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Filosofía y dignidad de la razón

Víctor Gómez Pin

"Todos los humanos, por genuina disposición, aspiran a inteligir". Esta radical afirmación de Aristóteles en el arranque de su Metafísica ha podido ser glosada en el sentido de que la verdad es algo que a todos concierne, de que cualquier ser lingüístico se halla esencialmente marcado por esa aspiración a la lucidez a la que etimológicamente responde la palabra filosofía, de tal forma que la reducción de ésta a una práctica de élites culturales supondría mutilar radicalmente al conjunto de los ciudadanos.En su arranque, la filosofía tiene en el lenguaje llamado natural las condiciones necesarias y suficientes para su despliegue: no depende del grado de desarrollo cultural que unos sujetos alcanzan y otros no, sino de un núcleo presente en todo ser lingüístico, sea cual sea su posición en la jerarquía de los valores culturales. Cualquier ser humano, explorando el núcleo del lenguaje, se enfrenta a las cuestiones que un niño ingenuamente plantea, cuestiones a la vez elementales y quizá insolubles, auténtica urdimbre de nuestras experiencias cotidianas.

Y precisamente por constituir exigencia elemental del ser lingüístico, la filosofía alcanza un elevadísimo grado de complejidad, pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz de las disciplinas artísticas y de las disciplinas científicas dignas de tal nombre, las cuales sólo alcanzan su destino cuando son instrumentos de inteligibilidad, o sea, puntos de apoyo para la aspiración filosófica. La matemática, la teorización musical, la física teórica o la explotación arquitectónica del espacio encuentran en la filosofía un punto de convergencia, auténtica "unidad focal de significación". En ausencia de ello, tales disciplinas quedan reducidas (según la expresión de un gran matemático actual) a la insignificancia.

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No otra cosa indica Descartes cuando a sus trabajos científicos añade ese prólogo legitimador, conocido como Discurso del método, que reivindica la unidad de la razón que en tales escritos se despliega. Cierto es, sin embargo, que en nuestra época unos -fonnados en las facultades científicas- se especializan en retazos del contenido, mientras que otros -formados en facultades humanísticas- se especializan sólo en el prólogo.

Extraña quiebra, que Descartes viviría como auténtica mutilación, pero que no escandaliza en modo alguno a los voceros culturales ni a los responsables de nuestra educación. Llega incluso a sugerirse que la restauración de la razón en su plenitud es un sueño cargado de amenazas, totalitarias.

En tales condiciones, el terreno está abonado para que fructifique en el cuerpo social un discurso negador de la capacidad de entereza de los seres de razón, discurso según el cual la religión constituiría (además de bálsamo eficaz para no desfallecer en un destino marcado por la escisión y la finitud) la fuente única de sentido y el único referente para garantizar en la dialéctica social un mínimo de comportamiento ético. Mas comprobado está que Dios no constituye vacuna alguna contra la degradación. La esperanza de salvación personal (a costa de la razón) se revela por doquier cómplice del sálvese quien pueda, del alzarse sobre los demás en la maraña del cuerpo social.

De ahí que al restaurado "sin Dios todo estaría permitido" del personaje de Dostoievski objetemos, con René Thom, que "cabe una respuesta laica". Respuesta consistente en reivindicar la dignidad, potencia y fertilidad de la razón y traducirla socialmente en la enseñanza primaria, secundaria y universitaria. Se superaría así, por ejemplo, esa estrambótica situación consistente en introducir a los niños en la matemática mediante teoría de conjuntos (arrinconando de paso aquel acceso clásico que desarrollaba la intuición espacial) sin explicarles jamás el sentido de dicha teoría, a saber: su concepción por Cantor como nueva arma para abordar el problema, esencialmente filosófico, del infinito. Situación ésta equivalente a la de manejar un instrumento sin saber la causa final de su invención.

Por lo que a la enseñanza universitaria se refiere, la respuesta laica pasa necesariamente por la promoción de auténticos departamentos de filosofía. Lugares éstos en los que relativizándose la división de los saberes (por intersección y convergencia, no por ignorancia de las mediaciones) se realizaría el proyecto kantiano que veía en la filosofía "un departamento entre otros y, sin embargo, toda la Universidad". Toda la Universidad en el sentido de que, tomando apoyo en las disciplinas contemporáneas, la formación consistiría en explotar los elementos últimos de clasificación y ordenación, aquello que Aristóteles sitúa en el núcleo tanto de la razón como de lo real, siempre mediatizado por ella.

Más precisamente, cuando la filosofía recaba la ayuda de aquellos que han consagrado su esfuerzo a las tareas nobles del arte y de la ciencia, surgen tentativas administrativas de sustituirla por (o diluirla en) una tisana de nueva cosecha e insulso sabor, recubierta bajo el prestigioso nombre de Facultad de Humanidades. Por mucho que se embarque en el empeño a profesorado eminente (algún filósofo de primera fila entre ellos), no es ésta la vía de fertilización de la Universidad española.

es miembro del Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad del País Vasco.

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