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El caso del inglés que oía mucho

Deambuló todo el día intentando encontrar cinco minutos de silencio que perinanecieran juntos

El ejecutivo pálido, rubio y con pinta de novato al que otro más veterano y catalán le arrebató un taxi en Barajas era Richard Dick Pethybridge, en su primera misión secreta en el extranjero.Ya en Heathrow, Pethybridge tuvo un presagio al coincidir con una banda de bilbaínos que habían aprovechado un partido del Athletic contra el Manchester City para cumplir con ese precepto de su religión de comprar en Londres al menos una vez cada dos años: abrigos verdes, camisas a cuadros, jerseis shetland, kilts y corbatas de escuditos de Cambridge, y a ser posible en una tienda de bilbaínos frente al British Museum. De modo que, contentos por las compras, pero con el recuerdo de una derrota más dolorosa por cuanto se producía en tierra inglesa, su tierra prometida, los bilbaínos se consolaban con lo mal que comen en las islas, gritándose recetas de besugo, cantando himnos y comparando precios. Todos al tiempo.

Dick, a quien los bilbaínos le habían preocupado (¿serían hoolingans del sur?), les miraba ya dentro del avión con cierta simpatía -sobre todo porque los bilbaínos iban en turista y él en preferente- cuando la azafata de Iberia le gritó que se sentase, se atase, subiese la mesilla y no la bajara, se mantuviese recto, no fumase, no mirase por la ventana y, sobre todo, no intentase ligar con las azafatas. La orden le fue repetida en siete u ocho idiomas por el mismo altavoz que usaba la Gestapo.

Aunque no se puede decir que Pethybridge no había sido ya avisado de lo que le esperaba en el sur, tampoco se puede decir que estuviese preparado, ese martes de hielo seco, para correr por Barajas ni hacer lo contrario de lo que mandan los carteles, ni para luchar por los taxis con seres feroces que van disfrazados de caballeros. Aunque eso lo había leído ya en las novelas coloniales de Kipling. Para lo que desde luego no estaba preparado era para las cuatro voces que desde el instante mismo de subir al fin a un taxi comenzaron a echarle una bronca descomunal desde dos altavoces y no pararon, y todo por culpa del Gobierno.

Pero lo que le puso en un estado ya propicio no fueron tanto la radio del taxista y los pitidos, sino los salivazos, madrazos, navajazos y hachazos entre transeúntes que para cuando se bajó del coche, en un hotel donde un almirante se empeñó en llevarle su vieja cartera de cuero usado, le habían afilado los nervios hasta el extremo de que si alguien le hubiese peinado su principesco pelo lacio habría sonado como un violín.

Dick Pethybridge no tuvo una sola oportunidad. En el hotel le esperaban con la Novena Sinfonía por Waldo de los Ríos, un golpe bajo rematado en el ascensor por música de dentistería. En su habitación la camarera se había dejado la radio encendida en la misma bronca del taxi, alguien gritaba en algún lugar del techo exigiendo saber los precios del azúcar en Santo Domingo, y por la boca de aireación del cuarto de baño se oían gemidos y torturas que sólo su larga preparación en el Yard le ayudaron a distinguir, no sin rubor.

Llevaba segundos recobrando fuerzas, acostado, cuando pensó -y eso da una idea de su angustia-, que por la calle volvían los hooligans de la derrota frente al Manchester. Además alguien derribaba un edificio con una maza. Bajó a la recepción y averiguó si podía cambiar, y no sin cierta complacencia en la derrota supo que no. El conserje, mostraba un colmillo de oro al sonreír.

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Salió a la calle sin saber que ese y no otro era el valle de lágrimas. Extraviado por los excesos, perdió el rumbo y el reloj y se le pasó la cita con su contacto. Deambuló todo el día intentando encontrar cinco minutos de silencio que permanecieran juntos, algo cada vez más urgente, y no pudo. Cuando creía encontrarlos, un claxon, una radio con coche, un malnacido jineteando una moto, el azar, el destino encarnado en la televisión de un bar, le rompían el tímpano y la esperanza. Por fin fue a dar a El Retiro y, según se ha sabido, el saxofonista del quiosco y los saltimbanquis y radioadictos del borde del lago acabaron con él. Le encontraron esta mañana, agarrado al cisne negro, a la deriva por entre los icebergs que febrero ha formado en el estanque del Palacio de Cristal, en el rincón de las- latas de Coca-Cola y las botellas sin mensaje de otros náufragos.

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