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Induráin: el hombre con la máscara

Al cabo de ya alguna temporada de éxitos el ciclista español Miguel Induráin sigue siendo un misterio. No tanto por lo que gana, ni por cómo lo gana, sobre lo que puede razonablemente teorizarse, sino porque deliberadamente oculta al aficionado -y, quizá, a sí mismo- la extensión de su propia capacidad para ganar; es decir, sabemos que es el mejor con una autoridad que sólo le habíamos conocido a los supercampeones, pero no sabemos cuanto, hasta qué punto es el mejor; ignoramos cuál es la diferencia real que le separa de sus pares, que, en todo caso, más parecen impares por lo a trasmano que le quedan.En nuestro tiempo ha habido cuatro campeones instalados en lo sobrehumano y un quinto que hizo oposiciones a esa cátedra. Pero de ellos sabíamos lo que debíamos saber.

Por orden cronológico, el primero fue Fausto Coppi, quien únicamente ganó dos Tour -la prueba suprema, aquella cuyos triunfos determinan el Gotha del ciclismo- Y con Coppi supimos de una naturaleza que tan sólo pudo ser de origen divino, pero a la que los hombres, mayormente él mismo, maltrataron, destruye:. ron prematuramente, de forma que del ciclista italiano aprendimos la capacidad de lo agónico, el *premio logrado tras el sufrimiento de horribles calenturas, el sacrificio orgulloso de quien cae combatiendo en la alta montaña con la Dama Blanca, presumiblemente, en los pensamientos. Cada vez que Coppi era derrotado -el artífice de sus escasas derrotas fue el propio derroche de su vida- sabíamos que había avizorado, insomne, lo telúrico.

El siguiente en la lista, Jacques Anquetil, fue ya un deportista muy diferente. El francés era su propio director de carrera; probablemente nadie ni antes ni después supo tanto de aquello en lo que consiste el ciclismo como el normando; era su propio médico, entrenador, consejero, aquel que se venenciaba las redomas vitamínicas y algo más, en unos tiempos en que la farmacopea y la persecución universal del estimulante dejaban al corredor a solas con su ciencia y su conciencia. Pero ese ciclista ordenado, genial, profundamente sabio, libró con Federico Martín Bahamontes un par de Tour, cuando ya el desorbitado toledano miraba el comienzo, de la tumba abierta de su carrera, auténticas batallas hasta el cielo en las que Anquetil tuvo que dar todo lo que había atesorado en el armario de su vida, para defender su victoria en una escalada de la que el descenso servía para ajustar definitivamente las cuentas de la hazaña. De Anquetil sabemos que Federico Martín le obligó a quitarse la careta de su superioridad y mostrar el rictus del triunfo extenuado.

El belga Eddy Merckx podía haber sido un directo precedente de Induráin si su temperamento explosivo, pródigo hasta el desbarre, ávido de una victoria elevada a la postrer potencia de lo infinito, no le hubiera hecho correr para ganar incluso contra su propia sombra. "El ciclismo belga, que, junto con el Rey, es una de la pocas cosas que atestiguan todavía que el país existe, encontró en Merckx al deportista que sólo juega para hacer saltar la banca, y, en ese devastador cometido, verle destruir reputaciones, frenar a todos aquellos universales, destinos que osaran enfrentársele. Nombres, cuya identidad respetaremos, habrían figurado en esta lista de superhombres sobre ruedas de no haberse topado en su carrera con alguien que lo quería todo para sí. Nada más lejos del hombre de Villava, agrimensor escrupuloso del triunfo, que la force de frappe enloquecida, encarnada por Eddy Merckx. Del titán flamenco supimos quién era en toda su extensión, porque él quiso mostrárnoslo cualquiera que fuese su rival.

