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La izquierda y la derrota francesa

¿Constituye la derrota de la izquierda en Francia el primer signo anunciador del fin de la izquierda en Europa? No se puede responder a esta cuestión sin prestar, en primer lugar, una especial atención a las particularidades de la situación Hancesa.1. Cuando se habla de "derrota" hay que recordar que se está hablando del número de diputados de izquierda en la Asamblea Nacional y no del porcentaje de los electores que han votado por la izquierda. En la próxima Cámara, de los 577 diputados, la izquierda tendrá menos de 100 escaños y la derecha más de 400. Eso cierto, y es una cifra considerable. Pero no impide que el Partido Socialista y sus aliados representen más del 20% de los votos, es decir, más que el partido de Valéry Giscard d'Estaing (19%) y casi como el de Jacques Chirac (21%).

2. Sin duda, se podrá objetar que por qué se separan los dos partidos de derechas si ambos han decidido unirse en una única formación (UPF) que ha obtenido el doble de sufragios que la izquierda. La razón es que desde ya, es decir, antes de la segunda vuelta de las elecciones, antes de la designación del nuevo primer ministro y del nuevo Gobierno, las dos grandes formaciones de la derecha discuten agriamente para saber qué actitud será conveniente adoptar en los primeros cien días. Sus desacuerdos son numerosos sobre la cooperación franco-alemana, los tipos de interés, las negociaciones del GATT con Estados Unidos y sobre la protección en Bruselas de los agricultores y de los pescadores franceses. Jacques Chiraic ha proclamado ya que no dudaría en provocar una crisis cada vez que, en esos temas, los intereses franceses estuvieran en juego. Esa tendencia a la dramatización populista inquieta tanto a Edouard Balladur, probable primer ministro chiraquiano, como a los amigos de Giscard d'Estaing.

3. En esas condiciones, aunque la unión de las derechas ha establecido un importante programa común y aunque todos los componentes están de acuerdo en gobernar juntos el mayor tiempo posible, se pueden percibir ya signos de una desunión. Y esos signos pueden mostrarse, en ciertos momentos, tan importantes como las tradicionales divergencias entre la derecha y la izquierda. Porque para luchar contra el paro, contra la inmigración clandestina, contra la inseguridad, e incluso para definir los límites de la intervención del Estado (ya que ahora nadie, ni incluso los que se encuentran muy a la derecha, es partidario del liberalismo salvaje del tipo de Reagan o de Thatcher) se puede llegar a un consenso general, mientras que en la defensa de los intereses corporativistas y nacionalistas franceses la división entre las derechas es tan conflictiva que es razonable hablar de tres partidos franceses con un número equivalente de votos, y no de un pequeño partido de izquierda y dos grandes partidos de derecha en escaños. Dicho de otro modo, si es cierto que se trata de una derrota histórica de la izquierda, en ningún caso lo es que se trata de una victoria histórica de la derecha.

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4. Esto explica la sobriedad, la discreción e incluso el embarazo con que los líderes de la derecha han acogido su aplastante éxito. Inmediatamente después se han imaginado gobernando juntos, ¡pero en el seno de una cohabitación en la que un presidente de la República socialista sería el árbitro manipulador de un Gobierno desunido! Y esos líderes comienzan a desear que el presidente de la República se vaya y que se organicen elecciones presidenciales. La guerra sin cuartel contra el Elíseo ha comenzado. En Francia, para hacerse una idea de las críticas e injurias contra François Mitterrand hay que recordar los calvarios de Léon Blum, Mendés France y del general De Gaulle. Con una diferencia: los tres ilustres predecesores de Mitterrrand no habían sido acusados seriamente de haber protegido, en mayor o menor medida, negocios sospechosos.

Los responsables más serios y más moderados de la derecha se contentan hoy con esgrimir la distinción entre legalidad y legitimidad. La Constitución asegura al presidente de la República, elegido por sufragio universal para un mandato de siete anos, es decir, hasta 1995, el derecho legal de consumir su mandato. Pero el general De Gaulle, fundador de esta Constitución, estimaba que cuando una consulta electoral revelaba la impopularidad del jefe de Estado, este último debía verificar si, aparte de su legalidad, tenía todavía legitimidad. Debía convocar un referéndum. François Mitterrand ha estimado que el referéndum sobre la ratificación del tratado europeo de Maastricht le había dado esa legitimidad. Se asegura que si lo hubiera perdido hubiera estado encantado de entrar en la historia dimitiendo a causa del combate más apasionado de su vida, el combate europeo.

