El presidente Clinton
BILL CLINTON es virtualmente el nuevo presidente de los Estados Unidos. A falta de los resultados definitivos su victoria es lo bastante amplia para constituir un mandato de renovación. El próximo 20 de enero se instalará en la Casa Blanca por cuatro años como mínimo, un periodo de tiempo en el que tendrán que despejarse las dudas sobre el liderazgo mundial con el que ha finalizado el mandato de George Bush.Es cierto que en una elección presidencial de Estados Unidos resulta difícil distinguir claramente entre los programas de unos y otros candidatos, porque acaban pareciéndose extraordinariamente. En estas circunstancias, podrá afirmarse que Clinton, lejos de aplicar una política socialdemócrata, acabará moviéndose hacia el centro. Pero existen cuatro o cinco cosas en las que su ideología demócrata, liberal, será decisiva e invariable. En primer lugar, la renovación de los jueces del Tribunal Supremo, un área en la que el nuevo presidente intentará contrarrestar los nombramientos conservadores de la época de Reagan y de Bush. Segundo, en materia de educación y sanidad permitirá menos libertad a las decisiones individuales e incrementará la intervención estatal. Tercero, incrementará la presión fiscal de manera generalizada y pretenderá algo optimistamente reducir el déficit público a la mitad en cinco años. Empieza con suerte: la economía da señales de recuperación.
En política internacional, es de esperar que resulte un presidente ligeramente más aislacionista, más tentado de propiciar la independencia estratégica de Europa, lo que no quiere decir que se proponga abandonar al resto del mundo a su suerte. Sí será un aliado menos complaciente que su predecesor en materia de comercio internacional (léase proteccionismo y las negociaciones GATT), lo que no es mucho decir.
Al final resultará, sin duda, un líder menos experimentado que Bush en cuestiones internacionales, pero también más honrado (¿menos mentiras en cuestiones como el Irán-Contra?), menos pragmático a la hora de identificar la mejor manera de proteger los intereses de Estados Unidos (¿menor contemporiza ción con dictadores como Sadam Husein?) y no necesariamente más ignorante si es capaz de rodearse de asesores como el senador Sam Nunn. Es bueno saber que contará con el consejo y colaboración de un vicepresidente, como Al Gore, abierto a las nuevas preocupaciones por un mundo más vivible y más protegido, y de utilizar el apoyo de un Congreso en el que tiene la mayoría. En terrenos menos programáticos todo parece indicar que en la elección de Clinton ha, sido básica la opinión de sus compatriotas sobre su personalidad y sobre la de George Bush. Es evidente que los norteamericanos se han inclinado mayoritariamente por la más agresiva y decidida. La juventud de Clinton no ha sido en este caso necesariamente preferida por sí misma a la madurez de Bush. Lo ha sido sólo en tanto que indicativa de una personalidad más fuerte, menos sujeta a vaivenes de carácter. Y así, en la derrota de Bush ha sido determinante su repentina falta de agresividad, de convicción y de liderazgo. No se comprende de otro modo que el presidente enormemente popular de hace un año y medio (terminada la Operación Tormenta del Desierto) se convirtiera en el estrepitoso perdedor de ayer. En este sentido, puede afirmarse que Bush ha hecho tanto por perder la elección como Clinton por ganaría.
En las alocuciones finales de la campaña, mientras Clinton aconsejaba a los votantes que se inclinaran por "una nueva América", Bush les pedía que le dejaran "ampliar el sueño americano". Es evidente que sus compatriotas se han preguntado por qué el presidente saliente había esperado hasta ahora para hacerlo. La época de George Bush, una década que comenzó con un mediocre actor californiano pero soberbio comunicador (Ronald Reagan) en la Casa Blanca, ha pasado. Es el tumo de Bill Clinton.
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