Los artículos rebajados no tienen magnetismo
Una señora que estaba a mi lado en la rebajas empezó a marearse y me pidió que la acompañara afuera. Cuando llegamos a la calle, guiñó un ojo y, abriéndose el abrigo, mostró un botín del que por lo visto me correspondía una parte por haberla ayudado a salir del establecimiento. Había una cosa que me gustaba, aunque me daba reparo aceptarla pero ella me explicó que las pérdidas por robo en los grandes almacenes estabar tan institucionalizadas como las ganancias, de manera que el hecho de que no se robara sería tan raro y desestabilizador como el de que nadie comprara. Me quedé, pues, con la cosa por no colaborar al derrumbe de la economía de mercado.La invité a un café y entonces, para que no la confundiera con una ladrona me explicó que era cleptómana, pero a mí lo que más me gustaba de ella era sus síntomas. Con el café se tomó do pastillas, una para subirse la tensión y otra para bajársela. Le pasaba lo mismo -me explicó- que a un paciente de Oliver Sacks, que era acinético, de un lado y frenético, de otro, así que la medicación que le arreglaba el hemisferio izquierdo le estropeaba el derecho. Por eso tomaba todo el rato pastillas contradictorias. Yo llevaba años intentando entender lo que me pasaba a mí y aquella señora me lo explicó en dos palabras, así que la seguí al aparcamiento y me llevó en un coche estupendo a robar -en plan cleptómano, se entiende- a otro centro comercial. Me enseñó que en las rebajas se roba bien porque muchos artículos que habitualmente están magnetizados pierden esa condición y no pitan al pasar por los controles.
Al mediodía teníamos el asiento de atrás del coche lleno de pañuelos de seda, bragas, perlas Majórica y paraguas telescópicos. Hicimos un alto para comer y me contó que, según las estadísticas, más de medio millón de personas eran adictas a los medicamentos contra las cefaleas; me puse un poco nervioso hasta que me di cuenta de que no lo decía por mí, sino para explicarme que la estadística estaba confundida: la 9,dición no era a los medicamentos, sino a la cefalea misma. La habría seguido a cualquier parte por hacerme comprender, de golpe, el cariño que tengo a mis neuralgias. Cuando llegó el café sacó del bolso una cápsula que por lo visto fabricaba ella misma, que tenían un 50% de vasodilatadores y un 50% de vasoconstrictores. Nos tomamos dos cada uno y nos marcharnos sin pagar para seguir robando antes de que anocheciera, que ahora la tardes no duran nada.
A las siete nos metimos otra vez en el coche y enfilamos la M-30 en dirección al Puente de Vallecas. Vendimos todo el género por cuatro perras a un chamarilero y regresamos a Goya a tomarnos unas tortitas con nata que, curiosamente, también esta ban rebajadas. Yo me había puesto triste porque presentía que estaba cerca la hora de - despedirnos y ella no me había- querido decir cómo se llamaba, aunque no era difícil sospechar que sería un nombre compuesto en el que la segunda parte anularía el efecto de la primera. De otro lado, me sentía feliz, pues aunque no me había comprado nada, jamás había conocido unas rebajas tan ex citantes. Ella me dio entonces una pastilla que acentuó la tristeza del lado triste y la felicidad del lado feliz. Des pués metió en el bolso los cubiertos de la merienda, in cluidas la taza y la servilleta, y dijo que iba al servicio, pero no volvió.
Cuando salí a la calle el frío era espantoso, aunque una parte de mí estaba sofocada. Con mi lado feliz conseguí llegar a Cibeles, pero mi lado triste me arrastró a Atocha, donde tomé un coñá que me gustó y no me gustó, porque, por un lado, me sentó ' bien y, por otro, mal. A través de los cristales miré las luces de la calle y entonces me sentí excitado como un adolescente, pero cansado como un viejo. Supe que la ciudad estaba a mi disposición, que podía tomarla sin pagar nada, como los artículos rebajados, pero -como ellos también- había perdido el magnetismo.
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