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DOMINGO GARCÍA-SABELL Europa, la necesidad de un nuevo lenguaje

Hay indicios -sólo indicios- de que la unidad de Europa camina a la ruina, es decir, a su prematura autodisolución. La atomización nacionalista, la confusión en las ideas, el diálogo de sordos; en suma, la crisis ubicua y aparentemente incontrolable, todo eso y mucho más, apunta hacia una especie de destrucción europea devastadora e irreversible. No me inquieta este triste panorama. De apuros mayores ha sabido salir Europa. Lo que ya me parece más amenazador y, por ende, más inquietante, viene dado por un hecho tristísimo, a saber, la complacencia con la que, en determinados medios, se subraya la menesterosidad actual de nuestro continente. Parece como si su presunta desaparición alegrase a los voluntarios agoreros. Y uno no sabe bien el porqué de esta pesimista actitud. Veamos, pues, de enfocar el problema con cierta claridad.Estamos en crisis. Esto es indudable y nadie lo niega. Y justo las crisis universales se caracterizan porque se sabe de dónde se arranca, de dónde se parte, pero nadie acierta a señalar hacia dónde se camina. Dicho de otro modo: somos conscientes de que una realidad insufrible se desmorona, pero no somos capaces de atinar con la vía concreta y necesaria para salir del atasco y seguir avanzando. La crisis no es por lo que desaparece, sino por lo que nace. Cuando esto sucede es que lo nuevo, inédito e imprevisible, apunta en el horizonte colectivo. Y ahora viene lo notable: si algo se anuncia sin que sepamos a ciencia cierta de qué se trata, ese algo ya indica, por su virtual presencia, que las palabras hasta ese momento usadas han perdido vigencia. Entonces, la inicial necesidad, lo primariamente inevitable, es dar con el lenguaje que abra sus puertas para recibir lo inminente desconocido. O lo que es lo mismo: se necesita un nuevo idioma, un nuevo vocabulario para captar y luego para apropiar lo que se nos viene encima. El deterioro y la falta de operatividad de los viejos conceptos se nos ofrecían arropados por una terminología rancia y esclerosada. Piénsese a dónde han ido a parar los viejos sistemas que, en tiempos todavía no muy lejanos, nos encandilaron y nos esperanzaron con sus terminologías deslumbrantes. Con sus terminologías al parecer inatacables, firmes, reciamente positivas.

Uno de los vicios mayores (te nuestro tiempo, de nuestro menesteroso tiempo, consiste en echar mano de vocablos periclitados que ya no dicen nada, pero que se adhieren, tenaces y, pegajosos, a nuestra piel, la endurecen y, con ello, sustraen agilidad al pensamiento. Los viejos lenguajes han quedado caducos, y nosotros parecemos empeñados en seguir su cansada y reiterativa andadura. Pero con ello, con tal expediente, lo que hacemos es asentar lo que adviene en los solares de la desolación y el fracaso.

El término marxismo-leninismo puede ser un buen modelo. Quiero decir con esto que si no renovamos léxico vamos a girar en el vacío. O a facilitar el contagio del porvenir con las cenizas de lo que se apaga. La palabra únicamente aprovechada, pero ya no viva, revierte, con fastidioso dominio, sobre lo desconocido y agosta su germinación. No olvidemos que la asimilación del término lleva consigo la asimilación de la doctrina. Ya no se puede hablar de lucha de clases, o de política de bloques, y si se hace, conviene adaptar esto a una situación que no tiene nada que ver con la remota y originaria utilización de la frase. Este ejemplo podría generalizarse a otros dominios muy alejados del huerto socioeconómico. Pero eso no es lo que interesa ahora. Lo que en verdad importa es la radical e inexorable matización de cualquier histórico lenguaje. No es, quede esto claro, que lo viejo deba ser sin más arrumbado, no. Toda nueva situación colectiva habrá de corresponderse y deberá articularse, necesariamente, con lo heredado. Ambos factores participan, tienen que participar, en la posibilitación y en la formulación de algo que, en sí mismo, está pidiendo a gritos unidad superior. Pero tengamos cuidado: la necesidad en la participación no supone la homogeneidad en el valor.

