Los límites de la pasividad
La crueldad y la destrucción entre seres humanos no es, ciertamente, un fenómeno novedoso. Pero sí es relativamente reciente nuestro conocimiento (y visionamiento) detallado de cuanto ocurre a nuestro alrededor. En nuestro ámbito geográfico, al menos, ya no existe ignorancia de los hechos, aunque nos cueste entenderlos; en todo caso, existe, indiferencia, o impotencia, o permisividad, o complacencia; cualquier cosa menos desconocimiento.La información, sin embargo, ha sido decisiva para elevar el listón de la conciencia sobre nuestras responsabilidades ante algunos problemas. Desde la Conferencia de Río, por ejemplo, son muchas las personas que se han convencido, por fin, de que en términos medioambientales hemos rozado ya los límites de lo permisible y tolerable, y se ha dado razón a los avisos y propuestas de los movimientos ecologistas. ¿Pero cuántas personas han llegado a la conclusión de que, en términos de dignidad humana, hace ya tiempo que hemos sobrepasado, y con creces, los límites de lo tolerable o comprensible respecto al sufrimiento y la destrucción ajena?
Yugoslavia, sin ir más lejos, es un buen ejemplo de las alambradas y cortinas que hemos ido construyendo a nuestro alrededor y no tanto para protegernos de ataques como para impedirnos ver y salir de nuestra sagrada individualidad.
Pero ante nuestra incapacidad de influir en el transcurso de los acontecimientos balcánicos, conviene recordar que hubo en su momento unos elementales márgenes de actuación preventiva que no fueron considerados seriamente, como el embargo de combustible que permitía el funcionamiento de los carros de combate o el bloqueo del mar Adriático para impedir los primeros bombardeos navales. El desconcierto de las primeras semanas se transformó en un posterior exceso de confianza respecto a la autorregulación del conflicto; después, ya completamente descolocados frente a la magnitud de la tragedia, ni la vergüenza nos empujó a actuar. Ahora somos prisioneros de la pasividad acumulada durante año y medio, y de una suma de contradicciones e incoherencias que paralizan nuestra capacidad de actuar ante ésta y otras situaciones dramáticas.
Durante años, algunos países han gastado sumas inmensas para armar a las guerrillas afganas que luchaban contra los soviéticos, pero luego no damos ni un duro para reconstruir el país cuando llega la primera paz; lloraremos por las matanzas de Tailandia y por las decenas de miles de enfermos de sida y niños-as dedicados a la prostitución en ese país, pero no por: ello dejaremos de construirles un portaaviones para disfrute de sus corruptos militares; publicaremos multitud de reportajes sobre las pateras y los inmigrantes ahogados en el Estrecho, pero callaremos ante la venta de armas por 100.000 millones de pesetas a Marruecos, y así hasta nunca acabar.
¿Qué ocurre entonce0 Hemos atesorado tal grado de egoísmo, bajo la cobertura del derecho al individualismo y la defensa de nuestras libertades o nuestro progreso, que se nos olvidó nuestra identificación como seres de una misma especie, nuestras señas de identidad más elementales.
Cuando la razón no es suficiente para entender la realidad que nos rodea, buscamos signos que nos orienten. Pero cuando hay tantos de ellos, como Yugoslavia, como los mensajes de Río, como las pateras del Estrecho, como los 16 millones de africanos que nos han anunciado que morirán de hambre este año del 92, y no incorporamos en nuestra política y en nuestro quehacer cotidiano los mecanismo de "alivio inmediato" al sufrimiento de otros seres humanos, los signos dejan de construir un sistema de alerta para convertirse en notas marginales a nuestra brillante historia de frivolidad, nuestro perpetuo carnaval.
Sin embargo, las grandes líneas orientadoras que nos permitirían salir de alguna forma de esta dinámica hacia el fracaso colectivo están ahí, en nuestra propia historia, disponibles para ser utilizadas y desarrolladas, y se basan en la justicia, la equidad, la igualdad de oportunidades, la tolerancia, el respeto, el apoyo mutuo, la cooperación, la solidaridad, la empatía, el altruismo, el afecto, la ternura o la colaboración. Aunque poco publicitadas, son viejas recetas para construir relaciones humanas algo más fraternas. Para su uso, sin embargo, hay que. salirse de esta cultura-de anuncio en que nos hemos metido, aunque, mirando suplementos dominicales y cadenas de televisión, uno vaya confundido. Pero lo cierto es que la vida no es un anuncio. En cualquier caso, la publicidad, el consumo no-sabio, la primacía del automóvil y la valoración de lo superfluo, para poner sólo algunos de los elementos representativos de nuestra inmadurez al realizar sacralizaciones culturales, tienen bastante que ver con la pasividad y, en el mejor de los casos, la incertidumbre e incluso el desasosiego con que contemplamos ahora la escena internacional.
La política tradicional ha llegado también a sus límites. No puede dar más de sí porque ha ido incorporando vicios que le impiden resolver problemas creados por ella misma y acercarse a los problemas de otros colectivos. El divorcio entre la práctica política convencional y la realidad social, la impunidad con que actúan los mecanismos de dominación, el aumento de sectores atrapados en la marginalidad, la brutalización de ciertos comportamientos colectivos y la incapacidad del género masculino para liberarse de perniciosos y agresivos lastres seculares son algunos de los síntomas de la mala interacción existente entre la cultura política y la sociedad.
La esperanza en un mundo más humano, más solidario y algo mejor organizado es ciertamente eterna. Quizá llegue el día en que los movimientos sociales, auténtica semilla del único futuro posible, consigan convencer y hacer participar a suficientes personas en la transformación de nuestras sociedades. Pero mientras tanto, el sufrimiento es el día a día para demasiadas colectividades del planeta. El infierno no es cosa de la naturaleza, lo hemos creado los seres humanos.
Ahora que se acaba el 92, que hemos ganado tantas medallas olímpicas, la Copa de Europa, el Giro y el Tour, quizá sería un buen momento para dar un respiro a tanto ego y tanta complacencia, y pensar un poco en los cientos de millones de seres que, desde su infierno, maldicen ese año y nuestra indiferencia. No se puede pedir más, pero tampoco menos.
es investigador sobre desarme del centro Unesco de Cataluña y miembro del CIP.
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