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Diez años de centrismo

Cuando, en 1979, el PSOE perdió por segunda vez frente a UCD, lo vio claro: la democracia española iba a pivotar por mucho tiempo en el espacio Político del centro. No de la derecha, contaminada de franquismo quién sabe hasta cuándo. No de la izquierda tampoco.En este contexto debe inscribirse la dimisión de González en el 280 Congreso, unos meses después. Quería las manos libres para hacer lo que UCD sería incapaz de hacer: determinadas reformas económicas modernizadoras (liberalización del sistema económico, ampliación de algunas prestaciones sociales, expansión del sistema impositivo) y determinadas reformas políticas (Estado de las autonomías). Asimismo, quería manos libres para hacer eso de una forma light, con exquisito cuidado de no transformar estructuras, es decir, sin ningún tipo de atadura ideológica de izquierda. Para ello, el fracaso de la política económica expansiva del primer Gobierno de Mitterrand le prestó una excelente coartada.

El objetivo del PSOE era doble: primero, consolidarse como partido; segundo, durar en el poder. Sólo en último lugar un cambio real, que ha quedado en buena parte inédito.

El primer objetivo era lógico dada la debilidad con la que el PSOE entró en la transición. El modelo fue (ha sido) hacerse partido desde el poder. Eso explica su obsesión por ocupar todos los órganos del Estado y de la Administración, y por enterrar a Montesquieu.

El segundo objetivo -durar por encima de todo- ha condicionado la política del Gobierno de González en estos 10 años. Ha conducido a lo que podríamos llamar estrategia de la equidistancia, alejada de desviaciones peligrosas a uno u otro lado. Algo perfectamente compatible con algunas indispensables dosis de demagogia guerrista.

Esta posición centrista de siempre del Gobierno socialista, escorada a la derecha en política económica, le ha permitido un amplio y cómodo margen de acción, en la medida en que por su derecha y su izquierda PP e IU se han empeñado en calificar al PSOE de izquierdista o de derechista, sin matices, y, al tiempo, planteando supuestas alternativas también sin matices, y no percibidas como creíbles.

Lo cierto es que la política de los sucesivos gobiernos de González ha ido realizando un cierto reformismo, con elementos populistas de indudable efecto como la ampliación de beneficiarios de las pensiones, de la asistencia sanitaria y de la educación, y un esfuerzo en infraestructuras. A pesar de ello, aún estamos lejos de la media europea y no se han solucionado los problemas de fondo de nuestra economía. Lo anterior ha sido posible sin atacar a fondo el fraude fiscal, enfrentado a los sindicatos y aplicando recetas monetaristas, porque en la segunda mitad de los ochenta el crecimiento rápido de la economía, la entrada en la CE y en el SME y los altos tipos de interés otorgaron a España una mayor credibilidad inversora.

Ha habido un precio para esa política, que seguramente se ha empezado ya a pagar.

Un precio con diversos componentes. Uno de ellos, la degradación del sector industrial, del tejido productivo, de la empresa pública, olímpicamente despreciados en los ochenta, en beneficio de una inversión privada que nunca se produjo porque los altos tipos de interés actuaron disuasoriamente.

Se ha pagado también un precio social expresado en las pavorosas cifras de paro y de precariedad en el empleo, que se ha hecho estructural.

Y se ha pagado, sobre todo, un altísimo precio político: una cierta izquierda ha hecho casi olvidar la vieja cultura de la izquierda: la solidaridad, la igualdad, la radicalidad en la búsqueda de las libertades, la ética civil.

Los gobiernos de González no han respondido a lo que, la izquierda reclama como valores propios. Su política no ha sido ésa, y ha dejado en ese flanco un. hueco que, para su suerte, aún no ha sido llenado.

La decisión sobre la permanencia en la OTAN, el conflicto constante de la sempiterna política de ajuste con unos sindicatos tan poco demagogos como los españoles, la inconstitucional y liberticida ley Corcuera, el mal trato a los inmigrantes, la actitud increíblemente discriminatoria hacia los militares de la República, la absoluta incapacidad para una reforma profunda de la Administración, los continuos casos de prácticas de corrupción, son algunos ejemplos llamativos que inducen a concluir que los 10 últimos años han sido de no izquierda.

España, es cierto, ha podido convivir con esa política, ratificada cada vez más apretadamente en las urnas; pero la responsabilidad de arrasar la cultura y la ética de la izquierda es inmensa, y eso es algo que se empieza a ver con fuerza cuando llegan las vacas flacas, o sea, ahora.

En efecto, resulta muy difícil pensar en que el Gobierno, cuando más prioritario y urgente es desarrollar una política que haga compatibles la contención del crecimiento del déficit, la redistribución del ingreso social, el mantenimiento del empleo y las prestaciones sociales, y la lucha a muerte contra el fraude, con la recuperación de la competitividad y productividad de la economía y la superación de las contradicciones profundas de la economía española, es difícil pensar, decimos, que el Gobierno pueda arrostrar la crisis sólo con su conocida política monetaria y las ayudas de los fondos europeos, como hasta ahora se ha permitido el lujo de hacer. Es difícil también que eso pueda seguir haciéndolo sin buscar el apoyo natural de las fuerzas sociales en que históricamente se ha basado el socialismo europeo.

Es necesario algo más: un giro hacia la izquierda sociológica, que ha sido duramente desorientada en un periodo que, como es lógico, ha tenido de todo.

El agotamiento de la política económica es seguramente el de un modelo de sistema político vagamente centrista, que exige hoy una definición mucho más acusada. Una política más orientada hacia lo que la izquierda representa es, a nuestro juicio, un objetivo estratégico de los críticos años que nos esperan.

Pero para ello es ya claramente insuficiente el bagaje que puede presentar este Gobierno y el partido que lo sustenta, cuya propuesta de 15 años más de lo mismo tiene unos ribetes de sadismo que no creemos merecer.

El artículo está suscrito por Fernando Galindo, José Antonio Gimbernat, Faustino Lastra, Diego López Garrido, Juan José Rodriguez Ugarte, Jaime Sartorius y Juan Manuel Velasco.

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