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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Elogio de un premio

AL ANUNCIAR, la semana pasada, la concesión del Premio Nobel de la Paz a la guatemalteca Rigoberta Menchú, el presidente del comité aseguraba que una de las razones para el otorgamiento del galardón había sido que, "en su labor política y social, nunca ha olvidado que el objetivo es la lucha por la paz".Rigoberta Menchú, una figura marcada por la tragedia y la persecución, es, sin dudarlo, acreedora, de tal galardón por un doble motivo: porque su empecinamiento en la reivindicación de la dignidad de su pueblo es la constante de su vida, por más que se apliquen los estamentos gubernamentales y militares de Guatemala en denostarla, y porque es premiada precisamente en el año en que se conmemora el V Centenario del Descubrimiento, una efeméride en la que las sombras sobre el proceso colonizador no deben empañar las luces del hecho histórico, político, social y económico que conmocionó la tierra.

La labor de la premio Nobel de la Paz en favor de los indígenas guatemaltecos, los más profundamente desheredados del continente americano, ha sido ingente pese a su juventud. Rigoberta Menchú es, por el momento, la última luchadora por la dignidad y la paz de su pueblo en una guerra desigual que dura ya 30 años y que ha causado más de 120.000 muertos, entre ellos su madre, uno de sus hermanos y su padre, que resultó abrasado en el asalto del Ejército de Guatemala a la embajada de España en 1980.

El galardón permite reflexionar sobre varios factores que con frecuencia quedan relegados en la manipulación de la historia: es cierto que los españoles, como ha ocurrido en todo imperio emergente y con ansias de consolidación, fueron responsables de desmanes y tropelías. Sin duda. Pero es igualmente verdadero que las barbaridades no desaparecieron tras los procesos independentistas del siglo XIX. Es más, con frecuencia se multiplicaron en crueldad y extensión cuando la dirigieron, controlaron y ejecutaron no los colonizadores originarios, sino las nuevas clases dirigentes y muy especialmente los ejércitos nacionales. Negar esta evidencia es inútil y mixtificador.

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Las feroces guerras continentales, las campañas de exterminio de las poblaciones indígenas, el arrinconamiento social, cultural, político y económico al que secularmente son arrojadas dichas etnias, tienen muy poco que ver con la herencia española y mucho con el afán de dominio absoluto del poder y su secuela de corrupciones. Nombres como los escuadrones de la muerte brasileños, los de El Salvador, el Movimiento Anticomunista Nacional Organizado de Guatemala y los mesiánicos senderistas luminosos han dejado empequeñecida la leyenda negra de los españoles.

La lucha de Rigoberta Menchú en la reivindicación de su pueblo, ciertamente aherrojado desde hace siglos, nada tiene que ver con los colonizadores españoles, sino con los militares guatemaltecos responsables hoy de la tragedia de su país. Y así la galardonada es, en palabras del Comité Nobel, "el vivo símbolo de la paz y la reconciliación por encima de las fronteras étnico-culturales y sociales de su país, de Latinoamérica y del mundo".

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