El juicio de Dios
Desde que, estudiante de bachillerato, tropecé con una institución medieval llamada el juicio de Dios, me inundaron las dudas: ¿era una manifestación de tosquedad, o de fina racionalidad? En la Facultad de Derecho se hablaba de la ordalía, del duelo judicial, y me aclararon algo más sobre los perfiles y vericuetos de aquella curiosa manera de resolver contiendas y dudas: en su forma más conocida, un caballero (o unos pocos), de un bando, se enfrentaban a un número Idéntico de caballeros del otro bando, con unas estrictas reglas, no digamos de juego, sino de ordenada agresión. Y el que vencía en el duelo, ganaba la contienda. La ganaba para sí y para los mirones; y para todos los que, no siendo ni siquiera mirones, se beneficiaban de esa ganancia; y el que perdía, arrastraba en su pérdida al correspondiente cupo de mirones y ausentes. Y así se dirimía posesión de ciudad, pueblo, comarca, reino, o la preeminencia de familias, grupos sociales y hasta opiniones teológicas o políticas. Así se dirimía, sobre todo, la verdad y la mentira.Jugarse a un duelo el triunfo de convicciones, o intereses, que afectan a mucha gente, parece insensatez estúpida, que sólo puede explicarse por la fe en una providencia comprometida en conducir, por encima de las voluntades de los afectados, las vidas humanas. Pero, a la vez, qué razonable y prudente método: que se maten unos pocos, y vale el resultado; así se ahorran muertes y dineros, y mucho dolor; al fin y al cabo, el juicio de Dios es una forma de resolver más cruenta, aunque no menos aleatoria, que el arbitraje de un sabio comente, de un sabio que no sea Dios.
De nuevo estarnos en campaña electoral. Qué horror, la campaña electoral. Qué ruido, qué polución sonora, visual, psicológica, qué pesadez, y qué abuso de nuestro espacio vital. ¿Cuándo pasará este caliz?, piensa uno si tiene la suerte de poder pensar en medio de la barahúnda. Y me surge un sentir contradictorio: añoro algo parecido al juicio de Dios que nos liberara de tanta tortura; con menos ración de ruido podríamos hacer el avío. Y, a la vez: me aterroriza que eso sea posible; para resolver las dudas de los electores, están a punto de descubrir el juicio de Dios puesto al día, el singular duelo de los campeones, versión moderna disfrutada en casa, con la televisión.
La campana electoral es un medio perverso y necesario. Su propio nombre es ya molesto: campaña, acción bélica, movilización. Todo el arsenal al servicio del objetivo: ganar; Von Clausewiz puesto en práctica. Porque ganar es vencer, es derrotar. No hay victoria sin derrota.Las metáforas al uso en los jaleadores de campañas electorales son habitualmente guerreras; todo sugiere violencia; a veces, gente civilizada que somos, la metáfora es deportiva; pero, entre todos los deportes, el que se lleva el saqueo de imágenes es el más cruento, el boxeo; en los deportes hay un vencedor, pero en el boxeo la idea de la victoria está especialmente unida a la de la derrota cuando se produce la situación ideal: el vencedor deja al vencido machacado, tendido sobre la lona.SimplificaciónEl discurso político, en la medida en que se pone al servicio de la resolución de cuestiones de poder, más aún, de cuestiones de titularidad de poder, tiende a la simplificación, a la búsqueda del contraste con el oponente, al estereotipo falseador. Esto sucede en el debate habitual de los políticos, cuando hay público. El público se nutre siempre de votantes futuros. Cuando los políticos hablan, entre ellos, en privado, suelen ser mucho más flexibles y razonables. El discurso político, en boca de los políticos, es un recurso del arte de prevalecer, de dominar, de vencer.
Conforme se agudiza la necesidad de vencer, el discurso del político se hace cada vez más incisivo y menos racional; desaparecen los matices, se pretende presentar las posibilidades electorales como opciones entre listos e idiotas, perversos y angélicos, ladrones y honrados, buenos y malos. Y esta simplificación se lleva, por contagio, a las ideas que unos y otros, más que sustentar, utilizan como soporte personal. Las razones se colocan al servicio de una victoria; lo que, por sí mismo, es notable sinrazón. El razonar da paso a la dialéctica agresiva, ciertamente más tolerable que la de los puños y las pistolas, pero notablemente engañosa. Así sucede en periodo electoral.
Todo se pliega a esa dialéctica, hasta los datos de la realidad. El buen debatidor político sabe que normalmente no hay que arredrarse ante el dato, no apuntado, sino esgrimido por el contrario; hay que contar, con aplomo, con la ignorancia del auditorio. Por eso las campañas electorales envuelven una notable contradicción; con la pretensión de exponer ante el público la realidad, para que éste, basándose en los datos, decida, esa realidad se oculta de la manera más desenfadada; se oculta en cuanto que se desfigura, se orienta, se descubre a medias; se crean trampas dialécticas como para cazar leones. Se trata de algo mucho más valioso: cazar electores.
Y todo ello porque no se trata de convencer de una opinión, sino de convencer para una decisión, para votar, para ganar, para derrotar. Y así el razonamiento, de algún modo, se reduce a una condición secundaria: para decidir a actuar (votar), más importante que el razonamiento es la persuasión que recurre al subconsciente, al sentimiento, a la impresión, a lo metarracional. Algo así: crea en mí, y a votar; tampoco es necesario que piense demasiado. Aunque, curiosamente, los contendientes hacen frecuentes llamadas a la reflexión de los electores, el tinglado es tal que la reflexión resulta inaccesible.
