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Periodistas y políticos en discordia

En sus memorias, Aquellos años, Julio Feo habla de mi "impertinencia" durante la campaña electoral de 1982 con relación a su negativa a concederme una entrevista con Felipe González; según su versión, perdonó ese lapsus mío -una carta en la que me quejaba de que por su culpa había perdido mi artículo sobre las elecciones para el New York Review of Books- por mis acciones en nombre de la España antifranquista.Dejemos las cosas claras: no escribí a Julio Feo, él me escribió a mí. Yo cubría las elecciones para The New York Times Magazine y, después de que se publicara allí mi Diario de la nueva España, recibí una carta de Feo en la que se disculpaba por no haber podido facilitarme la entrevista con Felipe y me preguntaba si seguía interesada en hacerla. En mi breve, si bien un poco descortés, respuesta, decía que debería sentirse culpable, ya que, con ayudas a la prensa como la suya, yo habría perdido fácilmente mi historia, en la que definía la nueva España para el público norteamericano.

Las de 1982 fueron las elecciones decisivas que han conformado la política española hasta ahora. Fue también el momento que redefinió la actitud de España hacia su propia historia: con el fin de representar a una España unida, el PSOE creó una España no histórica. El conflicto de Feo, en lo que se refiere a si debía tratarme como a una persona que tenía lazos con la resistencia o como a un reportero, refleja un problema más profundo: la gran confusión de papeles que existe entre el PSOE y la prensa. La prensa española es la única que nació en la clandestinidad; en los nueve meses cruciales que siguieron a la muerte de Franco, la prensa desempeñó un papel primordial durante la transición: definió y ayudó a nacer a los nuevos y frágiles partidos políticos; no se limitó a informar de la historia, ella misma era la historia.

Durante la campaña de 1982, el PSOE tuvo que disipar la idea de que el partido político predilecto de España y la prensa iban a pasar juntos a la eternidad. Recuerdo que sentía que el cambio estaba teniendo lugar. Los periodistas seguíamos regocijándonos con la idea de una victoria del PSOE; y no nos importaban demasiado las inacabables esperas en la oficina de prensa. Yo había cubierto la campaña desde su inicio, pasaban las semanas y mis repetidas peticiones para entrevistar a Felipe (como era consciente de la escasa atención que la prensa norteamericana presta a las noticias europeas, quería asegurarme de que conseguía la entrevista, para que así se diera al artículo la debida importancia en la sección del Times Sunday) no me estaban llevando a ninguna parte.

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Por fin, se me dijo que me uniera a la comitiva de periodistas que acompañó a Felipe a Cuenca y Guadalajara, y que podría ir en su autobús para hacer la entrevista. Hice muchos viajes en autobús en esas elecciones, y también en las primeras elecciones legales en España, pero éste en concreto fue demasiado. No había ventilación, y el Pegaso se tambaleaba y estremecía en las curvas. Los periodistas extranjeros, nada acostumbrados a las horas de cenar españolas, fueron los que más sufrieron (comían pronto y ni se imaginaban que un viaje que empezaba a las cuatro y terminaba pasada la medianoche no incluyera provisiones de comida ni bebida).

De vez en cuando, Julio Feo dejaba el autobús de Felipe y se montaba en el nuestro. Me sorprendió la firmeza con la que rechazaba mi solicitud para hacer la entrevista, sobre todo porque a un compatriota mío que no había estado antes en España y que representaba a alguna revista desconocida se la concedió inmediatamente. "Julio", imploré, "¿te das cuenta de que este artículo es para The New York Times?". "Ninguna entrevista", rugió. Luego sonrió y me dijo que siempre me había apreciado por mis conexiones con la resistencia. Si hubiera tenido un cuchillo, se lo habría clavado en el corazón.

Algunas veces, Felipe González se unía a nosotros. Parecía no darse cuenta de que los periodistas estaban tan preocupados por las molestias físicas que rara vez tomaban nota de sus comentarios, más bien generales. Cada vez más desmoralizados, podíamos ver que la comitiva de Felipe sí tenía comida y bebida. Los del PSOE viajaban en primera, y nosotros como animales. De camino a casa, varios periodistas españoles se rebelaron y obligaron al conductor a abrir las puertas y dejarnos en una autopista en las afueras de Madrid.

En mi diario, escribí: "Cuando estaba en el. auditorio de Cuenca viendo a Felipe estrechar la mano de los asistentes, recordé mi primer encuentro con él, poco después de la muerte de Franco. Yo había sugerido que, si visitaba Estados Unidos, podría interesarle el conocer a algunos intelectuales norteamericanos. Pero lo que le interesaban eran. los medios de comunicación de masas y la televisión. Felipe se sentía especialmente atraído por la relación íntima con las masas. Le admiraba, pero me resultaba difícil sentir nada personal por un hombre tan ambicioso y tan sumiso...". También me sentía frustrada. No había masas de norteamericanos esperando a Felipe (ni siquiera al Papa, ya puestos). ¿Televisión? ¿Qué televisión, la española? Incluso en los periódicos, la mayoría de nuestro espacio para entrevistas estaba dedicado a estrellas del rock. Felipe necesitaba establecer lazos con la comunidad cultural. Algo que España no había hecho jamás. Los franceses hablan mal de nosotros, pero tenemos estrechas relaciones culturales. La idea de Felipe de que su papel podía ser el de mediador entre América Latina y Estados Unidos no tenía, de hecho, ningún fundamento.

Afortunadamente para mi artículo, tuve más suerte con el PSOE de Sevilla. Pude unirme a Alfonso Guerra en un cine de un pequeño pueblo andaluz (El Rubio) y entrevistarle en su coche cuando volvía a Sevilla. Irónicamente, Guerra, que tiene fama de ser más antinorteamericano que Felipe, tenía un conocimiento más intuitivo de la cultura de EE UU; se había hecho un concepto de ella a través de los libros y tenía una idea de a qué grupo de personas podría interesarle lo que él representaba. Me preguntó por escritores como Susan Sontag, y me recordó que nos habíamos conocido en la presentación de un libro del primo de mi marido, Gabriel Jackson. Le preocupaba que el PSOE acabara convirtiéndose en el único partido político, algo que veía como un verdadero problema. Menos animal político profesional que Felipe, en cuyos discursos uno podía oír cómo patinaba el latido de la historia y la importancia suprema de las relaciones públicas, la abstracción ácida de Guerra en algunos de sus más inflamados discursos resultaba más atractiva. Cuando llegamos a Sevilla, su entusiasmo se desbordó: "Tener la belleza de la Giralda y una España socialista; ¿no es extraordinario?".

Algún tiempo después de contestar la carta de Julio Feo, pensé en España y en mi relación con ella. Por aquel entonces, me empezaba a preocupar el extremado antiamericanismo de los españoles -¿habían nacido en EE UU todos los fascistas de la España de Franco?- tanto como la antigua ceguera de mi país. ¿Por qué me lo tomé tan en serio? Supongo que, como la transición española fue una tarea de grupo tan intensa, muchos periodistas se someterían a un examen de conciencia en solitario parecido al mío. Un examen que era esencial. Un periodista, aunque la causa lo merezca, puede involucrarse demasiado. Y una prensa involucrada, debido al tremendo poder de la información, corre el riesgo de corromperse tanto como un partido político. Era el momento de liberarme. Aparecerían otros con un punto de vista diferente. Oí el latido de mi propia historia, con sus momentos y sus límites. Y me liberé.

Barbara Probst Solomon es periodista y escritora norteamericana.

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