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Sin cambios en un tiempo de mudanzas

Después de haber levantado alguna inquietud entre los allegados y sorprendentemente poca expectación en la calle, el presidente ha resuelto el enigma que él mismo había construido: tal como se esperaba, está dispuesto a aceptar por sexta vez la candidatura del partido a la presidencia del Gobierno. Felipe González va a esforzarse en que las cosas continúen como están -la modernización de España precisaría otros 10 años de lo mismo- si a su vez el partido le garantiza que podrá seguir gobernando como hasta ahora, sin mediación ni control de nadie, pero contando con un apoyo incondicional en todas las decisiones que, en un mundo de cambios tan enormes como repentinos, le vaya dictando la conciencia.Pero no es de las consecuencias para la vida pública española de una decisión tomada desde la perspectiva conservadora de que lo más peligroso son siempre los cambios, ni tampoco sobre los motivos o la fortaleza, a un año de las elecciones, de un acuerdo, que posiblemente no supere la calidad de una tregua, de lo que en esta ocasión quiero hablar, sino de algo que podría reputarse de nimio, pero que espero resulte instructivo, aunque sólo fuese porque ha pasado inadvertido: me refiero a los supuestos que han acompañado a la decisión.

Una observación previa: el que a nadie haya cogido de sorpresa no significa que estos meses de incertidumbre hayan sido inútiles, o que cabría diluirlos en una simple argucia del poder para distraer la atención de temas más incisivos. Objetivamente existen razones de peso para que muchos hubieran acertado en el pronóstico, pero de ello no se deduce que el presidente, dejando al margen muy respetables consideraciones personales, no haya considerado muy en serio la posibilidad de no presentarse, aunque sólo fuera porque la incertidumbre en este punto, al subrayar el peso que realmente tiene como locomotora electoral, le permite poner las condiciones que estime pertinentes.

Lo que llama la atención -y en ello quiero centrar estas reflexiones- es que, al resolver el enigma de la manera esperada, se haya sentido obligado, por un lado, a enfatizar que él no se presenta candidato, sino que le proponen; y, por otro, que si acepta la designación, el partido tendrá a su vez que comprender que únicamente podrá encabezar una política que esté de acuerdo con su conciencia. Dos aseveraciones que, a poco que se sopesen, producirán cierta extrañeza, no tanto porque la una se incruste y la otra no encaje en la cultura política de PSOE actual, sino porque ambas han de inquietar al que en la España de hoy haya conseguido mantener una cierta sensibilidad democrática. Me explico.

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En un modelo democrático ideal, no cabe la menor duda sobre el derecho de cualquier afiliado a presentar su candidatura para el cargo que estime conveniente, sin que la iniciativa propia pueda reputarse de arrogancia imperdonable; al contrario, presentarse motu propio constituye el primer paso para tratar de conseguir el correspondiente apoyo. En una organización democrática, nadie designa a nadie, sino que los que lo estiman oportuno se ofrecen para defender una política de la que se hallan convencidos. El candidato sabe qué política representa y busca un consenso mayoritario en torno a esta política.

En cambio, la idea de que el candidato no debe proponerse a sí mismo, sino que es el partido quien lo designa, encaja más bien en una concepción que no se siente a gusto con el pluralismo y la lucha competitiva en el interior de sus filas, sino que apuesta por la sacrosanta unidad sin fisuras, en nombre de la cual aplaude mayorías inamovibles, monolitismo, en fin, que no está muy alejado del centralismo democrático.

En el modelo democrático de partido, los candidatos se autoproclaman y luchan por conseguir, en virtud de la política que proponen, el apoyo necesario; en el modelo totalitario, es la organización la que, atendiendo a los méritos de cada uno, confecciona listas únicas para los distintos gremios, que luego congresos, que se caracterizan por la unidad de criterio y cohesión en el voto, ratifican con votaciones del ciento por ciento.

Ahora bien, en el modelo democrático, no sólo los candidatos deciden por ellos mismos cuando consideran oportuno continuar o saltar a la palestra, sino que, además, para cada puesto compiten más de uno. Es doctrina admitida que una elección, para poder ser considerada democrática, tiene que presentar una opción clara entre distintos candidatos. Se rechazan como no democráticos los regímenes en los que el electorado únicamente puede votar una lista o un candidato, aunque luego consigan el 90% de los sufragios, pero, en el interior de los partidos, a nadie se le cae la cara de vergüenza al ser elegido en listas únicas, en apariencia votadas con el ciento por ciento de los votos.

En democracia, a cualquier puesto, en cualquier circunstancia, deben competir por lo menos dos candidatos. En cambio, dentro de la cultura política de las candidaturas únicas en listas únicas y de las votaciones del ciento por ciento, al candidato líder lo designa el partido, constituido por la unidad irrompible de sus seguidores, que le ruega enfervorizadamente acepte su designación, ya que, ungido por la gracia y la sabiduría, es el único digno del cargo.

Obsérvese que únicamente en una estructura caudillista puede hablarse de designación, mientras que en una democrática lo que priva es la autoproclamación. En las organizaciones no democráticas desaparece la diferencia entre proclamarse candidato y ser elegido, sumergida en la de designados, que luego serán ratificados -que no elegidos, al no haber dónde elegir- por los órganos competentes.

Las mayorías democráticas se distinguen porque se hacen y se deshacen según los temas y los momentos, mientras que las burocráticas permanecen siempre las mismas. Consustancial con el modelo burocrático es tanto la permanencia inalterable de la mayoría como la del líder, hasta el punto de que forman un entramado de dependencias mutuas que terminan constituyendo una simbiosis. Mientras que la democracia vive de transformar, transformándose, las estructuras burocráticas son poco propicias a los cambios, predispuestas a mantener a cada cual en el puesto que ocupa, siempre y cuando cumpla con las normas burocráticas de subordinación al mando.

De ahí que lo fundamental en una estructura burocrática sea la sumisión al grupo, apara-

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Sin cambios en un tiempo de mudanzas

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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