Trabzon ovaciona al Atlético de Madrid
ENVIADO ESPECIAL El mecanismo de acción y reacción que tanto temía Luis Aragonés no funcionó. Turgut estuvo en un tris de ponerlo en marcha a los 30 segundos, pero no lo consiguió. El gol, ese impacto tempranero que podría haber galvanizado la aguerrida maquinaria conjunta del Trabzonspor y sus aficionados, no se produjo entonces. Tampoco poco después porque Abel respondió con eficacia al interrogante que le planteó Hami. A partir de ese instante, la contestación general del Atlético, fue acentuándose. Su superior técnica marcó la pauta y mantuvo encogido a su rival y enmudecido a su público. Especialmente, desde que Futre, que acabó siendo ovacionado, ejecutó a Grishko cumpliendo la sentencia del más poderoso.
El planteamiento de Luis fue eficaz. Se trataba de controlar el ritmo del encuentro, de dominar la pelota, de no permitir que el equipo turco se envalentonase ante el más mínimo atisbo de debilidad del español. Las líneas rojiblancas estaban seriamente definidas. López y Solozábal, siempre atentos a Orhan y Hami, que en vano permutaban sus posiciones. Entre ellos, al quite, Donato. Aguilera y Tomás, atrasándose lo suficiente para echarles una mano o adelantándose para apoyar a Schuster y Vizcaíno en los enlaces con Manolo y Moya. Futre, más arriba, de caza.
Firme el Atlético, las posibilidades del Trabzonspor se difuminaron de modo acelerado. Entre otras razones, porque Unal, ese centrocampista de toque exquisito que tenía encandilado a Luis, no se halla en forma después de su grave lesión de rodilla. Tampoco Turgut, doblado por Czyio, y Abdullah, por Seyhmuz, profundizaban. La evidencia de su inferioridad ponía plomo en sus pies y niebla en sus cabezas.
Así, sólo era cuestión de tiempo que el Atlético cobrase una buena pieza. Un sorpresivo cabezazo de Moya, propiciado por un clamoroso fallo de Hamdi, fue la aproximación. El pleno lo selló Futre. El portugués no perdonó en su primera gran ocasión y las gargantas turcas se ahogaron. Luego, ya en el segundo periodo, incluso fue capaz de hacer brotar la deportividad en los graderíos, que, rendidos, batieron palmas por su gol dado a Moya.
La alternativa del habilidoso, pero marrullero, Soner no surtió efectos positivos en el Trabzonspor, aunque Hami, cierto, saludó a un poste y Donato hubo de improvisar una tijereta salvadora. En realidad, con el adversario abierto a la desesperada, el Atlético podría haber ensanchado su- ventaja. Si no lo hizo fue porque, por señalar, Moya no anduvo fino. Pero daba igual. La victoria rojiblanca y, con ella, la eliminatoria estaban firmadas y rubricadas. El presunto infierno de Trabzon había concluido tornándose un cielo para el Atlético, que se retiró del césped al compás de los aplausos.
"No me toquen los jarrones"
M. N. "No me toquen los jarrones, no me los toquen", debió de mascullar para sus adentros Jesús Gil, el presidente del Atlético. Pero los agentes de la aduana turca se los tocaron. Su celo se extrema no sólo con las drogas, sino también con las antigüedades y las obras de arte: "No hay que consentir que el país sea expoliado". Las cajas eran demasiado grandes y su contenido -iconos, ánforas, pipas semejantes a las usadas para fumar opio y otros objetos de cobre- parecía demasiado valioso. Ninguno de los funcionarios que acudían como moscas al panel era un experto en la materia. Sin embargo, todos estaban de acuerdo: "No, señor; no vuelan".
... Y, en efecto, no iban a volar. Pero, tenaz, el cónsul español no bajó la guardia y siguió presionando. Su destemplado argumento de que aquello era una vergüenza y trascendería terminó echando el freno y poniendo la marcha atrás al charter del club madrileño cuando ya se disponía a enfilar la pista de despegue. La mismísima directora del museo local fue requerida para dar un vistazo. Finalmente, tres jarrones quedaron retenidos a la espera de ser examinados a fondo. Todo lo demás pudo embarcarse. "Más vale tarde [se había perdido casi una hora] que nunca", debieron de pensar incluso los controladores, ansiosos por despedir al último avión y cerrar el aeropuerto.
Las presuntas reliquias no se antojaban tales. Tampoco se trataba de joyas robadas. Gil se había gastado, según confesó, unas 700.000 pesetas en ellas en una tienda especial para turistas de bolsillo alegre que le había recomendado el propio alcalde de la ciudad. Pero le trajeron, sí, por la calle de la amargura. No en vano hasta su traslado inicial fue complicado. En vez de ser depositadas en el autocar del equipo, aparcado junto al estadio, fueron dejadas en consigna en una comisaría cercana y, al cabo, los empleados de Gil tuvieron que llevárselas en el primer vehículo a mano: una... ambulancia.
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