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La inspiración

Hubo tiempos en que los hombres cuando querían tomar una decisión se emborrachaban. Herodoto lo cuenta de los persas, no sé si con malicia o con ingenuidad. Desde nuestro punto de vista el procedimiento resulta sorprendente. Aquellos hombres sedientos se reunían en grandes salas adornadas con tapices, guirnaldas, mosaicos y esmaltes de oro, y agarraban unas monas estruendosas que el sumo sacerdote, tambaleante, calificaba de moña sagrada o borrachera ritual. Se suponía que en los vapores del alcohol habitaban los dioses como en las nubes de un cercano paraíso. Se convocaba una suerte de inspiración colectiva, somnolienta, sonriente o sonrojada. Las decisiones se tomaban en ese sublime estado. Una vez pasada la resaca, los persas consideraban lo inspirado por el vino. Si la decisión les parecía acertada se adoptaba de inmediato. Eran hombres cabales. Si les parecía errada no lo dudaban un instante. Los persas rectificaban y aquella misma noche se volvían a emborrachar. Acudían así al dios etílico y contrastaban su opinión con su propia opinión de hombres serenos. De ese modo se declaraban guerras, se repartían botines o se firmaba la paz. Repasando la historia se me ocurre que el imperio de los persas se mantuvo varios siglos. El imperio de Hitler, que era abstemio, no duró lo que dura una camisa de buen paño. No quiero entrar en comparaciones azarosas, pero, tratándose de imperios, entra una panda de locos y una reunión de sesudos bebedores, los resultados demuestran que estos últimos son los más habilitados para gobernar.(Tengo entendido que los piratas, para elegir capitán, también se emborrachaban. A través de los siglos se detecta en los más variados ambientes el recurso al alcohol. Lo más cercano que conozco a la ebriedad de inspiración política son aquellas canciones de borracho que terminaban iluminándose con vivas a la República bajo el régimen anterior. Pero no estoy hablando del resplandor del vino en la penumbra del franquismo. Tampoco creo que debiera aplicarse la metáfora de los persas al desconcierto que reina en nuestra política interior, recomendando una juerga de consulta divina tanto al equipo del Gobierno como a la oposición. Los tiempos han cambiado, aunque en instantes de irresistible duda me pregunto eso mismo: si de verdad los tiempos han cambiado. Estoy pensando en los Balcanes. Este paréntesis tremendo me lo inspiran visiones cotidianas de borrachera y locura, canciones de soldado, declaraciones de civiles que mienten como respiran y al cabo, segun parece, no se alcanza a tomar ninguna decisión. El fracaso p,revisto de la conferencia de Ginebra para lograr alguna forma de paz en Yugoslavia me hace añorar, no el imperio de los persas, sino el de los Habsburgo, en cuyo gabinete sin duda se brindaba con champán. ¿Sería aquel imperio una forma incomprendida de modernidad? Se hablaban 13 lenguas, y en Sarajevo el orden lo mantenía un regimiento exquisitamente uniformado que los domingos alegraba los paseos de las mozas en su bulevar principal. Parece que un mínimo gesto de la historia, el asesinato del archiduque heredero, selló para siempre con una fantasía destructora la suerte que corre la ciudad).

Sin duda el pasado se abrillanta con las pintorescas anécdotas de Herodoto o con el cortesano burbujeo de Sisí emperatriz. Pero lo cierto es que en la cúspide de las contradicciones, cuando la indecisión resulta ser más. dolorosa, los hombres acuden a los dioses o acuden al azar. Se habla de dirigentes que van de visita al adivino en vez de interrogar al espíritu del vino. En algunos momentos de la presidencia de Reagan se sugirió que en la Casa Blanca se escudrifiaba en secreto la esfera de cristal. (Nancy y Ronaldjuntaban sus rostros levemente iluminados sobre la fosforescencia de lo sobrenatural). También se habló en París de la consulta realizada a una echadora de cartas, experta al menos en su propia y boyante economía, antes de decidir una devaluacióndel franco francés (el mi nistro de Finanzas contemplaba receloso la aparición del as de bastos en lugar de los oros; los persas hubieran visto en el as de copas la consabida invitación a beber). Que ello sean sandeces o verdades como puños no viene al caso. El hecho de que tales anécdotas se hayan divulgado nos indica que el ciudadano, desconfiado por la amarga experiencia de decisiones totalmente racionales, está dispuesto a otorgar al azar mayor poder.

Cualquiera que sea el sistema empleado para ciertas decisiones, un autor de lengua acerada y amigo de los gatos situaba sus consecuencias en el ámbito de lo imprevisible, y ello le parecía sumamente enojoso. Con un amplio movimiento intelectual del más sano escepticismo reducía la importancia relativa de los hombres en los grandes acontecimientos de la historia. Se servía para ello de un ejemplo sacado de los libros, o mejor dicho, recogía de los manuales escolares aquellos mismos tópicos que los propios manuales no querían ver. El personaje principal de la Edad Media, decía, no fue Carlomagno, el de la barba florida, ni el califa de Las mil y una noches, Harun al Rachid. Las decisiones que tomaron en su tiempo poca importancia tienen comparadas con la aparición de cierto animalito, la Xenopsylla cheopis, la pulga de la peste, cuya fulgurante actividad ni siquiera se dejaba ver. La peste remodeló el urbanismo, la economía y las fuerzas armadas con tanta o mayor eficacia que un decreto imperial. Es de suponer que Carlomagno hubiera debido consultar al mercader de la ruta de la peste y de la seda, si es que no había visto en sueños a la pulga que iba a decidir por él.

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Sánchez Ferlosio hablaba de la seguridad intrínseca que otorga el calendario. La certeza de los números, la previsible sucesión de fechas es la cuadrícula sobre la que proyectamos el futuro. Los ensayos racionales por predecir su marcha se basan en la evidencia de lo ya acaecido. Es como si un hombre avanzara de espaldas pretendiendo adivinar lo que está detrás de él. Sin embargo, se dan casos de extraordinaria clarividencia frente a los acontecimientos. Un ministro de Economía argelino estableció el paradigma insuperado de la total lucidez. Recuerdo haber leído en la prensa la frase fundamental de su discurso, un lapsus cargado de emoción como el saludo de un torero, un gesto de elegancia como el brindis de quien nos dice adiós. "El año pasado la economía argelina se hallaba al borde del abismo", manifestaba aquel hombre educado y valiente. "Este año hemos dado un gran paso hacia adelante", concluía sin la menor transición. No cabe duda que aquel hombre admitía los hechos y caminaba de frente. Hasta allí le habían llevado imprevisiones y oráculos. A sus pies se oscurecía el calendario en el momento mismo de presentar la dimisión.

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