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Volvamos a la supuesta ruina de la Europa unitaria. Lo que se vislumbra por encima de cualquier aprensión de acabamiento es, yo no lo dudo ni un instante, una sensación de aurora. Es una tenue claridad para la que se necesita, previamente a cualquier otra cosa, tener bien aguzada y dispuesta la capacidad de intuición de eso que se nos aproxima y aún no acertamos a definir. Esa nueva realidad -la de una Europa unida y enérgicamente actuante- antes que indagarla en su detalle, en sus dificultades y en sus posibles contradicciones, conviene percibirla, hacérnosla presente dentro de nosotros mismos. Y para eso no se necesitan antenas especiales. Basta con saber ver. Pero saber ver, esto es, disponer la retina para recibir nuevas formas y nuevos paisajes, es, quizá, una de las cosas más difíciles que hoy se pueden exigir al hombre europeo. Lo triste de nuestro tiempo es su vocación de miopía, su no alcanzar en el horizonte mental más allá de aquello que nos roza de inmediato en la vida de todos los días. Saber ver, o lo que es igual, pensar con la mirada, equivale a desentrañar lo oculto. Es, pues, menester pensar en imágenes lo que no se ve, pero se adivina. Es imprescindible atisbar intelectualmente a Europa como un todo orgánico funcionando de suyo, esto es, con dimensión trascendente.

Y ahora, ahora mismo, estamos dándonos cuenta de que gran parte del empuje de la ciencia moderna -sobre todo, el de la física- acude, con éxito notorio, a metodologías en las que el pensar viendo es inexcusable. (Nueva señal premonitoria de que la ruina de Europa anda lejos).

Pero todas estas consideraciones, todo este haz de evidencias, impone, a su vez, una cierta limitación, una cierta ascesis o, si se quiere, una consciente, dolorosa y firme prohibición. Me refiero a que el recurso al pasado vivencial del individuo debe someterse a unos límites, a unas fronteras que jamás habrán de ser vulneradas. Tenemos los europeos al alma transida de historia, realidad en sí misma provechosa. Pero eso es una cosa y otra bien distinta la absorción hipnótica en lo pretérito. Si lo que ya transcurrió no nos sirve más que para la melancólica rememoración, caeremos en parálisis. Pero si nos apoyamos en lo ya sucedido y de allí tomamos impulso para recibir lo nuevo, despojándonos, insisto una vez más, de los vocablos que son solamente mera iteración, mero repetir lo ya inútil, entonces la historia dejará de ser impedimento para transformarse en acicate. Europa así la ha entendido en muy severas y repetidas circunstancias, cuando todo anunciaba, o parecía anunciar, el desplome definitivo y la acabación de la inmensa patria común.

Pero, con todo, a mí me parece que no es lícito -por lo menos no es riguroso- hablar jamás de plenitud. Sobre todo, cuando se habla de Europa. Las crisis europeas, las supuestas ruinas europeas, han sido, en puridad, angustiosas situaciones de ajuste, de articulación entre sus básicas herencias; en suma, lo que cada época, con sus específicos perfiles, reclamaba. Así es la Europa que nos tocó vivir. Todas las cuestiones que nos agobian son cuestiones que, en definitiva, vienen arrastrándose desde la propia constitución de Occidente. Son crisis -y aparentes ruinas- implícitas en lo que Europa es: un problema. O quizá fuese más exacto afirmar que son el constante planteamiento de un problema: el del equilibrio de tesis opuestas que hunden sus raíces en el triple, o cuádruple, origen común, en el parto cuádruple.

¿Cuál es, por consiguiente, la solución? No la podemos dibujar porque todavía no la conocemos. Pero si aspiramos a alcanzarla algún día, no olvidemos que el correcto planteamiento de un problema ya es, en principio, un comienzo de solución. Vayamos, pues, a la tarea. Situemos exactamente los datos de la incógnita. Abandonemos en el camino los ropajes ya usados e inservibles. Olvidemos las inutilidades históricas. Indaguemos en el fondo de nosotros mismos con conciencia abierta y comunitaria. Pensemos e ejercitando la mirada que perfora, adivina y comprende.

Lo demás, todo lo demás, es navegar a la deriva. Si la idea de una Comunidad Europea no progresara, caeríamos en la mineralización. O lo que es lo mismo: en la no vida, en el vegetar y en la mudez colectiva. Y Europa todavía tiene mucho que decir. En verdad, lo está diciendo. Aprestemos los oídos para escuchar ese canto coral.

Y desconfiemos siempre, siempre, de los que se gozan en el atisbo de la tiniebla del espíritu europeo. Son los estériles, las estatuas de sal. Como en tantas otras ocasiones, también en ésta percibió claro la pupila profética de Nietzsche al exigir límites, fronteras, más allá de las cuales el pasado debe ser olvidado, "wenn es nicht zum Totengráber des Gegenwártigen werden soll" ("si es que no ha de convertirse en el sepulturero del presente").

Insisto. No. No nos encontramos entre ruinas. Europa saldrá adelante. ¿Por qué? Pues porque el espíritu -el espíritu creador- está con ella, está dentro de ella. No lo pisoteemos con la utilización de palabras exangües. No consintamos, como advertía Usener, que las palabras piensen por nosotros.

Del Colegio Libre de Eméritos. Delegado del Gobierno en Galicia.

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