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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La ultima palabra es de los ciudadanos

LOS CIUDADANOS tienen la última palabra, y ésa es la grandeza de la democracia. Nada está decidido por adelantado, y menos ahora, cuando puede darse por descartado que cualquier fuerza puede obtener la mayoría absoluta y, por el contrario, parece probable que la primacía entre las dos principales formaciones se disputa por muy escaso margen. Esa incertidumbre ha dado vivacidad a la campaña electoral que ahora finaliza. Nunca antes tantos ciudadanos, y con tanta pasión cívica, habían seguido los argumentos y propuestas de los candidatos, y escudriñado con tanta curiosidad signos identificativos de sus respectivos talantes y estados de ánimo. Incertidumbre y emoción civil que demuestran la posibilidad de alternancia y desautorizan los intentos de deslegitimación previa de los resultados -si éstos no favorecieran a su candidato-, emprendidos por algunos manipuladores muy representativos de la cara más dura y menos democrática de la derecha española.Siendo las primeras elecciones generales posteriores a la puesta en marcha de las cadenas privadas de televisión, el papel de ese medio en la campaña ha sido mayor que nunca. No sólo por los programas emitidos por los diferentes canales, sino porque otras actividades electorales -mítines, declaraciones, debates- han sido en buena medida planteados en función del reflejo que tendrían en las pantallas de millones de hogares. Ello ha obligado a los candidatos a adaptar sus mensajes a las características de ese medio, con el resultado de familiarizar a más personas con los problemas colectivos, pero también de simplificar más de lo deseable esos problemas y las soluciones propuestas. Ese contradictorio efecto se ha manifestado especialmente en tomo al doble debate televisivo entre González y Aznar: mucha gente ha tenido ocasión de contrastar directamente los análisis y propuestas de los dos principales candidatos a presidir el próximo Gobierno. Pero la prioridad del objetivo de vencer sobre el de convencer, propio de este tipo de pugilatos, ha contribuido a desviar la atención hacia aspectos secundarios de la controversia y a tomar ciertos latiguillos por argumentos.

A su vez, ese protagonismo ha convertido a la televisión misma en objeto de controversia. El sectarismo de las cadenas públicas en, favor de los socialistas ha sido manifiesto, sin que sea suficiente argumento aducir que exactamente lo mismo ha pasado en las autonómicas controladas por otras formaciones o que algunos denunciadores de hoy fueron entusiastas censores ayer. Que nadie haya dimitido, ni siquiera pedido excusas, después de que la Junta Electoral Central, reprochara su parcialidad a Televisión Española por la emisión de una grabación en la que un famoso cantante pedía el voto para el partido del Gobierno demuestra hasta qué punto esa parcialidad está interiorizada como normal por sus responsables. La denuncia de esos abusos forma parte del debate político, y la oposición hace bien en situar esa cuestión en el centro de su crítica a los socialistas. Sin embargo, tomar pie en ella para cuestionar la limpieza del proceso electoral, alegando que no hay garantías de igualdad, es un despropósito.

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Intimidación a los electores

Todos los sistemas democráticos tienen carencias y defectos, bien de diseño constitucional, bien de aplicación práctica: el sistema mayoritario vigente en el Reino Unido distorsiona gravemente la voluntad popular, en Estados Unidos la abstención ronda el 50%, en muchos países sólo unos pocos partidos tienen acceso a la televisión, en casi todos se acusa al partido del Gobierno de confundir su misión institucional con la acividad partidista en periodo electoral, etcétera. Todo ello es materia de apasionados debates políticos, lo que ha contribuido a reducir algunas de esas imperfecciones, pero sólo a ignorantes (o doctrinarios) sin remedio se les ocurriría cuestionar por ello la validez de los resultados electorales en países con más de un siglo de tradición democrática. Reconocer tales defectos no significa consentirlos, pero tampoco autoriza a traspasar alegremente la frontera que separa un régimen de libertades de una autocracia. Sembrar dudas por adelantado sobre la legitimidad de los resultados del día 6 (siempre que no gane Aznar), como hacía el jueves el diario de la caverna, es una frivolidad irresponsable, pero es también una forma de intimidación a los electores.

La derecha no necesita de tales trucos para ganar limpiamente. Después de 10 años de poder socialista, y de una legislatura fallida en muchos aspectos, un giro electoral a la derecha, favorecido por la corriente dominante en otros países vecinos, así como por la voluntad de Aznar de moderar el mensaje de su partido, sería bastante lógico. La campaña de Aznar, iniciada hace casi un año, se ha basado en la denuncia de los incumplimientos de los socialistas, y en particular en el establecimiento de una relación entre los males de la economía, sobre todo el paro, y lo que considera despilfarro y prácticas corruptas de los socialistas. También en la identificación de Felipe González como responsable de esos males.

En contra de Aznar juegan factores como la casi total indefinición programática y la contradicción entre el carácter catastrofista de la denuncia y la simultánea promesa de no cambiar gran cosa. Ambos polos forman parte de una misma estrategia: es esa denuncia lo que le ha permitido romper el heterogéneo bloque de apoyo al PSOE, pero el carácter moderado de la mayoría del electorado le obliga a evitar cualquier compromiso -en materia de educación, sanidad, servicios sociales- que pueda alejar a sectores sociales cuyos votos necesita. Esa debilidad es un reflejo de su irregular implantación territorial y de su escasa influencia en sectores tan decisivos como el mundo sindical. El prejuicio favorable que acompaña a lo que permanece inédito se compensa en parte por la desconfianza que suscita la falta de experiencia y, sobre todo, la debilidad del liderazgo. Esas debilidades hacen dudar que el PP tenga fuerza para plasmar aquellas medidas económicas que se deducen de su diagnóstico pero que resultan escasamente electoralistas.

El factor del liderazgo puede resultar decisivo en unos momentos en que la antigua incondicionalidad ideológica ha dejado paso a fidelidades muy personalizadas. Los diseñadores de la campaña socialista han debido tener presente la ventaja comparativa con que cuentan en ese terreno, y de ahí que hayan puesto el acento en la idea de una mayoría en tomo a la figura de Felipe González, mientras que prácticamente desaparecían las referencias al partido socialista. El desgaste de este último es' muy grande, sobre todo por los escándalos de los últimos años.

La impresión de que nos encontrarnos al final de un ciclo no sería desmentida por un eventual nuevo triunfo socialista. Pues éste no sería ya por mayoría absoluta, lo que obligaría a modificar no ya sólo la práctica de gobierno -necesariamente condicionada por los pactos políticos- sino aspectos del propio proyecto reformista que llevó a González a La Moncloa en 1982 (y que excluía la necesidad de alianzas estables tanto con fuerzas nacionalistas como con los comunistas). Apoyar al PSOE es actualmente, en alguna medida, apostar por la capacidad de González para aprovechar esa necesidad de pacto para practicar una política menos marcada por la arrogancia y el sectarismo: para gobernar de otra manera y encabezar la reforma del propio partido socialista. Cualesquiera que sean los resultados el domingo, es evidente que la mayoría de la población quiere una renovación profunda de la vida política. La cuestión es, por tanto, si entre el temor a una derecha más ambiciosa que ducha y la necesidad de reforma de los socialistas queda espacio para hacer la experiencia de un Gobierno de González sin mayoría absoluta. Treinta millones de ciudadanos tienen la palabra.

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