al puente de la Serpentine, en Hyde Park! Largo silencio desmoralizador. Y, por fin, la abrumadora apostilla de aquella funcionaria: "¿Ah, sí? ¿Dos ratitas? ¿Y no vió también gorriones, ardillas, patos, palomas? ¿Cuál es el problema?". Como resultaba evidente que el problema no eran las ratas, sino yo, me despedí, disimulando como pude.
Al leer en los diarios, ayer, la sentencia judicial contra Lisa Chapman, el recuerdo de aquella conversación de locos ha vuelto a mi memoria, he hecho las asociaciones del caso y he sentido un escalofrío pánico imaginando, en un futuro no lejano, las austeras calles de Londres y sus aliñados parques, ocupados por manadas de congéneres de Ziggy a las que los vecinos dan de comer, con los que los niños juegan, cuyas existencias protege la ley y la costumbre y sobre cuyos derechos intangibles vela, implacable, ese escupitajo de letras mayúsculas: la RSPCA.
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