¿Que renovacion?
Señala el articulista que todas las fuerzas políticas y sociales han, coincidido durante la pasada campaña electoral en la necesidad de "regenerar el sistema democrático", cuyo crédito ha sufrido un notable deterioro tras una recién concluida legislatura de auténtica esquizofrenia deslegitimadora de las instituciones.
Si es cierto que el "presidencialismo real" ha transformado de alguna manera el régimen parlamentario, como afirma el profesor Jiménez de Parga, también es cierto que, en los últimos años, se ha colocado al Congreso de los Diputados y al Senado en el punto de mira de una crítica exacerbada y constante, en la que han coincidido quienes -desde un antiparlamentarismo militante y visceral- consideraron la pérdida del poder, en un primer momento, como un accidente histórico y, después, al consolidarse en sucesivas convocatorias electorales la mayoría socialista, como un mal absoluto que debería corregirse sin parar en medios y, de forma más acusada, tras las elecciones de 1989. La aceptación de los resultados electorales supondría, en esta ocasión, el inicio de un giro positivo en la estrategia de la oposición.Las críticas al "rodillo parlamentario" y a la "prepotencia" socialista, cada vez que la mayoría ejercía como tal para respaldar su proyecto político e impedir que éste se desvirtuase mediante las propuestas alternativas o las enmiendas de otros grupos políticos antagónicos; al igual que la descalificación de la extracción parlamentaria de los miembros de los órganos constitucionales tales como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas o el Tribunal Constitucional, suponiéndoles sumisos servidores del poder; o reclamar comisiones de investigación como condición esencial para aceptar el carácter democrático del sistema y cuyas conclusiones ya se prejuzgaban antes de su constitución misma; o calificar al presidente de la Cámara de imparcial si aceptaba los postulados de la, oposición y de sectario cuando sus decisiones no coincidían con las pretensiones de ésta; o menospreciar a los parlamentarios haciéndolos pasar por unos "pícaros", preocupados únicamente por sus "privilegios y prebendas" en tanto permanecían "alejados de los problemas reales del país", para llegar finalmente a la conclusión de que "el Congreso no trabaja" y "el Senado no sirve para nada", son mensajes todos ellos bien acogidos en el todavía importante franquismo sociológico y que han sido constantes tomas de posición deslegitimadoras del sistema parlamentario en su conjunto, haciéndose llegar a la opinión pública una imagen escasamente didáctica y negativa sobre las instituciones democráticas, objetivo en el que han coincidido las fuerzas más conservadoras y que revela un pésimo nivel de cultura para la libertad, tanto más grave cuando se suma a la escasa tradición parlamentaria de nuestro país.
Estado y sociedad civil
Si se ha acusado frecuentemente al Gobierno socialista de haber "invadido" o "patrimonializado" las instituciones del Estado, esta afirmación se hizo sin duda desde cierta reserva ante las reglas de juego establecidas por la Constitución misma o a la voluntad implícita de "quebrarlas", aparte de que en modo alguno se corresponde con la realidad y es aventurado anticipar la posibilidad de que hubiera variado sustancialmente en el supuesto de haber accedido al Gobierno una mayoría distinta, tras las pasadas elecciones legislativas. El "desgaste" ha terminado por afectar ante los ciudadanos, no sólo al crédito del Gobierno socialista, objetivo directo de esa estrategia, sino también al prestigio del sistema mismo.Parece oportuno recordar que, como certeramente ha señalado el profesor López Pina, siempre ha sido problemática en la España contemporánea la relación entre "Estado" y "sociedad civil". Tal Estado, con el que nadie se siente identificado y al que, por otra parte, no se le ahorrarán reivindicaciones materiales, se ha convertido paradójicamente en la instancia de condensación de todas las experiencias reformistas y, al tiempo, de todas las ocasiones perdidas, de todas las impotencias y de todas las frustraciones históricas, convergiendo de ese modo la alineación respecto del Estado con una aguda conciencia de desigualdad e injusticia social.
No obstante tantos obstáculos, lo cierto es que, en términos generales, el juego de pesos y contrapesos establecido en la Constitución española ha operado adecuadamente en lo esencial y no exige -a mi entender- ni apelar rígida y sesgadamente a Montesquieu ni modificaciones sustanciales de fondo, sino sólo de práctica política, al objeto de garantizar adecuadamente las exigencias de equilibrio entre los poderes del Estado y su correcto funcionamiento con arreglo a pautas genuinamente democráticas. Pero el fin de la mayoría absoluta socialista puede y debe cambiar la forma de funcionar del Parlamento, cuya composición actual obliga a partir de ahora a otra mecánica, dirigida esencialmente a alcanzar acuerdos que permitan gobernar. Debe entenderse, además, que son otros los elementos que han de conjugarse desde una voluntad colectiva de regenerar la vida política, de producir confianza en los ciudadanos, de volver a prestigiar "lo político" y de dar credibilidad a quienes se dedican a la cosa pública.
Para superar aquella patología histórica, es urgente, en primer lugar, corregir los efectos negativos producidos por algunas conductas personales escasamente ejemplares y por escándalos económicos cerrados en falso -a los que se ha identificado sistemáticamente con el poder, muchas veces sin fundamento alguno-, que han contribuido al descrédito de la llamada "clase política" en su conjunto y de las propias instituciones, aparentemente incapaces de evitar o de corregir ejemplarmente este tipo de irregularidades, que en su mayor parte tienen que ver con el problema, tampoco bien resuelto hasta el momento, de la financiación de los partidos.
