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La averiguación del porvenir

De cara al futuro, para un control de lo probable y una gestión de lo imprevisible, era el sugestivo subtítulo de un estudio que publicó la OCDE a finales de los setenta sobre el porvenir de Occidente. Sus previsiones habrán quedado, sin duda, hechas añicos, pues desde entonces el mundo ha cambiado radicalmente con el naufragio del comunismo. Pero aquel propósito sigue siendo válido y los responsables de la política sólo disponen de dos instrumentos para vislumbrar el horizonte del futuro entre las sombras del mañana: la previsión y la prospectiva. La primera sólo sabe mirar a corto y medio plazo porque parte de estructuras más o menos estables; pero cuando el objeto a estudiar es algo en movinuento -un ser vivo, una institución, un país el mundo entero- y los criterios de referencia se mueven a su vez con una consistencia elástica, como el famoso "molusco de referencia" de la mecánica de Einstein, hay que acudir a la prospectiva. Unicamente ésta nos permite imaginar futuros posibles que, con gran probabilidad, apuntarán a lo imprevisible porque está claro que tras el vuelco que ha dado el mundo lo que era previsible no va a ocurrir.La prospectiva es una ciencia joven -supongo que sus especialistas se habrán planteado consecuentemente la prospectiva de su propia ciencia, como el psicoanalista responsable comienza por psicoanalizarse a sí mismo en el diván de algún colega-, pero no es una ciencia exacta, sino tentativa, que trata de establecer el abanico de posibles futuros, dentro del plazo abarcado, cuidando de atender al tiempo el camino y el destino final. Disciplina, por consiguiente, tan necesitada de elaboración científica como de imaginación. Por ello es muy importante que la ejerzan mentes ágiles, de amplia mirada, que serían los modernos sucesores de aquellos augures romanos que, por el vuelo y el canto de ciertas aves o por los meteoros y prodigios que se produjeran mientras eran consultados, vaticinaban el porvenir.

Debería ser esta moderna especialidad una carrera de las más estimadas y bien remuneradas, siendo de las más difíciles, pues esos especialistas de la perspectiva precisan ser duchos en muchas ramas del saber. Deben tener en los dedos la historia porque, aunque ésta nunca se repite ni nunca termina, la comparación de situaciones humanas similares puede ayudar en la indagación del porvenir. En estos días, Laín Entralgo, en un espléndido curso que está dando sobre Esperanza en tiempo de crisis, nos aclaraba la crisis del presente analizando las crisis del mundo antiguo y de la Edad Media. Deben moverse con comodidad en la ciencia política y en la psicología que tienen las sociedades humanas entre libertad y autoridad, orden y justicia, isonomía y privilegios, ahorro y consumo y entre el riesgo y la envilecedora exigencia de seguridad desde la cuna a la tumba, cuyos respectivos predominios marcan indeleblemente la política de una época o de un país. Han de conocer a fondo, claro está, la ciencia económica, la sociología, los usos y abusos de los hombres, además de otras técnicas instrumentales, como la informática. Y han de ser agudos para filiar bien los valores que estima la gente y saber a qué juega en cada momento la sociedad de un país.

Es misión también del intelectual, del pensador, la de profetizar y señalar, como el práctico del puerto, los escollos que el navegante no ve; pero el prospectivista, que habrá incluido esas profecías dentro de su amplio panorama, es además un técnico que pone cifras, fechas y probabilidades a cada uno de esos mundos posibles, conectando todas las realidades. La prospectiva no define, pues, lo que va a ser el porvenir, sino ayuda a perfilarlo, y su horizonte avanza como el del caminante y abarca todos los cambios estructurales que puedan vislumbrarse; de ahí la dificultad del empeño. Es el buen político, el hombre de Estado, quien debe intuir qué mundo va a asomar en definitiva por el horizonte y que no siempre resulta ser el que parecía más probable.

García Pelayo señalaba en su Autobiografía intelectual que uno de los cambios más revolucionarios de nuestro tiempo ha sido la incorporación masiva de la mujer al trabajo. Yo añadiría la evolución de la mano de obra agrícola. Pues revolucionario es que haya pasado en los últimos 50 años de representar el 80% a sólo el 5% (en España, un 10% todavía) de la mano de obra total.

Esto tiene muchas repercusiones. El campo estaba, por ejemplo, a principios de siglo más transitado que hoy lo está, porque era hábitat de los campesinos y camino para los viajeros que, montados o a pie, iban a su través de un lugar a otro. Trasiego en el que, junto a los labradores que transportaban en sus carros los aperos o las mieses, se mezclaban arrieros, buhoneros y mendigos y la pareja de la Guardia Civil haciendo su recorrido vigilante. Todavía hace unos años, mi amigo y compañero de estudios agronómicos Alfonso de Urquijo encontraba en sus cacerías por Sierra Morena a piconeros, cabreros, apicultores, además de otros monteros y reclamistas, es decir, los cazadores con reclamo de perdiz. Ahora la soledad ha extendido por el campo sus alas, no sólo como antes en las alturas bravas y en los páramos de asceta, sino igualmente en muchos lugares antes explotados -ganado o labor- de la geografía española. Y con ello el paisaje y el rumor del campo han cambiado. Lo importante no es la agricultura y la ganadería, sino la vida rural en su conjunto. Cualquier medida de técnica agraria repercute en ella. En las cercanías de las grandes ciudades, donde cada vez más el trabajo agrario se hace a tiempo parcial, combinado con el trabajo complementario en fábricas locales, se produce la confusión entre el campo y la ciudad.

La congelación -o el abandono, que no es lo mismo- de tierras de cultivo, cualquiera que sea el juicio que demos a estas disposiciones de la nueva política agraria comunitaria (PAC), tiene un impacto tremendo en la vida rural. Estamos entrando en una nueva agricultura, una agricultura integrada, que ya no se preocupa únicamente de la producción, sino además de la preservación y recuperación del medio ambiente. Como ha dicho Philippe Girardin, eminente agrónomo francés, secretario ejecutivo de la prometedora Sociedad Europea de Agricultura (ESA), "los problemas que se plantean a los agricultores de cualquier país europeo son sensiblemente los mismos: optimización de la producción, preservación del entorno, calidad de los productos, gestión del espacio rural...". Y los agrónomos españoles, conscientes de ello, responden a este reto de producir rentablemente sin dañar el suelo, las aguas ni la capa freática, recomponiendo una vida rural razonable y sensata. Vida rural que irá atrayendo cada vez más al habitante de la ciudad, hasta ahora simple excursionista poluante de los fines de semana, que se va dando cuenta de que la ciudad, antes tan estimulante, va convirtiéndose en un monstruo indomable, y que vivir en el campo, cuando es posible el trabajo a distancia y la plena información, tiene su sentido y está en su horizonte.

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