Morillon
En el periódico, A. cuelga en la pared una foto del general Morillon.-Por fin tenemos un rostro. Es una novedad en esta guerra.
Tiene razón: un rostro donde escupir o donde escrutar un poco de esperanza. Todas las guerras tienen su rostro. Al menos lo encuentran en ese punto donde se inicia el camino de retorno: un rostro donde el horror identificado pueda empezar a disolverse. No ha sido hasta ahora el caso de los Balcanes. Las imágenes pasan deprisa: niños despidiéndose del padre con la nariz pegada a los cristales del auto que se los lleva, mujeres inclinadas sobre lo que fue su casa, francotiradores entre los aledaños de cualquier ciudad, fugaces convoyes de camino hacia ninguna parte. Una abrupta y dispersa geografía de nombres, variable según el curso de las balas: Mostar, Srebrenica, Sarajevo, Milosevic... Nada acaba de concretarse; como si esa turbulencia de signos quisiera reflejar la oculta verdad de esta guerra atravesada por lo inefable, es decir, por todo aquello que no puede expresarse. Una guerra de planos muy cortos, sin secuencias.
Hasta que llegó Morillon, el buen francés. Un francés entero. El francés del beau geste. Alguien capaz de sublimar en sí mismo toda la impotencia de Europa. Alguien a quien pedir explicaciones, responsabilidades; un nombre, un rostro al que esperar en el último noticiario de la noche para saber cómo han ido hoy las cosas en el paisaje de la que fue ejemplar Yugoslavia. Alguien, además, capaz de vincularse a una de las exigencias que recorren el final de siglo: frente al sistema que oculta y desmerece a los hombres, la venganza del hombre. Morillon, el honrado rebelde.
Quieren quitárselo de encima, las autoridades. Ellas sabrán lo que hacen. Pero en el paisaje de la ex Yugoslavia, el rostro inaprensible de la muerte va a quedarse sin competencia.
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