El impulso ético o el fermento moral necesario para recuperar la ilusión ciudadana guarda estrecha relación con la capacidad para fijar un horizonte distinto, con la vuelta a un cierto grado de utopía, abandonada en aras del pragmatismo que ha caracterizado la acción de gobierno durante el último decenio (forzado probablemente por las tenazas del paro, la inflación, el déficit presupuestario, los tipos de interés, la deuda pública, la balanza comercial, la estabilidad de la peseta y la inversión), pragmatismo del que, por otra parte, no se podía prescindir a la hora de emprender las transformaciones requeridas por la sociedad española. Mensajes tan sintéticos y pedagógicos como "lograr que España funcione" o el "afán por las cosas bien hechas", aparte no haberse alcanzado todavía en temas tan sensibles como la Administración de justicia y la Sanidad, fueron significativos y eficaces en su momento y siguen teniendo vigencia en la actualidad; pero hoy es preciso llegar más lejos, superar la tradicional polémica sobre si ha de haber "más o menos Estado" -en el bien entendido que la vuelta al Estado mínimo resultaría intolerable para los más desfavorecidos de la sociedad y que el Estado máximo totalitario tampoco garantiza la igualdad en la libertad- y plantear decididamente la necesidad de construir otro Estado, capaz de afrontar eficazmente -es decir, de resolver- los problemas colectivos e individuales, educación, vivienda, protección de la salud y de la vejez, entre otros, desde planteamientos solidarios gracias a los cuales ningún ciudadano sea abandonado a su suerte a la hora de satisfacer sus necesidades básicas, al tiempo que se restablece un proyecto ilusionado de convivencia en libertad como el que instauramos no hace tanto tiempo, basado en la tolerancia, el diálogo y el compromiso, lo que no implica renunciar a los principios programáticos ni rebajar el vigor del proyecto de sociedad que se pretende alcanzar.
Del bienestar a la recesión
Y es preciso igualmente, desde todos los partidos del sistema, pero de manera más acuciante desde la izquierda y de las fuerzas progresistas, tanto si están en el Gobier no como si están en la oposición y, en cualquier caso, a partir de la lealtad al sistema mismo, contribuir activamente y desde la transparencia, la integridad personal y la austeridad en la gestión, a la recuperación del prestigio de los propios partidos y de las instituciones, fundamentalmente de la parlamentaria. Y desde esas premisas, fomentar que cada una de esas instituciones realice por sí misma y sin interferencias externas el papel que le atribuyen las reglas de juego preestablecidas en la Constitución, mediante el funcionamiento regular de los mecanismos específicos de control de legalidad y de eficiencia en la gestión: Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Ministerio Fiscal, Defensor del Pueblo, etcétera, para que cumplan cada una de ellas con su razón de ser en el Estado de derecho conforme a la norma fundamental.
Ha de tenerse en cuenta que, en el presente momento, el tránsito de una sociedad en expectativa de bienestar a una sociedad en recesión, en la que ya no es posible pronosticar desde la crisis un bienestar creciente a corto y medio plazo, nos exige imaginar nuevos modelos de legitimación del sistema y optimizar el modelo de democracia representativa mediante la profundización en el modelo de democracia participativa, es decir, en definitiva, dinamizar la sociedad civil, implicándola en los problemas y en las soluciones posibles.
Romper el maleficio al que se refiere López Pina, objetivo para el que los partidos se han revelado hasta ahora poco eficaces, requiere buscar la participación efectiva de los ciudadanos en una acción positiva frente a todos los problemas para cuya solución el Estado es, por lo general, excesivo o, por el contrario, insuficiente, o incluso ineficaz, potenciando los organismos intermedios de participación y cooperación, los "nuevos movimientos sociales" que la actual problemática social, genera: asociaciones, fundaciones, organizaciones no gubernamentales, incluso colectivos no organizados..., en busca de la base social y cultural suficiente para superar la actual crisis de legitimación del Estado de bienestar, de tal manera que el futuro del discurso del poder se sitúe, conforme propone Elías Díaz inspirándose en Claus Offe, en esa necesaria homogeneización entre "instituciones jurídico-políticas" y "sociedad civil", o "sociedad" sin más, impulsada hoy de manera muy decisiva por una constante, dinámica y más profunda interrelación: los sectores capaces de vertebrar un proyecto de progreso y que deben incorporarse al mismo son, por un lado, las nuevas clases medias, compuestas por intelectuales, técnicos, profesionales de formación preferentemente universitaria, que constituyen, a su vez, el principal sustrato social de los grupos ecologistas, pacifistas, feministas, etcétera; en segundo lugar, sectores marginados, "no mercantilizados", es decir, situados fuera del mercado, tales como parados, amas de casa, jubilados, pensionistas, grupos étnicos discriminados, etcétera; finalmente, residuos de clases medias de mentalidad agraria, recelosos de la técnica y del progreso, pero no enfrentados a ellos. Con todos se ha de integrar un ineludible pacto institucional, en el que -además del necesario pacto social- esos principales actores y sujetos históricos que son, a pesar de todo, los partidos políticos, junto con los nuevos movimientos sociales, confluyan en un proyecto vertebrador y mayoritariamente compartido de progreso, libertad, solidaridad y justicia.
No se agota con estos apuntes un proyecto para la regeneración del sistema ni se cierran con ellos las ideas capaces de inspirarla. De. la generosidad de muchos responsables políticos, más que de la "renovación" o "relevo" de los equipos dirigentes -términos a los que algunos parecen reducir la cuestión como falso sinónimo de renovación, aunque tampoco hayan de excluirse por definición-, depende que se expliciten estas premisas en programas partidarios y de gobierno -fundamentalmente desde la izquierda, obligada a un permanente esfuerzo intelectual de renovación-, demostrando la voluntad inequívoca de proseguir en el empeño, poniendo la acción inmediatamente detrás del pensamiento.
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