Erotismo y soledad
Algo se mueve, bulle y agita dentro de nuestro cuerpo. Al principio no sabemos qué es, pero su aguda calidez enardece y estimula por sí misma. Esto no se manifiesta exteriormente, pero reaparece inquietante desde las profundidades abisales del ser, y allí subyace. Nadie busca ese estado enojoso que vivimos desde el instante que somos. Vacíos y ávidos, sentimos un afán que nos dirige hacia el espacio terrestre que nos rodea. Esta ansia insatisfecha es el Deseo, el Eros platónico que sufre la necesidad y se lanza a satisfacerla. Es la pulsión que nos arrastra como empujados por un viento tempestuoso, "car ce le désir que fait l'essence de I'homme" (Pierre-Jean Jouve).Nace el deseo al sentir carencias: "Se ama lo que a uno le hace falta y no tiene aún", dice Diotima en el Banquete platónico. Por consiguiente, el que desea vive en procura de unos bienes que necesita y quiere hacerlos suyos. El deseo es material, el cuerpo en movimiento, una fuerza viva que se expresa en cantidades energéticas. En su obra Esbozo de una psicología científica, afirma Freud que la libido es una intensidad, proyectada hacia objetos, que anida en el cuerpo y nos impide vivir quietos. Atormentados por sucesivos deseos, somos víctimas de su poder. Es el simún, viento del desierto (Lenormand) que empuja al protagonista a desear con vehemencia insaciable jovencillas, hasta Regar a la autodestrucción. El deseo puede ser el mal de nuestro cuerpo y también llevarnos al bienestar. Así se revela que el deseo es siempre movimiento hacia la verdad del ser. No importa conocer concretamente adónde nos dirigimos, pero es indudable que tiende a poseer lo que necesitamos para vivir satisfechos. El Eros es una empresa dialéctica de ascensión permanente para conquistar la Idea, y, aunque no se logre, es un camino abierto, y el estímulo a descubrir nuevos seres y cosas inéditas. La concepción material del deseo lo revela también como un arrebato o vuelo del alma hacia una dicha innominada. Freud, en Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, descubre la energía psíquica de las pulsiones sexuales, y afirma que se pasa de la tensión sexual física a la libido psíquica mediante representaciones íntimas de lo deseado, que aumentan la tensión hasta "originar la necesidad de una descarga satisfactoria". Así se concentra en el cuerpo hasta convertirse en tensión insoportable.
El deseo vivido íntimamente ¿cómo poder realizarlo? En el sueño y por el recuerdo. Siempre hay episodios en nuestra infancia de los que quedan huellas indelebles. Sobre todo no olvidamos los momentos felices, que permanecen en las sombras del inconsciente y afloran en los sueños nocturnos y diurnos, pues no solamente soñamos durante la noche, también durante el día, y con los ojos bien abiertos anticipamos el futuro que deseamos vivir. "El hombre no es solamente un animal de realidades, sino también un animal soñador" (Eugenio Trías). Y es verdad que el sueño feliz de la infancia guardado celosamente nos incita, más tarde, a buscar realizarlo por los caminos de la experiencia amorosa. El deseo es peregrino infatigable, zahorí de tesoros escondidos, el paraíso de los sentidos, porque el sueño no es solamente la idea de una dicha pasada, es también vicisitud de la pulsión sexual. La repetición de la satisfacción erótica crea una ligazón sólida entre la excitación sexual y la imagen impresa en la conciencia. Luego, el sueño de dicha se configura desde un pasado lejano que conserva la imagen de un cuerpo entrevisto, de un placer gozado, de una mirada resplandeciente de promesas, de una figura humana cuya sola visión proporcionaba un goce inmenso. De estas recreaciones imaginativas nace el objeto del deseo. "Llamamos objeto sexual a la persona de donde proviene el atractivo; y finalidad sexual, el acto que impele la pulsión" (Freud). Desear es una búsqueda de lo que tenemos dibujado interiormente en el cuerpo e ir a su encuentro. Así se crea lo que denomina Freud "el ideal del Yo". Cuando estrechamos en nuestros brazos ese objeto largamente deseado, sentimos la alegría del placer, y si lo perdemos, una agobiadora melancolía.
