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La vida es un escaparate con cristal antibalas

Juan José Millás

Ese famoso triángulo del arte formado por el Museo del Prado, el Thyssen Bornernisza y el Centro de Arte Reina Sofía es, en realidad, un rombo o así, si incluimos los sex shops de la calle de Atocha. El jubilado y el parado no van al Thyssen Bornernisza porque, además de costar 600 pesetas, sospechan que no sabrían moverse en su interior. En cuanto al Prado, les parece muy grande, si tenemos en cuenta que lo que ellos necesitan son espacios familiares, con mesa camilla a ser posible.El jubilado y el parado han descubierto en el Reina Sofía su museo, quizá porque este edificio, que fue en otros tiempos hospital, tiene habitaciones en lugar de salones, y pasillos en lugar de autopistas. En esas habitaciones, donde con frecuencia reposan objetos de arte incomprensibles, puede aún percibirse el olor de las medicinas mezclado con el del óleo de los cuadros o el de la extremaunción de los moribundos. El jubilado, que suele ir del brazo del parado, se detiene a veces en mitad del recorrido, y pone cara de escuchar los lamentos que han quedado atrapados entre aquellos muros o el tintineo de los frascos en el carrito de poner inyecciones o repartir el desayuno. El recorrido del museo se convierte así en un paseo a través de la desesperación, en un callejear por la anatomía de la desdicha. Pero se trata de una desesperación y una desdicha familiares, reconocibles, y, por tanto, acogedoras. Además, en el Reina Sofía, la señalización sólo está en castellano y el servicio de seguridad es mucho más relajado que el del Prado o el Thyssen Bornemisza, donde los vigilantes están permanentemente en tensión, como si recibieran avisos de bomba todo el rato.

En el Reina Sofía, aparte de fantasmas, también hay arte, pero al jubilado y al parado lo que de verdad les gusta de este museo, además de esas habitaciones que sólo tienen un vigilante hiperreal y una cosa tirada en el suelo que dicen que es una escultura, son los ascensores. Lo que pasa es que cuando llegan a una de esas torres de cristal por la que se deslizan como un líquido por un tubo de ensayo, empiezan a ponerse nerviosos porque esa arquitectura fantástica evoca en ellos la disposición vertical de las cabinas del sex shop, donde también se producen subidas y bajadas, que, como los ascensores del Reina Sofía, les pone el corazón en la garganta.

Entonces, el jubilado y el parado, que son amigos desde hace un mes, salen por Santa Isabel a la plaza de Atocha y se entretienen observando a los trileros, calculando la posibilidad que tendrían de triunfar en ese oficio. En alguna ocasión, ya se han dejado utilizar como ganchos ganando unas pesetas que aprietan cerca de la ingle mientras suben por la calle de Atocha en dirección al sex shop. Allí hay unas cabinas del tamaño de los ascensores del Reina Sofía, con un tablero de botones numerados que cuando los tocas, después de haber metido 500 pesetas por una ranura, iluminan un escaparate con decoración de mesa camilla donde aparece una mujer que por 1.000 pesetas se desnuda, por 3.000 se masturba y por 6.000 realiza la gran masturbación. El jubilado y el parado, que siempre ocupan cabinas contiguas, observan la anatomía de la mujer con la desesperación con la que los estudiantes de Bellas Artes observan la distribución de la materia en los cuadros de Tàpies, como si en esos pliegues del tapiz o de la carne se hallara oculta alguna respuesta esencial. Aunque el jubilado, que sabe más por viejo que por desesperado, ha comprendido ya que ese escaparate es el mismo a través del cual miraba pasteles inaccesibles en su infancia, juguetes inalcanzables en la niñez o corbatas de seda en la juventud: ha aceptado, en fin, que vivir consiste en contemplar escaparates, pero no se lo dice al parado, cuando vuelve a salir de su brazo a la calle, porque el parado sueña que un día alcanzará el otro lado del escaparate, el otro lado de la realidad, donde cree que la necesidad no está separada de la satisfacción por un cristal antibalas.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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