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Lectura y relectura

Hace aproximadamente año y medio, un funcionario de nuestro infalible Ministerio de Cultura me llamó para invitarme a intervenir en un coloquio de escritores que se debía celebrar en Lisboa. Como su propuesta no despertaba mi entusiasmo, el oficial, con el buen propósito de convencerme, agregó: "Asistirán a él más de 45 autores". La cifra, en vez de saberme a gloria y subirme al séptimo cielo, me anonadó. "¿Cómo diablos, me dije para mis adentros, puede haber a la vez en un solo país 45 escritores?". Quizá en la totalidad del mundo, puestos a ser optimistas, la cifra fuera plausible. Pero en una España en la que, por ejemplo, no hubo ni uno de verdad en todo el siglo XVIII, resultaba absurda de toda absurdidad. Una nación que cuente en un momento dado de su historia con tres o cuatro escritores llamados a perdurar es una nación sumamente afortunada. El salto cuantitativo del responsable del Ministerio de Cultura no obedecía, con todo, a ensueños de grandeza ni chovinismos patrióticos: reflejaba un error muy extendido en el presupuesto campo crítico de la prensa escrita y demás medios de información.Existe en España, como en todos los países en donde hay una más o menos próspera industria del libro, una confusión lamentable entre el texto literario y el producto editorial y, lo que es más grave, una tendencia de los reseñadores y programadores culturales a descuidar o silenciar el primero en favor del último. Siempre que he planteado este tema en público, alguien, crítico o lector, me ha dirigido con razón la pregunta: "¿Con qué criterio distingue usted uno del otro?".

Aunque la respuesta sea en sí compleja, puede ser formulada con nitidez en términos simples: en la exigencia o no de su relectura. El producto editorial, especialmente el confeccionado con esmero, satisface a punto el apetito del lector y se deja consumir, digerir y evacuar como las hamburguesas de nuestras hamburgueserías: fabricado para entretener a un lector pasivo, sale de su conciencia con la misma facilidad con la que penetra. Es ese best-seller, punto de mira de la industria editorial y de cuantos autores, expresamente o no, cifran en él su codiciada meta: Ja conquista del mayor número posible de lectores.

Ahora bien, como observó con lucidez André Gide, "lo que se comprende en un abrir y cerrar de ojos no suele dejar huella", y este producto editorial de asimilación instantánea está condenado de ordinario al olvido, exceptuando aquellos casos en los que una feliz combinación de ingredientes le permite mantenerse durante años y aun decenios en el cuadro de honor de la subliteratura.

A diferencia de él, el texto literario no aspira a un reconocimiento inmediato ni a la instantánea seducción del público. No busca lectores, sino relectores y, a menudo, cuando éstos no existen, se ve en la obligación de inventarlos. En lugar de moverse en un ámbito conocido de antemano y de acuerdo a unas reglas familiares al habitual destinatario, el escritor que ambiciona dejar huella y añadir algo al árbol frondoso de la literatura no vacilará en desestabilizar al lector, obligándole a internarse en un terreno ignoto y proponiéndole de entrada un juego de reglas totalmente desconocido. El desconcierto inicial de aquél, su trayecto a tientas por un espacio inexplorado y carente de balizas identificatorias, su necesidad de dar vuelta atrás a fin de descubrir las leyes secretas que configuran el nuevo territorio abierto por el libro, estimularán su goce de lector, le impulsarán a colaborar con el autor en la apropiación de su innovadora propuesta artística. Imperceptiblemente, el lector se convertirá en relector y, gracias a ello, intervendrá activamente en el asedio y escalo del texto leído y releído. A la postre, el autor de la obra literaria no sólo crea ésta, sino también, insisto, un público hecho a su medida.

Yo, en cuanto lector, he sido forjado por docenas y docenas de autores cuyas novelas o poemas, rebeldes a experiencias literarias anteriores, me obligaban a enzarzarme con ellos en un cuidadoso y singular cuerpo a cuerpo. Ese temple de lector nuevo, originado por textos de la enjundia del Libro del buen amor, La Celestina La lozana andaluza, El Quijote, Cántico espiritual y Soledades, ha sido determinante en la elaboración de mi propia escritura. Lo que he buscado en ellos y exigido a sus autores me lo he impuesto a mi vez a mí mismo, forzándome así a cambiar de destinatario ideal del libro: no el lector ordinariamente satisfecho con una lectura, sino el relector constreñido a forcejear con el texto, a extraviarse en sus vericuetos y a rastrear su elusivo camino en un incitante proceso de reconstrucción. Experiencias en serie, de lector y de autor, que han trastornado en los últimos 25 años de mi vida y concepción del texto escrito: el paso de la novela fabricada según los cánones del género a un tipo de obra que crea, a medida que se desenvuelve, sus propias leyes. Hace unos meses, un joven se acercó a mí y me dijo: "He leído su última novela y me ha gustado". "¿La ha releído usted?". "No". "En este caso, o bien es usted un mal lector o yo he escrito un mal libro".

Desde Reivindicación del conde don Julián, escribir es para mí una aventura del mismo orden que la lectura creadora a la que me refería. Mientras en mis novelas de juventud partía de planes trazados de antemano, con personajes y situaciones creíbles y bien delimitados, las que he compuesto después son una auténtica apuesta: iniciar el texto a partir de una frase o imagen sin saber a dónde me llevaría la pluma. Incertidumbre creadora que deja crecer y desarrollarse orgánicamente la novela con una mínima intervención del autor, conforme al lapidario dictamen de Genet sobre la escritura de su tiempo: "Sí se conoce de antemano el punto de partida y el de llegada, no puede hablarse de empresa literaria, sino de trayectoria de autobús". Merced a mi voraz apetito de lector avezado a la cala en textos sustanciosos, difíciles y, a primera vista, opacos, he pasado de la escritura heredada a la concebida como una aventura que se prolonga en manos del lector, de ese relector nuevo, producto de toda obra aguijadora y rica. Pues mientras la inmensa mayoría de libros halla al aparecer un público ya hecho, los textos a los que me atengo se abren paso con lentitud hasta encontrar e inventar el suyo. ¿Quién podía leer los Cantos de Maldoror o el Ulises joyciano cuando fueron escritos? Hubo que esperar años o lustros para que surgieran al fin lectores-relectores capaces de comprenderlos, como una continuación lógica del proceso desencadenado por la escritura. ¡Con 10, 15 o 40 años de retraso, estas obras han encontrado, no obstante, su destinatario!

Lo que separa a la pléyade atemporal de creadores de textos del común de los escritores, aupados por la crítica y plebiscitados por el público, es el he-

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