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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Algo más que nada, pero muy poco más

LA CUMBRE de Birmingham no ha supuesto un avance en el proceso de construcción europea. Fue convocada en momentos de gran pesimismo sobre el futuro de la Unión Europea diseñada en Maastricht, provocados por la tormenta monetaria que rompió los equilibrios del Sistema Monetario Europeo (SME) y el renovado empuje del euroescepticismo a raíz del referéndum francés. La reunión debía dar respuestas sólidas, aunque no fueran detalladas, a esas cuestiones, y su sola convocatoria levantó algunas expectativas, bien que modestas, en este sentido.La respuesta ha sido puramente escenográfica. Es cierto que reunir a los Doce y recuperar el diálogo tras los graves enfrentamientos recientes (notoriamente entre británicos y alemanes, pero no sólo entre ellos, a propósito del litigio monetario) es ya algo. Algo más que nada, pero muy poco más. La vaguedad del texto de la declaración final, la inexistencia de orientaciones sobre la recomposición del SME y la ausencia de compromisos sobre los asuntos más polémicos del tratado y su desarrollo (la subsidiariedad; el paquete Delors II, que concreta la cohesión; la fórmula para reinsertar a Dinamarca) indican que esta cumbre ha sido un fiel reflejo de la falta de liderazgo y de la consiguiente parálisis política en que se desenvuelve la Comunidad Europea (CE).

Birmingham, pues, no ha supuesto avances. Si acaso, su dato más positivo es que ha evitado los retrocesos: parálisis, sí, pero no colapso. Tan magro resultado no es insólito en este tipo de reuniones, por lo que no es hora de dramatismos, sino de preocupación. Los Gobiernos han reiterado su voluntad de proseguir el proceso emprendido en Maastricht, y de proseguirlo a doce, sin establecer de entrada distintas velocidades. Y han hecho en su declaración final un guiño retórico sobre la subsidiariedad, para consumo sobre todo de británicos y daneses, con objeto de suavizar sus tensiones internas y facilitarles así el endoso del tratado: la declaración resalta que la construcción de la unión debe hacerse con mayor proximidad a los ciudadanos, sin más concreciones de las que ya figuran en el tratado.

La escasa cosecha habrá servido en el mejor de los

casos para restablecer la comunicación entre los distintos socios, como ha querido destacar Felipe González. Pero resulta insuficiente si se pretendía concitar un nuevo clima de confianza entre la ciudadanía y en la opinión pública de los 12 países, imprescindible para llevar a buen puerto el Tratado de la Unión. Desde esta perspectiva, la reunión de Birmingham revela un cierto fracaso de la presidencia semestral británica, hasta ahora más preocupada por sus problemas domésticos que por ofrecer a sus socios líneas de actuación y orientaciones asumibles por todos. Ni siquiera es seguro que la ayuda inequívocamente prestada a la frágil posición interior de John Major por los otros Gobiernos y por la autocrítica postura de la Comisión le sea de utilidad: no parece que esté aplicando a su propio Gobierno, en el explosivo asunto de la crisis industrial y minera, la transparencia que, sin embargo, viene reclamando a la CE.

Resulta significativo que ni los defensores de más Europa ni los partidarios de que los Estados nacionales recuperen competencias hayan conseguido en Birmingham hacer avanzar sus propias posiciones sobre el desarrollo y la lectura del Tratado de Maastricht. Es éste un texto aquejado de cierta hibridez, un punto de encuentro entre la idea federalizante de una Europa homogénea, estructurada y cohesionada sobre la base de claras renuncias formales a las soberanías nacionales en declive práctico, y la concepción de una Europa confederal basada en una zona de libre comercio y enhebrada por tenues políticas intergubernamentales. Cualquier desarrollo del texto pactado en Maastricht (la subsidiariedad, la cohesión) será polémico y penoso, porque puede suponer, decantándose en uno u otro sentido, la ruptura del equilibrio arduamente conseguido.

Ello sirve para explicar la dificultad del avance comunitario y al mismo tiempo ilustra sobre la inevitabilidad del propio diseño de Maastricht.. Pero de ninguna manera exculpa la falta de liderazgo puesta de manifiesto en la cumbre y la penuria de sus resultados. Alguna razón tienen las críticas de los Gobiernos -en ciertos casos demasiado interesadas- hacia el excesivo fervor reglamentista de los burócratas de Bruselas -la Comísión-, pero éste se debe en todo caso a un exceso de celo en el desarrollo de sus funciones. Con mayor legitimidad, los ciudadanos europeos pueden ahora recriminar a sus gobernantes -el Consejo y su presidencia- el pecado contrario, no haberse esforzado en hacer bien sus deberes. Hacerlos bien: esto es, no sólo correctamente, sino también a tiempo de enfocar los asuntos cuando éstos no son todavía problemas insalvables. Ésta es la cuenta pendiente de Birmingham para Edimburgo.

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