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El fracaso es el éxito

Juan Cruz

Cada vez que obtenía un éxito teatral, Miguel Mihura acudía a la cita diaria con su tertulia del Café Gijón cojeando de una pierna. "Así me perdonan que haya triunfado". Una enfermedad grave, una dolencia irreversible, arrancaban siempre de los otros, según el dramaturgo, la compasión ante el éxito. El había hecho fortuna en la profesión, pero la felicidad le iba a durar poco. Convenía perdonarle el triunfo.Mihura era sabio. Conocía el carácter cainita -aquí incluso Abel es peor que Caín- de la sociedad y usaba esa estratagema para neutralizarlo. Un filósofo español, Emilio Lledó, igual de sabio que Mihura, decía en sus clases legendarias de finales de los años sesenta que dentro de todo sí hay un pequeño no y que dentro de todo no hay un pequeño sí. Era su manera de definir -y de convocar- la tolerancia en una época en que ésta estaba abolida por decreto; pero él no pudo prever que a lo largo de los años aquella proposición filosófica tan bienaventurada sufriera también los embates del cainismo. Ahora resulta muy dificil encontrar dentro de todo no las réplicas insinuadas de un pequeñito sí. El no y el sí se han vuelto igual de rotundos, como piedras irrompibles, como manantiales cerrados.

Aquí es sí o es no; y si lo que se espera es sí, o no, que luego resulte lo contrario de una cosa o de otra siempre provoca la sospecha. ¿Ha sido sí, es decir, ha triunfado el que pensábamos que iba a obtener un no? Pues algún gato debe estar encerrado ahí dentro. ¿Se ha producido, por el contrario, la otra situación y aquel al que habíamos puesto en el lado del sí se ha llevado un no? Pues también debe haber gato encerrado.

A Mihura le bastaba con cojear para hacerse perdonar el éxito. Llevaba el sí y el no en el mismo cuerpo, y paseaba con ambos para guardarse las espaldas del triunfo y del fracaso con monedas equivalentes. Cuando murió lo hizo silenciosamente, como si tampoco le quisiera dar satisfacción a los que esperaban esa solución final para perdonarle definitivamente el triunfo. Él, instituyó aquella figuración pública de su confrontación con la victoria profesional, pero su ejemplo individual podría trasladarse a otros hechos colectivos producidos en este país en fecha reciente.

Tomemos, por poner un caso, lo que ha ocurrido con la Exposición Universal de Sevilla. Cuando se propuso, las alegorías, que circularon en su tomo parecían siempre convocadas por el ansia de que resultara un fracaso. Eso no puede funcionar. No lo pensaban sólo los críticos profesionales, aquellos que siempre fruncen el ceño ante el porvenir ajeno, como si simularan compadecer al perdedor con la constancia acerca de la negrura de su futuro. Lo dijeron también aquellos a los que se suponía interés en el, triunfo de esta aventura. Chistes, majaderías y otros lugares comunes sobre el, proyecto de la muestra ponían dentro del tímido sí que parecía deseable, para bien, se supone, de este país, el no más rotundo posible. Había bases bien firmes, según los agoreros, para estimar que aquel iba a ser un espectáculo destinado a la ruina y al olvido. En primer lugar, se hacía en el sur, en Andalucía, donde la leyenda sitúa la improvisación y la ineficacia. Además, lo hacían españoles que añadían a su condición de tales el tinte de la inexperiencia.

Si los kilos de papel en los que se incluyó esa profecía del fracaso se hubieran guardado en una de las cápsulas de tiempo a las que somos tan aficionados los humanos, hubiéramos tenido hoy una buena ocasión para el sonrojo. Por una parte, se dijo que no vendría nadie a la Exposición Universal de Sevilla, se divulgó por todas partes la especie de que el calor existente en la Andalucía de agosto iba a cercenar todas las previsiones de asistencia de público, y se estimó, como para que el no se fuera curando en salud, que la deuda que iba a contraer el Estado como consecuencia de estos fastos sevillanos iban a llevarnos a todos a la bancarrota.

Al final, a la Expo vinieron más de cuarenta millones de personas de todo el mundo, no hubo más incidentes que los que ya se encargaron de subrayar los chistes, y Sevilla -y Andalucía- salió del acontecimiento con los pies más firmes que cuando la muestra no era ni siquiera una nebulosa al otro lado de la calle del Torneo. A lo mejor no fue como el triunfo impoluto de otros hechos ocurridos en otras latitudes, pero no salió mal del todo, o al menos eso es lo que se alcanza a ver. Pero como dentro de este sí que parece haber sido la Exposición Universal de Sevilla se quieren ver aún noes mayores escucharemos en los próximos meses balances de los que siempre dicen haberlo advertido todo, que son una verdadera legión en España. Parece que hubieran querido una Expo coja para perdonarle la victoria, aunque mínima; un descarrilamiento, otro incendio, una humareda tan grave como la que destruyó un día de febrero de este año el Pabellón de los Descubrimientos, hubieran bastado para que se saciara ese sentimiento de solidaridad falsa, de lástima, que espera el español para sentirse completamente hispano.

No pasó nada de esto; la sonrisa conmiserativa con la que se acogió el estancamiento de visitantes que hubo en julio fue desapareciendo poco a poco, y cuando el éxito incuestionable de los Juegos Olímpicos resultaba un recuerdo brillante en los almanaques, la Exposición Universal recuperó el pulso y acabó como todos hemos visto. Probablemente estamos demasiado dentro de la teoría del sí en estas consideraciones posteriores a. la celebración de la muestra, pero quizá conviene recordar ahora el enorme tamaño del no con que empezó a caminar esta aventura que, es bueno recordarlo, se ha hecho en un lugar del sur de Europa que se llama Andalucía. Hoy los que hacían burla de esta capacidad del sur para terminar un proyecto -los que esperan del fracaso ajeno su propia sensación de éxito- tendrán que buscar su cápsula del tiempo para borrar los juicios que en estos momentos tendrían que producirles sonrojo.

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