Pero las campañas electorales son necesarias. Son una servidumbre de la democracia, el menos malo, como se repite hasta la náusea, de los sistemas políticos posibles. Cuando los que han de elegir son millones, ¿cómo se dan a conocer los nuevos, los que llegan, si no es mediante algo que sea así como una campaña electoral? Se trata, además, de elegir pocos entre muchas aspirantes, y el aire de movilización es inevitable. Y mientras el ser humano se conduzca por convicciones y sentires que están más allá de la razón, los candidatos recurrirían a las técnicas apropiadas para llegar al fondo de las almas de los electores, a los que les moviliza menos la sutil finta intelectual que el estímulo de eso que se llaman los más bajos instintos: el miedo, por ejemplo.
Y ésta es, también, la grandeza de la democracia, sistema destilado de la razón, para quienes quieren vivir en libertad, pero que tiene que sobrevivir entre riadas de irracionalidad. Y no puede dejar de hacerlo, salvo que se niegue a sí misma con cualquier forma de selección de votantes. La democracia no carece de peligros que no son, necesariamente, el golpe de Estado. Algunos se encuentran aquí, en los modos de apelación al voto.
Parecen una gran conquista, por ejemplo, los debates televisivos entre candidatos. Y lo son frente al monopolio despiadado de la televisión pública. Pero en todas partes aparece la simplificación falseadora: limitación de tiempo, por razones obvias; limitación de número de candidatos, el duelo es más apasionante que el debate triangular, o cuadrangular, o pentagonal; predominio de la imagen; pérdida de importancia del contenido; es un combate, no una sesión expositiva para que el juicioso televidente elija. Y eso, se dice, vale para desempatar. Y es que el candidato tiene que divertir, atraer, apasionar; tiene que estar brillante, tiene que seducir. La correlación entre esas facultades y unas buenas capacidades de gobierno entra en el terreno de lo nebuloso. Al menos hay algo para lo que sirven: el buen embaucador también tendrá más capacidad de convencer, en el ejercicio de su función, de que lo malo de su obra no lo es tanto; o que es incluso muy bueno. Y otro aspecto que no es de despreciar: ¿y si suprimimos el vocerío de la campaña y nos limitamos a encerrar a los candidatos en la jaula televisiva, y así acabamos antes, y nos divertimos viéndolos sudar, mientras tomamos una copa reunidos con los amigos para comentar, y así participamos en la política deleitándonos, y ejercemos luego nuestro derecho de voto según el particular cómputo de puntos de cada cual? Y además, baratísimo. Claro que ¿tiene eso mucho que ver con la democracia, que es participación?, ¿hay mejor engaño que el de creer que todo depende de un hombre? Más aún, ¿de la sonrisa de un hombre?, ¿es que todos los demás que integran los complejos aparatos institucionales son comparsas siempre?Reposo y ecuanimidadEntre las muchas ideas y ensoñaciones que produce la consideración de lo que pasa, hay dos que no me resisto a compartir. Tenemos, en la regulación electoral, un día de reflexión: ¿se imaginan ustedes lo que sería, pongamos, un mes de reflexión? Un mes con los candidatos reducidos al silencio, con los medios de comunicación absteniéndose de lanzar, directa o indirectamente, consignas de voto; un mes de reposo, sólo interrumpido por el educado recordatorio de que el día tal hay elecciones, no se les vaya a olvidar a ustedes que tienen derecho a votar. Un mes sin debates, sin carteles, sin mensajes, sin sondeos; un mes para pensar. ¿o es mucho un mes? ¿Una semana? Quizá bastaría una semana de desintoxicación, de maduración, de asentamiento. ¿Una utopía? Seguramente lo es. El voto de gente serenada por la meditación, o al menos por el silencio.
La otra es que una campaña electoral transforma a gentes pacíficas y hechas a pensar en propagandistas. Por eso, en periodo electoral hay que desconfiar especialmente de los ecuánimes, o, mejor dicho, de los que se debaten entre el deseo de ecuanimidad y el ardiente deseo de que ganen los suyos. Es mejor, me parece, dar una posición de partida, es decir, de llegada, y luego, si se quiere, nutrirla de adornos. Se ve más nítido que la razón está al servicio de la convicción. Un ejemplo. Leo hoy un artículo ecuánime de un hombre inteligente, que concluye la superioridad de la oferta socialista con argumentos como el que sigue: "¿Qué confianza se puede tener en un partido como el PP, que publica en los periódicos una propuesta de política fiscal y no es capaz de mantenerla ni un mes, y mucho menos de incorporarla a su oferta electoral?". Ahí queda eso. Argumento probatorio, claro. Pero el autor no lo habría utilizado en un ambiente distendido. Porque también podría decirse: ¿qué confianza se merece un partido como el PSOE, que en diciembre de 1991 hizo aprobar una reducción de impuestos, y en junio de 1992 los volvió a subir como si nada, porque se había equivocado en las previsiones? La inteligencia al servicio de una convicción. Es legítimo. Pero la ecuanimidad requiere otra cosa que argumentos unidireccional De lo contrario, mejor decir que a uno le gusta más el blanco que el azulgrana, o viceversa. La propaganda es muy legítima. Pero, por esencia, no es ecuánime. Y es que, en estos días, uno no sabe dónde mirar que no haya caza con reclamo. Y es fastidioso, porque uno no es un indeciso. Uno, en realidad, es un impaciente.Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la universidad de Sevilla.
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