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Interpretación de las elecciones

Para empezar, me parece completamente evidente que acabamos de ser testigos de la victoria de Felipe González y de los partidos socialistas catalán y vasco, no de la victoria del PSOE. González habló de un programa de "progreso" y de "solidaridad", nunca de socialismo o del PSOE. Él y sus ministros (independientemente de los numerosos errores cometidos) han sido claros ejemplos de los "cien años de honradez", un eslogan tradicional de los socialistas, pero esas referencias se han evitado discretamente, ya que habrían sonado como un mal chiste si se hubieran aplicado al conjunto del partido en los últimos años.En mi opinión, la fuerza de los partidos socialistas vasco y catalán puede atribuirse a su manera de representar los intereses de las nacionalidades históricas sin meterse en anticuadas distinciones raciales, como han hecho algunos líderes del PNV, ni lanzar globos sonda lituanos como en Barcelona.

Arabos partidos han contribuido a la construcción de una nación de naciones gobernada democráticamente. (Para mí, España es una nación, más joven que el País Vasco y Cataluña, pero cada vez más una nación desde los tiempos de Isabel y Fernando, y en modo alguno meramente un Estado). Regresando a 1993, dos de los miembros más capaces del Gabinete de González han sido líderes veteranos del PSC, un hecho que hace que los nacionalistas fanáticos se tiren de los pelos, pero un hecho que un número notable de votantes, en Cataluña y en toda España, ha respaldado claramente con su voto.

El factor personal también es muy importante a la hora de explicar tanto la victoria de González como el significativo avance en el número de votos que han ido a parar al Partido Popular. La mayoría de los votantes sopesa dos factores principales en el momento de tomar su decisión: el estado de la economía, ya que les afecta directamente a ellos y a sus familias, y su sensación de confianza en el individuo que será presidente. En esta ocasión, a casi todos los electores les preocupaba el presente y el futuro de la economía. Ninguno de los candidatos ofrecía fórmulas convincentes para los problemas a largo plazo, pero González insistió en la solidaridad con las clases menos prósperas de la población, mientras que Aznar criticó duramente los actuales defectos, pero sin alternativas claras que ofrecer.

En lo que respecta al factor de la confianza, González se mostró confuso y a la defensiva en el primer debate, mucho más agresivo y definido en el segundo. Aznar, una vez más, fue un contundente crítico, aunque algo repetitivo con sus estadísticas escogidas. Esas repeticiones, y la falta de alternativas positivas, dieron la impresión de que estaba menos conectado humanamente con los españoles de a pie que el que es desde hace diez años prisionero de La Moncloa. Pero hubo un aspecto en el que Aznar hizo una importante contribución a la consolidación de la democracia española. Dejó claro que jugaba según las reglas políticas de la democracia. Y también que aceptaba los principales logros legislativos de las eras Suárez y Gonzá lez, y que proponía cambios poco significativos y una mayor eficacia. Su credibilidad al hacer estas declaraciones hizo posible que el PP avanzara del techo del 25% de Fraga como ex ministro de la dictadura hasta el 34% de un nuevo partido de centro-derecha, un porcentaje de votos que, por supuesto, bien podría convertirse en una mayoría en futuras elecciones.

A mi juicio, el crecimiento de voto del PP presenta también otro aspecto positivo. Una de las peculiaridades históricas de la España moderna ha sido la falta de un partido parlamentario conservador a nivel nacional. El capitalismo y una mentalidad civil en el ejercicio de la autoridad se desarrollaron en Cataluña y en el País Vasco, mientras que la mayor parte de España permaneció dominada por propietarios rurales y generales ambiciosos. La política centralista y culturalmente represiva de la dictadura de Franco acrecentó todavía más el abismo psicológico entre los poderes fácticos de la España tradicional y los poderes fácticos más europeos de Barcelona y Bilbao. Fraga, o cualquiera considerado como discípulo de Fraga, no podía nunca acumular una proporción significativa de votos catalanes o vascos. El drástico aumento de votos del PP en Cataluña y Euskadi significa que, por primera vez, hay un claro potencial para la creación de un partido conservador nacional que practique la democracia constitucional.

La participación electoral del 77% indica la seriedad con la que los ciudadanos se han tomado las elecciones, pero los resultados no han resuelto por sí mismos ninguno de los apremiantes problemas del país. El Gobierno de González ha practicado una combinación de políticas económicas parcialmente contradictorias. Hizo hincapié en un clima favorable para la inversión extranjera y, con. ese objetivo, defendió lo que todo el mundo sabía que era una peseta sobrevalorada en aras de la "estabilidad" monetaria. Al mismo tiempo, como Partido socialdemócrata comprometido con el bienestar básico de todos sus ciudadanos, aumentó el gasto social sin una recaudación fiscal que cubriera esos gastos. Intentó sin éxito fomentar una inversión extranjera "constructiva" y aumentar la cobertura de todos los españoles en sanidad, pensiones y educación. Los resultados han incluido tres devaluaciones, irritación y desprecio por parte de los poderes fácticos de las instituciones nacionales, y la retirada (después de elevados beneficios, una hábil utilización de las reglas de la CE y muchas comisiones lucrativas) de gran parte del capital extranjero. ¿Qué se propone hacer el Gobierno ganador con respecto a estos problemas socioeconómicos? No tenemos ni idea y, probablemente, fue más por desesperación que por confianza por lo que millones de personas votaron a los socialistas, porque al menos Felipe González expresaba sus ansiedades, mientras que José María Aznar sólo podía hablar con arrolladoras generalizaciones acerca de poner fin a la corrupción y el derroche.

Tampoco parece que de esta campaña se derive una perspectiva de solución para el problema de la financiación de los partidos políticos, o el de reducir las situaciones en las que funcionarios, bancos y propietarios ausentes ganan cientos de millones gracias a la reclasificación de los suelos urbano y suburbano. Estos problemas afectan a las infraestructuras y a las administraciones municipales y autonómicas de PP, CiU y varios partidos regionales más lo mismo que al PSOE. Al mismo tiempo, hablando de eficacia, me parece increíble que un Gobierno al que sirven docenas de economistas formados en Europa -y en Estados Unidos- fuera al parecer completamente inconsciente de lo improductivas que eran las inversiones involucradas en el asunto KIO.

Lo que me lleva a la cuestión principal para el futuro próximo. Felipe González dijo hace diez años que uno de sus objetivos fundamentales era hacer que España funcionara como una nación moderna. En términos de reconversión industrial, de ampliación de los servicios sociales esenciales, de expansión de la educación y de la mejora relativa de los sistemas de teléfonos y autopistas (aunque, lamentablemente, no de ferrocarriles), España ha empezado, en efecto, a funcionar. Pero en lo que respecta a las áreas de finanzas y gestión de recursos, y a los hábitos del papeleo y las conversaciones de oficina (tanto en sus variantes necesarias como en las innecesarias), España está todavía muy por detrás de los países avanzados de su entorno. Estas elecciones obligarán al Gobierno de González a buscar una mayor cooperación con los partidos vasco y catalán, que son los que más conocimiento pueden aportar en estas áreas. ¿Serán capaces el PSOE, el PSE, el PSC, CiU y el PNV de cooperar lealmente en esta próxima fase para hacer que España funcione? Ésa es la cuestión práctica (con resonancias espirituales) que me viene a la mente después de las elecciones.

Gabriel Jackson es historiador.

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