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Margenes de error

Según todos los indicios, tras meses de precampaña electoral, el número de indecisos sigue siendo muy alto, y el desenlace de la consulta, incierto. Eso debería prestar a los sondeos mayor interés y, en principio, mayor utilidad que otras veces. Lo primero, porque el supuesto equilibrio entre los votos del PP y del PSOE va a mantener vivo el suspense. Lo segundo, porque el conocimiento de los sondeos podría ayudar más, y a más personas, que en otras ocasiones a completar su información y resolver sus dudas.Pero tengo mis dudas de que lo sean en realidad. En primer lugar, la previsible guerra de las encuestas no aclarará nada. Algunas favorecerán al PP, otras al PSOE y otras insistirán en el empate. El desenlace no se producirá hasta los últimas días, cuando ya no se pueden publicar los sondeos. Pero, además, y sobre todo, en esta ocasión es más difícil formular un buen pronóstico de los resultados. Primero, por la mayor inestabilidad de los electorados de los distintos partidos, que hace que las técnicas utilizadas en otros momentos para la asignación de los indecisos puedan resultar inapropiadas. Segundo, por la existencia de un número muy alto de indecisos que no dicen a quién van a votar; a veces, no dicen siquiera si van a votar o no, y, con frecuencia, tampoco responden a otra serie de preguntas que pudieran servir como indicadores indirectos de sus predisposiciones y preferencias. Y tercero, por el hecho de que las preferencias hacia los dos principales partidos, entre quienes sí tienen decidido su voto, se dividen al 50%, lo que, por razones de técnica estadística, tiende a llevar el margen de error a los valores máximos permitidos por el tamaño de la muestra.

Dicho margen, como se_, sabe, es algo menor cuando la muestra es muy grande, y ésa es una de las. razones por las que en España gozan de tanto predicamento las llamadas macroencuestas. A ese género pertenecen, en apariencia, muchas de las que se publican estos días en la prensa. Pero sólo en apariencia. Los medios de comunicación no se contentan con presentar la estimación de los porcentajes de voto de cada partido. Quieren ofrecer, además, la distribución de los escaños. Pero, como esto último sólo se puede hacer provincia por provincia, son precisas 50 microencuestas; cada una de las cuales admite márgenes de error muy elevados, que, en caso de acumularse, podrían llegar a ser extraordinarios.

Por eso nos encontramos ante una situación verdaderamente paradójica: cuanto mayor es la incertidumbre de los resultados, y mayor, por tanto, el número de individuos que podrían encontrar en los sondeos un elemento adicional de información para resolver sus dudas y decidir en consecuencia, menor es la probabilidad de que esa información sea correcta y se la pueda considerar como una referencia razonablemente segura. Mayor, por tanto, la probabilidad de que quienes confíen en ellos para decidir lo hagan erróneamente.

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Una situación de dificultad semejante se vivió en las vísperas del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN en la primavera de 1986. Hubo entonces un número muy alto de indecisos hasta el último momento, y los demás se dividían por mitades a favor del sí y del no. En general, los sondeos que se publicaron entonces fueron un auténtico desastre. Primero, porque la situación era muy fluida y porque, incluso los ultimos en publicarse, estaban basados en datos recogidos mucho antes y no pudieron reflejar el cambio que se produjo en los últimos días e, incluso, el mismo día del referéndum. Segundo, porque no comprendieron que la conciencia de los españoles al votar estaba dividida entre su repulsa ideológica a la OTAN y su aceptación pragmática de los intereses de nuestro país. El CIS fue la única organización que, partiendo de esa hipótesis, supo distribuir correctamente a los indecisos entre el sí y el no y anticipar con exactitud los resultados.

Ahí está otra vez la clave. Para aproximarse ahora a los resultados del 6 de junio es necesario imaginar las razones fundamentales que van a inducir a los indecisos a votar en un sentido o en otro, a pronunciarse por la continuidad o la interrupción del proyecto de progreso que encabeza el Gobierno. Como en el referéndum de 1986, la decisión será la resultante del enfrentamiento entre una serie de presiones contradictorias y simultáneas. Hay que figurarse qué razones impulsarán la respuesta y, a partir de los indicadores correspondientes, asignar, uno por uno, cada entrevistado indeciso a un partido o a otro. Por cierto, que un esfuerzo similar corresponde hacer a los partidos que, hasta ahora, han subrayado más, en especial algunos de ellos, las razones por las que no se debe votar al otro que las que justificarían un voto para sí.

Eso es lo que explica que un mes de precampaña no haya contribuido a reducir de forma significativa los altísimos niveles de indecisión que en otras convocatorias descendían sistemáticamente a partir de la primera semana. Buena parte de los indecisos tiene decidido a quién no votará, pero no a quién dará su voto. Ganará, por tanto, el partido que mejor explique y haga entender, en estos últimos días, por qué razones hay que votarlo a él, cualesquiera que sean los méritos o deméritos de los demás.

De momento, los sondeos siguen sin aclarar nada. Las diferencias que han aparecido a favor del PSOE o del PP están dentro de los márgenes de error estadísticamente permitidos. Que nadie lance, pues, las campanas al vuelo. Los infiernos políticos están empedrados con las víctimas del margen de error de las encuestas electorales. Más de un candidato que el día de la consulta amaneció victorioso en los sondeos se vio derrotado al atardecer por el consabido margen de error.

Julián Santamaría es catedrático de Ciencia Política.

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