El último de la gran relación, el más cercano al día, fue el también francés Bernard Hinault, un hombre mucho más en el molde de Anquetil, serio pero generoso a la vez, capaz de crear una escuela, de arropar incipientes personalidades bajo su ala, sabedor del momento en que la gloria conseguida aconsejaba tomar en suave y cartesiano descenso el camino de los vestuarios para la eternidad. Pero, no por ello menos, vimos en la última fase de su historia a un Hinault, aún dominador, vencer apostando la práctica totalidad de lo que le quedaba, haciendo del pundonor una tercera rueda de su ciclo para dejar sentado quién únicamente podía ser el rey. Pero ese rey era humano, tenía flaquezas, el gran saurio comandaba un gran ejército velocipédico y reconocía la existencia de algunos pares sin los que él, difícilmente, habría sido el primus universal de la carrera. Y así, en el punto final de su bravura deportiva, supimos que Hinault había terminado porque una gran carrera más ya no la hubiera tenido como suya. Él no había puesto el límite, el límite había decidido exactamente hasta dónde debía llegar con su historial.

A la zaga de Anquetil, Merckx e Hinault, que ganaron cinco Tour, y también del inolvidable campionissimo italiano, se encuentra. Louison Bobet con tres victorias, el gran ciclista del decoro y la elegancia. Un hombre de transición, sin embargo, sólo a medias incomodado en el prólogo de sí mismo por un Coppi de postrimería, y encaminado hacia el retiro por la cirugía anestesiante de Anquetil. En uno y otro caso, su horizonte de proeza, por detrás y por delante, estaba claro. Bobet llenaba un hueco, no marcaba una era.

Pero, ¿e Induráin? No será, posiblemente, pedir demasiado que el ciclista navarro se quite algun día la máscara y nos indique quién es realmente; que nos haga saber, con la muerte en el alma, si es siete veces siete, como en la cábala, mejor que cualquier otro entre los que han aprendido a verle por su parte posterior, los que de su anatomía no conocen mejor parte que la aerodinámica curva de su espalda tensada como un arco sobre el sillín que sólo entiende del camino a la victoria.

Hasta la fecha, Induráin, llamado variamente el ciclista biónico, el deportista cibernético, pero, sobre todo, el gran contable del debe y del haber con que gana sus competiciones, ha sido universalmente alabado por vencer sin humillar, por esconder su juego, por recoger sonrisas de admiración y apreciables palmadas de sus colegas en la hora del triunfo final. Pero, modestamente, opinamos que se equivoca, que aunque todos dicen que le quieren, en su fuero interno arden en deseos de saber, como nosotros mismos, ¿quién es, adónde puede llegar el ciclista Miguel Induráin? La mayor humillación creemos, al contrario, que es la victoria compasiva, que no existe mayor arrogancia que la de esa satánica generosidad en el triunfo impenitente. El derrotado, el seguidor, el aficionado tienen derecho a saber quién es ese nietzcheano ciclista que gana y encima compadece al adversario.

Es cierto que, con frecuencia, nuestros límites nos los enseña el prójimo, y quizá tengamos alguna oportunidad en el futuro de saber quién es Induráin, y hasta, posiblemente, de que se entere incluso él mismo. No desearíamos, sin embargo, que ello se produjera porque el navarro prolongara innecesariamente su carrera y un Induráin que sólo fuera ya la mitad de sí mismo -¿es posible calcular la mitad de lo infinito?- fuera derrotado más que por el rival por su propio recuerdo.

El Tour 93 está a la vuelta de la esquina y algún cabecilla de la insurrección mundial contra el gigante bondadoso sueña ya con obligar al hombre enmascarado a mostrar su faz. El nobilísimo diablo de Chiappucci puede, quizá, entretener la noción de que él solito forzó al español a revelar su debilidad en la ascensión de Sestriére del pasado Tour. Otro tanto quisiera creer Piotr Ugrumov, que le dejó el sábado en la escalada del Oropa. No hay pruebas. En Sestriére, el navarro se olvidó de comer. ¿Era tal su suficiencia que no creyó necesitar ni el avituallamiento para ganar? En el aIto italiano sólo tenía que echar cuentas de minutaje. Para creerle humano hemos de verle morir en la carrera.

Induráin y su público están en grave necesidad de hallar a un joven airado que mire hacia el futuro con una saña tan grande como nuestra curiosidad. Cuando lo incomensurable se alza ante nosotros nos devora la impaciencia de hallar la vara con que medir su humanidad.

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