Independencia y militancia
La política española se está volviendo tan gesticulante que la llegada de un imprevisto actor como el juez Garzón. sólo podía interpretarse como un gesto; para los socialistas, como gesto de alivio, pues al fin conseguían expresar en el lenguaje simbólico imperante toda su repugnancia contra la corrupción política. Para la oposición, que tanto había jaleado a Garzón como símbolo de la honradez y eficacia, la decisión tenía que entenderse como violación del símbolo, como traición a su significado; la machacona labor agit-prop de tanto columnista, editorialista y tertuliano que tan eficazmente habían nadado en las aguas del símbolo (ahora se llama marketing) se sentían impotentes al cambiar de signo el símbolo y aliarse la honradez y eficacia con él, para ellos, contrario: el socialismo. Tuvieron que decidir su destrucción. Y le convirtieron en villano.Ambas reacciones caen dentro de lo esperable. Lo que, sin embargo, es altamente desconvetante es una tercera reacción, la de intelectuales o escritores de izquierda que respetan, en el mejor de los casos, la decisión tomada por los independientes Garzón, Pérez Mariño o Victoria Camps, pero la lamentan.
¿Qué lamentan? Si lamentan que se hayan dejado seducir o instrumentalizar, lógicamente les minusvaloran, pues los susodichos son mayorcitos y cabe suponer que saben lo que se hacen. Quizá lamenten que la decencia de la independencia se ensombrezca con la indecencia de la militancia. Por lo que se oye, ése parece ser el problema. Y lo es, desde luego, pero para quienes lo formulan así. En mi constante discurrir entre filósofos dedicados a la moral y a la política nunca he podido entender cómo se cohonestan estas dos afirmaciones que son como dos principios incuestionables: que sin partidos políticos una democracia es virtualmente fascista y que el poder político es sospechoso, es decir, que la militancia partidaria es vitanda.
Sería injusto decir que esos dos principios son cosa exclusivamente nuestra. Se da en todos los sitios, pero aquí de una manera especial. Se ha escrito, con razón, que ése es un reflejo antifranquista de nuestra clase culta; durante el franquismo, en efecto, mala era la política y el Estado y buena la sociedad; malos los partidos políticos y buenos los movimientos sociales.
El problema es que ahora estamos en democracia, y si repetimos esos tópicos resultaría que la democracia partidaria -que nadie cuestiona- tendría que ser gestionada por golfos más o menos potenciales.
Como la contradicción es demasiado fuerte y evidente, cada gremio ha derrochado imaginación para construirse una teoría justificatoria: los intelectuales se dicen a sí mismos que el poder es de derechas y que la izquierda sólo puede estar extramuros del poder y contra él; los periodistas se asen a una rancia teoría de la objetividad (1) para situarse por encima del mal y del bien; los cristianos críticos recurren a la reserva escatológica, que es como ver los toros desde la barrera. Y así sucesivamente.
Mientras las cosas han ido pasablemente bien y que en política había un mínimo de esa clase culta, crítica y soberana, dispuesta a ensuciarse las manos, la cosa era comprensible y hasta funcional: la actitud distante de los independientes permitía contar con una masa crítica que emitía regularmente mensajes que las manos sucias podían recoger. El problema es ahora, cuando el deterioro de la vida política y el desgaste de esos sujetos interiores capaces de entender los mensajes está a punto de darles la razón. En un momento en que los aparatos de los partidos y coaliciones amenazan con asfixiar la vida política de la izquierda, en un momento en el que se siente el agotamiento de las ideas que hasta ahora han propulsado programas de progreso social, en un momento en que se pueden perder muchos avances, es decir, en un momento de peligro, sólo cabe decir: "Es su turno, amigo".
El peligro y la lucidez
¿Será verdad lo que decía Holderlin que "cuando aumenta el peligro crece la posibilidad de vencerlo?" Conforme aumenta la posibilidad de que los populares ganen, aumenta también la conciencia de que alguna diferencia hay entre ellos' y los socialistas. No hay que fijarse en grandes cosas, que seguramente no habrán. Bastan pequeñas pistas. Han dicho, por ejemplo, que van a devolver a los, propietarios de los centros escolares la facultad de elegir a los alumnos. Esta inocente afirmación tiene más trascendencia social que cualquiera de esos grandes asuntos que han enfrentado a los sindicatos con el Gobierno. Esa pequeña rectificación significa volver a la historia de colegios privados que se nutren de hijos de ex alumnos o de buena familia o de buenas notas. Con eso se fabrica un sistema educativo desigual de colegios buenos y colegios malos, colegios de élite y colegios públicos; eso sí, todos pagados con dineros públicos. Sería como si toda aquella batalla de la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) contra las ceces, Jeres y concapas, capitaneados por turbios personajes ayunos de democracia, triunfara al amparo de una reforma silenciosa. Fin de un capítulo sobre igualdad de oportunidades. Es sólo un ejemplo. Hay que escuchar a veces de los puros. labios de los independientes críticos que desestiman la militancia partidaria porque no quieren hacer carrera política. Uno lo que ha visto es que la carrera política no se regala: hay que quererla, trabajarla e intrigarla.Quien sólo quiera trabajar, lo tiene muy fácil. Hay en los barrios, en las organizaciones de base, un montón de actividades simples y efectivas que no se truecan por poder; al contrario, le protegen a uno contra toda tentación poderosa. Pero su trabajo no tiene por qué agotarse en esas tareas elementales como seguir la marcha de los colegios, captar las necesidades del barrio, participar en asociaciones de vecinos o formar a nuevos militantes. Todos nos hartamos de decir que "la izquierda tiene un grave problema de identidad". La crisis afecta a la socialdemocracia, tan segura hasta ahora con su Estado de bienestar: ahora le cuesta financiarlo, y cuando lo consigue se empieza a preguntar si vale la pena luchar por el bienestar de unos. a costa del malestar de otros, por no hablar del tipo de hombre que puede producir una sociedad del mero bienestar, tan apático e insolidario él. Pero tampoco los de Izquierda Unida lo tienen fácil, ellos que caminan con un muerto a sus espaldas. Pues también ahí está su turno.
La incorporación, pues, de independientes a la vida política se puede ver de dos maneras: como un paso en dirección a una mayor incorporación de la sociedad a la vida política o como la prueba del descrédito de la militancia política en vistas a su renovación. Los dos puntos de vista no tienen por qué ser antinómicos, en el sentido de que la afirmación del uno supusiera la negociación del otro, lo que significaría a fin de cuentas que la vida política bien entendida sería cosa de independientes. Quizá sean verdad las dos cosas: que es necesaria savia nueva y que hay un manifiesto desgaste en la clase política española. Ahora bien, responsables de ese desgaste o deterioro no son sólo los responsables políticos que han gestionado la cosa pública en los últimos años, sino también esa clase culta, independiente y crítica que tan abusivamente ha practicado el dontancredismo en España. Demasiado cómodo es eso de ser independiente cuando uno va por libre; lo creativo es serlo cuando se está en un colectivo.
Sin duda que Holderlin era demasiado optimista con aquello de que "cuando aumenta el peligro crece la posibilidad de vencerlo"; quizá hay que conformarse con la interpretación que daba Bloch: "Cuando se acerca la orilla, aumenta el peligro de naufragio". Son tiempos de inclemencia.
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