_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De Maastricht a Santo Domingo

Oímos decir con consternación que el reciente asesinato de una mujer dominicana en Aravaca es la primera víctima mortal de la xenofobia en España. Quizá sea más correcto decir que es el último episodio de una historia negra y oculta que unas veces toma la forma de la expulsión de moros 0 judíos; otras, la de la intolerancia, y siempre, la del rechazo del otro por diferente. Ha sido necesario un asesinato para que podamos hablar claramente de la xenofobia latente en nuestra sociedad, homologable también en esto a la francesa o a la alemana.La nacionalidad dominicana de la víctima tiene un valor simbólico, pues evoca el primer momento de la historia moderna en el que se oyó una voz decidida que mandaba literalmente a los infiernos a todo aquel que no respetara la dignidad humana del diferente y se negara a ver en aquellos seres "pobres, domésticos, humildes, mansuetísimos y simplicísimos" sujetos de tanta razón y derechos como los griegos hubieran puesto en los europeos. Me refiero al sermón de Antonio Montesinos, pronunciado en La Española en vísperas de la Navidad de 1511. A los 500 años el asunto vuelve a ser de actualidad.

Aravaca se suma así a la profanación de cementarios judíos en Francia, a la persecución de eslavos y gitanos, en Berlín, al disgusto que por doquier provoca gente de color oscuro. Naturalmente qué es un asunto complejo y que no hay que exagerar. Se puede matizar la xenofobia apelando al miedo -por cierto, injustificado- de quienes ven en los emigrantes una amenaza para el puesto de trabajo o remiten a improbadas denuncias de consumo de droga o prostitución; también habría que recordar que los matones son un caso aislado, que los neonazis son menos que minoría, y que la solidaridad con las víctimas ha sido total. Todo eso es verdad. Y, sin embargo, hora es de que abramos en canal una cultura milenaria que en su manifestación más visible y poderosa, es decir, en su expresión ideológica y en su concreción política no acaba de digerir la diferencia.

Me estoy refiriendo a Europa, a la idea que tenemos de Europa o, si se prefiere, al modo y manera como los europeos nos realizamos o realizamos la idea que tenemos de nosotros mismos.

De un tiempo a esta parte Europa está al orden del día, hasta el punto de que una buena parte del Viejo Continente se divide entre europeos y euroescépticos. Sería conveniente, sin embargo, ubicar todo ese proceso de construcción europea que va del Tratado de Roma a los acuerdos de Maastricht en el seno de una tradición milenaria que no ha cesado de reflexionar sobre el ser europeo. Ahí se ponen de manifiesto determinadas aporías que pueden acabar en letales xenofobias.

Europa, según esa tradición filosófica, sería el descubrimiento de la filosofía, es decir, la proclamación de que el cerebro operativo de la realidad es la razón y que con ella se puede organizar humanamente la existencia. Con el descubrimiento de la razón surge la idea de universalidad, pues la tal razón no sólo está en cada sujeto, sino que lo suyo es apostar por lo bueno, que es lo común. En su primer arranque, pues, Europa es el lugar de la generosidad y de la universalidad. Es la casa común. Su tragedia, sin embargo, es reducir la universalidad o la racionalidad a lo europeo. Ahí comenzó su grandeza material y su miseria espiritual. Europa entendía que si en ella y gracias a ella la humanidad llegaba a su madurez tenía la responsabilidad de lanzarse por el mundo a proclamar la buena nueva, al tiempo que obligaba por la fuerza a los pueblos a seguir el camino correcto, que el siglo XV era el de la fe, y a partir del siglo XVIII, el del progreso. Los europeos, autoproclamados "funcionarios de la humanidad " (sic Husserl), acostaron a la humanidad, a la razón y al bien en el lecho de Procusto de lo que Europa entendía por razón y bondad. Así se justificaron la conquista española de América y los sucesivos imperios, incluido el contemporáneo del capital

Esa ha sido su aporía: descubrir la universalidad y practicar el colonialismo. Las primeras voces contra esa contradicción se oyeron en Santo Domingo. Uno de los oyentes de aquellas pláticas de Montesinos, encomendero a la sazón, sería un madrugador europeo consecuente, pues se le ocurrió afirmar que no habría universalidad si no había lugar para el diferente. Era Bartolomé de Las Casas. El europeo de verdad sería no quien quisiera hacer a todos igual que él, sino quien fuera capaz de saltar sobre su sombra y reconocer al otro; más aún, a lo otro de uno mismo, para dar a entender la total parcialidad de nuestros conceptos positivos de bien, razón, justicia o lo que sea. Europa sería la encrucijada de razas, de guisos, de risas y llantos. Como lo sería Aravaca si los dominicanos no vivieran asustados.

La construcción política de Europa que tenemos entre manos no escapa al dilema tradicional. Si el objetivo es crear un pelotón de cabeza (cabeza viene de caput, y Europa era para los antiguos el cabo o avanzadilla de la pobre Asia) y si para ello -para reducir la inflación, aminorar la deuda pública y multiplicar la productividad- hay que cerrar a cal y canto las puertas a todo aquel que se suponga una amenaza al bienestar interior, pues estaríamos ante una nueva versión del particularismo de la universalidad, que es la, negación de Europa. Si ésa fuera la Europa que queremos construir, eso sería la negación del sueño europeo.

No se trata de convertir alocadamente a Europa en una cañada sin regla alguna de tráfico; no se puede tratar de eso, pues tal anarquía privaría a los demás de la ayuda y de la razón de Europa. De lo que se trata, por el contrario, es de cómo articular la universalidad del sueño europeo y la particularidad de sus intereses. Si se desentiende del otro, reducirá todo su capital histórico, su tradición universalista, al interés de la isla que cobija a los Doce. Ése es el lado feo europeo, la recaída en la hodierna tentación provinciana, otrora imperialista, de Europa. Pero ése no es el único camino; también cabe pensar que el contenido material de su tradición, sus riquezas e intereses -es decir, aquello que representa Maastricht- es una aportación a la universalidad del sueño europeo. El problema es de enfoque o de lógica, habida cuenta de esas dos almas con que nació Europa: cabo del mundo pobre u ombligo del mundo rico. La Europa egocéntrica, es xenófoba. El rumbo de Europa es el de la apertura; todo lo demás es negociable.

No serán, por supuesto, consideraciones filosóficas las que cambien el curso de la política. Pero sí pueden obligarle a medir mejor las palabras. Y si hablamos del proyecto europeo o del futuro de Europa a propósito de la unión económica y política europea, hay que recordar la herida que tiene abierta con su identidad, que no se cierra volviendo la espalda al Sur y al Este. ¿Somos conscientes de esa herida, de esa contradicción que acompaña a la identidad europea?

El discurso europeo no consiste, pues, sólo en ganar voluntades para Maastricht, sino también en negar su exclusividad. Habría que educar a la gente en que ser europeo es no serlo, porque habría que ser lo otro de Europa. De esa Europa, si uno escucha su tradición más antigua, forman también parte los dominicanos, los magrebíes y los judíos.

es director del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_