El sueño del deseo también se origina de la contemplación del Yo que, más tarde, se transforma en sublimación del Otro, con renuncia a todo egoísmo posesivo: "La sublimación representa satisfacer las exigencias del Yo, sin llevar a la represión". El deseo así vive de nostalgias que crean una tristeza fecunda, porque lo que nos hizo felices una vez volvemos a recrearlo y a vivirlo con plenitud. Pese a estos instantes breves de Placer, estamos condenados a la tensión permanente del deseo que, al enardecerse, se dispara en deseos múltiples, potencia de la vida cósmica que tortura siempre. El individuo que desea y no quiere, se concentra en sí mismo, y, enloquecido, puede llegar hasta a asesinar su objeto sexual, que lo siente ajeno, la víctima necesaria para saciar su deseo: "Aimante eperdue en Eros satisfait' (P. J. Jouve).
La necesidad imperiosa del deseo, acentuada por la represión social, convierte el erotismo en sufrimiento, quejumbre, dolor opresivo. Sin embargo, esta insatisfacción permanente de la libido despierta la protesta secreta contra una sociedad dirigida por normas y valores morales dogmáticos. La rebelión se acrecienta contra un mundo que ahoga los naturales deseos del cuerpo y del espíritu. Toda la literatura clásica y romántica, explica Marcuse, se nutre de bellezas que están ausentes, y sobre todo expresan "la promesa de felicidad". En el seno de esta sociedad represiva no se pierde nunca la esperanza. Más aún, los deseos son más intensos, soñadores, profundos, y se proyectan hacia paraísos utópicos: "Alter Bilbao mond, da wo noch liebe lohnt" ("Vieja luna de Bilbao, allí donde todavía el amor recompensa") (B. Brecht).
El descontento nacido de esta sociedad había que erradicarlo, afirman las autoridades dogmáticas, y crearon una cultura de la satisfacción, dice el economista norteamericano Galbraith. ¿Cómo? Por esa libertad sexual que adormezca el sentido crítico y acalle las voces de unas conciencias amargadas, resentidas. "El placer generalizado genera sumisión" (Marcuse). La liberación del deseo sexual revela su función conformista, acomodaticia, al suprimir el descontento creado por el poder represivo de la moralidad imperante. Pero esta libertad otorgada satisface parcialmente el deseo, apaciguando únicamente su dinamismo natural. Así, un objeto sexual lo poseemos alegremente, sin prejucios ni ataduras, como algo que se consume rápida y gozosamente, sin propósito de establecer vínculos más sólidos. El neurótico vacío que deja esta forma de satisfacción sexual engendra una violencia desmedida, que puede llegar, como estamos viendo, a los crímenes sexuales, a la destrucción de criaturas humanas que son tan sólo instrumentos pasajeros del placer, pero no existen como personas.
Los jóvenes amantes de la sociedad consumista buscan agotar en aventuras múltiples su deseo insatisfecho. Si Freud afirmó que el fortalecimiento sexual implicaría un debilitamiento de la agresividad, la permisividad actual, como concentra el deseo en una localizada parcela del cuerpo, acrecienta la violencia instintiva al no realizarse plenamente. La insatisfacción que crea la libre satisfacción erótica origina una angustiosa y progresiva soledad. Nos sentimos más solos que nunca, y, aunque estamos siempre en contacto con cuerpos vibrantes, esas criaturas que hemos deseado y amado permanecen ajenas, extrañas, y se desvanecen en el horizonte de estas experiencias eróticas que nos aíslan. El amor se convierte así en trascendencia sublimada, en presencia inasequible, hasta en esencia metafísica, "Luft von anderen planeten" ("aire de otros planetas") (Stefan Georg). Cabe una solución esperanzadora: buscar nuestro Yo en el Otro, e, identificados, abrazarnos desesperadamente, para escapar a la desdicha de la soledad penumbrosa y trágica.
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