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Elogio del electoralismo

No hay nada como la competencia para sanear un negocio. Ni tampoco hay nada como la competencia política para sanear la actividad gubernarnental. Sólo cuando el desgaste por los continuados escándalos de corrupción se ha reflejado en las encuestas preelectorales, el PSOE ha empezado a reaccionar: en pocos meses se ha introducido el delito de tráfico de influencias en el Código Penal, se ha prohibido que los condenados por cohecho contraten con las administraciones públicas, se ha avanzado en las negociaciones entre partidos para reducir, aunque moderadamente, los gastos electorales y se ha empezado a hablar de proyectar luz pública sobre la actividad de los lobbies o grupos, de presión.A medida que las encuestas han ido mostrando mayor incertidumbre sobre el resultado final del duelo entre el PSOE y el PP, una auténtica fiebre: ha ido dinamizando la actividad legislativa y gubernamental. En pocas semanas el Gobierno parece haber dejado de resignarse a que la economía española siga, con retraso y mayor intensidad, los vaivenes del ciclo, internacional y ha hecho aprobar una serie de medidas de reactivación; ha presentado un plan de autovías y trenes de alta velocidad a 15 años vista (a lo que la oposición con expectatívas de convertirse en alternativa de gobierno ha respondido con otro plan competitivo, de volumen similar); se ha planteado ampliar los casos en que las mujeres puedan evitar un embarazo no deseado dentro de la legalidad, y ha anunciado un avance en la descentralización : corresponsabilización de las administraciones autonómicas en la recaudación fiscal.

Casi nadie duda de que éstas y otras iniciativas súbitamente adoptadas responden al temor de los socialistas a perder las próximas elecciones y al frenesí de los populares por, ganarlas, y, por tanto, pueden ser calificadas de electoralistas. Pero ello no sólo es lógico y perfectamente comprensible, al menos si uno supone a efectos analíticos que la mayoría de los políticos persigue por encima de todo la conquista y el mantenimiento del poder, sino que, además, resulta más bien digno de encomío desde una perspectiva democrática.

La motivación llamada electoralista, es decir, la que se orienta a ganar las elecciones, bien como un fin en sí mismo, bien como un instrumento para la realización de un programa, necesariamente va acompañada de un deseo de agradar. Esto significa que los gobernantes salientes pretenden tomar, ejecutar decisiones que, en la valoración retrospectiva que los electores hagan de su labor, compensen, por su mayor proximidad temporal a los comicios y su más alta correspondencia con los deseos de los ciudadanos, los pasados incumplimientos de otras promesas electorales y la mala gestión. Por otra parte, la presión de la oposición mueve a tratar monográficamente cada cuestión y evaluar su impacto aislado en la opinión pública, con lo que es posible aproximarse a la mayor satisfacción de las preferencias socialmente mayoritarias en cada tema (al menos en mayor medida que si se obliga al ciudadano a votar en una sola papeleta un grueso paquete programático). En otras palabras, el habitualmente denostado electoralismo significa que los gobernantes, presionados por una alternativa viable: a) toman más decisiones de lo habitual; b) toman decisiones más populares, es decir, más cercanas a las preferencias mayoritarias de los electores en cada tema; c) limitan sus acuerdos en la sombra con los grupos de presión cuyas preferencias son minoritarias en la sociedad; d) reducen la autonomía y la prepotencia con que suelen actuar cuando no están, sometidos a una amenaza próxima y creíble de perder el poder.

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Dado lo conveniente para la prosperidad democrática de este tipo de actividad, no cabría sino desear que hubiera elecciones permanentes, o al menos -como proponían los radicales británicos en la primera mitad del siglo XIX- que la expresión electoral de las preferencias de los ciudadanos tuviera lugar no sólo de modo universal y secreto, sino con frecuencia anual. Cierto que cabría el peligro de que los partidos aumentaran aún más el despilfarro de recursos en carteles, banderolas e inútiles, envíos por correo, por lo que quizá habría que limitar tales dispendios. Pero una breve reflexión fácilmente nos sugerirá que son precisamente la irresponsabilidad y el exceso propagandísticos los que quedarían heridos de muerte sólo con la celebración de dos o tres elecciones anuales a una misma institución, es decir, en menos tiempo que en uno de los actuales periodos. cuatrienales entre, elección y elección.

En primer lugar, al aumentar la información de los ciudadanos sobre las decisiones públicas se reducirían las posibilidades de engaños y promesas irresponsables de los políticos. Sirva como indicio claro de ello que en las elecciones más recientes ya ha habido bastante menos margen para la demagogia y el griterío que en las primeras y trepidantes elecciones de los años setenta, en las que la información previa de los ciudadanos sobre la viabilidad de las promesas y la fiabilidad de los partidos y candidatos era casi inexistente. En segundo lugar, al quedar toda la actividad parlamentaria y gubernamental bajo los focos permanentemente encendidos de la opinión pública, tanto los políticos del Gobierno como los de la oposición estarían incentivados para escuchar más a los ciudadanos y formular políticas de un modo más matizado y satisfactorio para éstos. Por último, cada elección podría concentrarse en unos pocos temas, de modo que el conjunto de la ciudadanía podría ser más exigente en ellos y, en unos cuantos comicios, se habría podido expresar claramente la opinión del público en un número relativamente alto de temas conflictivos; es decir, que al cabo de unos pocos años la agenda política sería mucho más extensa, fiable y abierta que en la actualidad.

En conjunto, cuanto más frecuentes fueran las elecciones, menos espacio habría para mantener la actual pauta de comportamiento dual de los políticos: por un lado, breves campañas en las que se tocan todos los temas, mediante eslóganes vacíos, vaguedades sin precisión ni compromisos concretos, y, por otro, largos periodos entre campañas en los que los gobernantes tienden a decidir por su cuenta en el seno de las instituciones, al margen de todo control popular. La relación entre gobernantes y gobernados mantendría de un modo regular un tono intermedio de intercomunicación, presión y voluntad de servicio, más parecido al del productivo ambiente de competencia entre partidos que tenemos la suerte de estar viviendo en el momento actual.

Josep M. Colomer es catedrático de Ciencia Política en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC

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