5. Supongamos que, al día siguiente de la segunda vuelta, François Mitterrand confirma su deseo de agotar su mandato. Podría no sólo basarse en el respeto a la Constitución, sino también en una observación histórica. Las derechas van a gobernar sin tener que compartir nada, y los franceses han tenido experiencias desastrosas cuando la mayoría en el poder era absoluta y la oposición no contaba para nada. Es lo que se llama "la Cámara imposible de encontrar", y que se pudo ver en Francia en 1815 (Luis XVIII), en 1871 (Thiers) y en 1919 (Raymond Poincaré). En 1968, hubo un maremoto a favor de De Gaulle, pero tenía frente a él el temible contrapoder de unos sindicatos inmensos y tanto más fuertes cuanto que estaban en parte controlados por un partido comunista en aquella época muy sólido y con ramificaciones en toda la vida nacional.

El presidente de la República no está en situación de pensar que puede jugar solo ese papel de contrapoder abandonado por una oposición socialista aplastada. Pero algunos giscardianos, en el secreto de sus cálculos estratégicos, no excluyen que el presidente de la República, un europeo convencido, podría aportarles un apoyo decisivo en caso de conflicto con los chiraquianos sobre Europa.

6. Una vez definidas las particularidades de la situación francesa, se puede volver más cómodamente sobre el tema de qué tiene en común la izquierda francesa con la europea. Existe, en primer lugar, el rechazo tardío de la implosión del comunismo soviético. Esta implosión ha tocado de manera totalmente injusta a los socialdemócratas más anticomunistas. Es lo que se podría denominar el síndrome de Dubcek, del ex presidente de la Asamblea Nacional todavía checoslovaca. Václav Havel negó funerales nacionales al viejo héroe de la primavera de Praga, resistente contra la invasión soviética, ¡con el pretexto de que no deseaba realmente acabar con la inspiración reformista del socialismo! Proveniente del Este, el espíritu de restauración ha terminado por alcanzar a los países nórdicos, a la Comunidad Europea y a todo Occidente. Los socialistas franceses, que jamás han tenido nada que ver con el estalinismo, también son sus víctimas.

La segunda razón es que la socialdemocracia no ha logrado volver a encontrar su identidad. Había sido, sin duda, anticomunista. Pero quedaban restos, comportamientos o nostalgias del anticapitalismo, del antimperialismo, de tercermundismo y de la planificación del Estado-providencia. Esta socialdemocracia se ha visto obligada a proclamar su renuncia a todas esas opciones, una a una. Quería romper con el capitalismo. Rompió con el socialismo. Al elegir la economía de mercado y la rehabilitación de la empresa, Mitterrand, Delors y Bérégovoy han enderezado la economía francesa, suprimido la inflación y asegurado una moneda fuerte. Pero no se han preocupado de compensar esa conversión mediante una espectacular política de justicia social. El poder socialista francés ha perdido su identidad de izquierda. Ya no es el refugio de la izquierda ni de la defensa de los derechos del hombre y del militantismo humanitario,

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La izquierda y la derrota francesa

Viene de la página anteriorvalores que la derecha se ha puesto poco a poco a compartir.

Es precisamente esta aparente conversión de la derecha la que constituye la tercera razón de la derrota de la izquierda. Los socialistas deberían haber sacado partido del fracaso de las experiencias liberales en Estados Unidos antes de Clinton, en el Reino Unido antes de Major, y un poco por todos los lados. Pero una oscura sensación ha recorrido las opiniones públicas, según la cual los capitalistas estaban mejor situados para corregirse que los socialistas para renegar de sí mismos. Sobre todo porque, tras el famoso congreso de Bad-Godesberg (1959) y los discursos de Felipe González a su llegada al poder, ya no hay en Europa doctrinarios o pedagogos que aporten a la izquierda una suerte de nuevo credo adaptado a la modernidad.

7. No cabe duda de que una permanencia demasiado larga en el poder crea siempre un desgaste fatal. (Fue necesaria la guerra mundial para que Roosevelt pudiera tener cuatro mandatos). En democracia se confunde duración y despotismo. Doce años para Mitterrand es demasiado. Sin duda, también en nuestras sociedades, en las que los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres, el paro ya no se acepta más bajo un régimen conservador que bajo un régimen socialdemócrata. Finalmente, la corrupción, antes tan tolerada, se ha convertido en escandalosa tras el advenimiento de esos modernos justicieros en que se convierten los jueces y los periodistas en la democracia. Todo esto es común a todos los regímenes, pero estos fenómenos, por extendidos que estén, no se soportan cuando están asociados a un gran sueño de la humanidad, el sueño socialista, el sueño de la izquierda. Como si la izquierda no fuera aceptada más que cuando, en la oposición, juega un papel de contrapoder y de mala conciencia. ¿Saben cómo se llamaba al Gobierno de Mendés France porque se le consideraba íntegro y progresista? El contra-Gobierno.

es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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