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Los asomadizos

Es muy posible que los asomadizos hayan existido desde el principio de los tiempos, y yo recuerdo vagamente haberlos visto en esas pinturas célebres, digamos de un Tiziano o un Memling, donde al fondo de una adoración de los Magos, de una presentación de María en el templo o de una reunión oficial de síndicos textiles aparece asomada como de rondón una cara burlona, atónita o medrosa, que mira o vigila desde la lejanía de la extrañeza y del anonimato y que parece haberse deslizado traviesamente en el cuadro aprovechando una distracción del pintor. A los descendientes de esos intrusos clásicos volvemos a encontrarlos siglos después en las fotografías familiares que hicimos frente a una catedral o a un paisaje de marca, cuando, al revelarlas, descubrimos que allí, en una esquina, con expresión pícara o seráfica, se nos ha entrometido, no sabemos cómo, el averiguador de turno. Qué hace allí, qué secreto quiere penetrar tan obstinadamente su mirada, es un misterio. Quizá sólo aspira a asomarse, sin más, por pura expectación, con ese infinito asombro con que miran los perros lo que no aciertan a entender, y que es como debían de observar los criados por las ventanas del salón del castillo donde bailaba aquella otra gran asomadiza que fue Emma Bovary.A uno, estos maestros menores del atisbo le parecen unas figuras demasiado enigmáticas y. elocuentes para pensar que pudieran estar emparentadas de cerca con los duendes que propician los errores tipográficos o los actos fallidos, y ni siquiera con el mero fisgón que hace aspavientos desde los córneres o pide permiso en la radio para saludar a los suyos, y menos aún con los refinamientos y sigilos profesionales del voyeur. Y aún menos, por descontado, con la variedad grosera de esos falsos asomadizos, o más bien de esos impostores, que no están allí por casualidad (y la historia se encarga después de demostrarlo), y a los que no les interesa tanto mirar como dejarse ver, mientras esperan en el limbo su momento de gloria. Como actores secundarios que van cobrando importancia a lo largo del drama, los vemos avanzar en escena hasta lograr alzarse inesperadamente con el protagonismo. Pinochet fue asomadizo de Allende; Franco, de Azaña, y Stalin, de Lenin, los cuales, a su vez, generan a sus espaldas otros pesquisidores, y así sucesivamente, de modo que, si pudiéramos seguir sus trayectorias en una exposición fotográfica lineal, tendríamos la impresión de un oleaje de figuras que se persiguen y se dan alcance desde un fondo difuminado hasta un primer plano que también se esfuma tras un instante de extrema nitidez. Mirando las fotografías de grupo de Felipe González, uno se pregunta si entre sus asomadizos estará ya su sucesor, y si será tan imperceptible como Adolfo Suárez lo fue de Arias Navarro. Pero no: el verdadero asomadizo es el que aparece en las pinturas clásicas, el que alcanza rango de protagonista en la novela del siglo XIX y al que de vez en cuando vemos en las instantáneas de los periódicos escrutando desde la penumbra, como sí intentase descifrar una inscripción borrosa, y como sin dar crédito, a algún mandatario o cantante de fama. En las primeras páginas de La rebelión de las masas, Ortega los detecta, convertidos ya en muchedumbre, no acechando, sino irrumpiendo abiertamente en las taquillas de los teatros, en los andenes del ferrocarril y en los cuartos de los hoteles. Pero eso pertenece a la sociología, y hay algo en ellos que, a pesar de todo, permanece intacto: el extrañamiento ante algo que, siendo en principio familiar, resulta no obstante incomprensible.

Hace poco, hojeando periódicos y revistas ilustradas de los años sesenta, en las fotografías de las celebridades, ocupando un fondo más o menos difuso, tuve ocasión de ver a muchas de esas figuras anónimas que, por contraste con el relumbrón y resonancia de los primeros planos o acaso sólo por el hecho de estar ahí, asomadas a la noticia, pero desvinculadas en apariencia de cualquier otra significación explícita, me parecieron de pronto más emblemáticas de una época que la propia celebridad. Diríase que el tiempo, que tanto gusta de trastocar las jerarquías, había convertido a esos indagadores innominados en los verdaderos protagonistas de sucesos en los que ellos estaban apenas llamados a ser un coro sobreentendido y silencioso. Porque a muchos de los personajes de entonces ya no los recordamos, o los recordamos con piedad, con ira o con desdén, pero los otros, los intrusos, parecen haber estado ahí desde siempre, y en sus ojos sigue viva la misma aterrada fascinación con que los bienaventurados recibían en otro tiempo las apariciones celestiales, sólo que ahora el prodigio quizá no sea otro que la visión terrenal, y no menos divina, del poder y la gloria.

Uno, que se asomó de niño a Franco y a Eisenhower con el mismo estupor indefenso con que después se enamoró y escribió su primer e inconsolable poema de amor, siente una especie de vértigo ante la lucidez insomne de esas miradas que parecen vislumbrar algo que está más allá del personaje o del suceso. ¿Qué habrán visto, qué habremos visto, para entregarnos tan incondicionalmente a la perplejidad?

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De aquella época, unos nos han legado su brillo o su impudor; ellos, su mero asombro: esa impagable clarividencia por la que hoy sospechamos que acaso a donde se asomaba el asomadizo en realidad era a la propia historia.

Luis Landero es escritor.

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