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Contra el lenguaje religioso

La religiosidad es algo que no muere. La religión, sí. Al menos las religiones tradicionales que están en nuestro entorno: la ortodoxia griega, la reforma protestante y el catolicismo. En cambio, brotan nuevas tendencias que atraen en nuestros países, y en América Latina desplazan a esas iglesias teratológicas los grupos evangélicos, más sencillos y más vitales, aunque merezcan en parte nuestras críticas.Es hoy frecuente un nuevo resurgir del sentimiento religioso, quizá como reacción a lo poco que ha dado de sí, para satisfacer todos los niveles humanos, el racionalismo.

Lo que no es fácil, en personas de cultura y a veces de natural despierto y sincero nada más, es pasar por las horcas caudinas de nuestro catolicismo, que proviene del absolutismo conservador del siglo pasado. Los que somos creyentes críticos entendemos que la mala imagen del cristianismo es debida a nuestro lenguaje religioso, especialmente el oficial de nuestra Iglesia y el de otras iglesias separadas de la que tuvo la hegemonía política y social en España.

Porque el lenguaje no es sólo algo exterior, sino un signo de algo real que está detrás de él. Por eso es éste tan importante en todos los órdenes, y también en el religioso. Eso es lo que aclaramos los que asistimos a la nueva Universidad de Verano de Maspalomas, en Gran Canaria. El tema era Crítica del lenguaje ordinario. Y a través de las ponencias que presentamos y de las mesas redondas quedó claro. El gran patriarca de tantas cosas y renovaciones que es el profesor Aranguren lo inició con manifiesto acierto. Después los demás, impulsados por su feliz arranque, procuramos acertar en los diferentes campos.

Preguntémonos, ante el problema religioso de nuestro tiempo, cuáles son los lenguajes religiosos de nuestra tradición o de nuestra renovación religiosa.

La primera cosa que debemos atender es el consejo de Aranguren de intentar en el lenguaje de estas universidades superar esa manera de decir, a veces frecuente en el mundo académico, llena de pretensiones y oscuridades que me parece esconden en demasiadas ocasiones una mercancía de poco valor, y que los organizadores de este encuentro -como el director Román Reyes y los codirectores Gabriel Albiac y el fallecido Jesús Ibáñez- pedían que no cayéramos en ello. Por eso aconsejó Aranguren un lenguaje coloquial. Y puso el ejemplo de santa Teresa, tan bien estudiada por él, que usó, a pesar de su inteligencia y cultura, un lenguaje coloquial y metafórico, para ser entendida por todos. (Escribía monesterio, Ilesia y milaglo, como decía la gente). Y pocos son los que no la leyeron, y entendieron así su gran humanidad religiosa. Cosa que no le pasó a su amigo y contradictor místico, el genial san Juan de la Cruz, que habló simbólicamente usando una bellísima poesía, que pocos han captado del todo, a menos de elevarse a sus subidas cumbres que producen un poco de vértigo.

Lao Tse -el más profundo pensador, para mi gusto-, lo mismo que Platón -a quien le debo de bien joven el descubrimiento imborrable del espíritu- y san Agustín -que inspiró, con su profundidad vital, lo mismo al mejor catolicismo, que al genio religioso que fue el reformador Lutero- nunca usaron una terminología especializada; y así han influido tanto en la humanidad.

Entre los lenguajes religiosos primero está un lenguaje que cada vez cala menos en la gente de nuestro país: el lenguaje vaticano, que siempre parece en las nubes; y cuando desciende a nuestro nivel es sólo para condenar cualquier renovación. Aunque ya se encargan los teólogos de descubrir, tras sus fórmulas de apariencia tan dura, que mirándolo bien a poco obligan, porque todo lo que en la Iglesia no es definitivo -y bien pocas doctrinas lo son- puede ser erróneo; y el creyente no debe actuar con ciega sumisión, sino usando su cabeza, ya que cuando entramos en ella sólo se nos pide quitarnos el sombrero, pero no la cabeza.

Después se encuentra el lenguaje de la teología oficial, la neoescolástica, muchas veces de corte seudotomista, que no es valiente como su mentor tan calificado, sino un pensamiento estático y receloso ante la cambiante realidad.

Más tarde se halla el lenguaje renovador, que intenta utilizar una filosofia distinta de la que ha atado como pesada losa nuestro pensamiento religioso -como observaba Ortega por los años cincuenta- Pero nuestro gozo cae enseguida en un pozo: los ensayos que han hecho los católicos en ese sentido han sido combatidos y paralizados por la Iglesia oficial. Lo fue la excelente filosofía de la praxis -confluenciade la idea y la acción, que mutuamente se fecundan- preconizada por Blondel en 1893, a la que habría que acercar las ideas posteriores de Unamuno, dichas por éste mucho más coloquialmente. O las cosmogónicas del paleontólogo P. Teilhard, tan recuperables hoy después de las teorías del Big Bang y la física cuántica relativista de los campos. O la más actual teología de la liberación, que pretende desligarse -aunque no siempre acertó, por la ingenuidad eclesiástica de algunos de sus fautores- de ataduras demasiado lucubrantes, para basar la reflexión religiosa no sobre especulaciones salidas de las nubes, sino de lo que significan los signos de nuestros tiempos, impulsando soluciones a las injusticias sociales.

Y también el desconocido lenguaje que nos viene a los cristianos de las nuevas culturas, sobre todo de Oriente: el hinduismo, que tanto influyó en Anthony de Mello, o en Raimundo Panikkar. O el budismo en el monje trapense Thomas Merton. O las culturas africanas en Ela o Hebga, que no quieren ser "europeos con piel negra".

Y por último estaría el lenguaje apofático -negativo- de los místicos, que sólo saben decir de Dios lo que no es, pero no saben decir lo que es, porque el infinito -como descubrió también Cantor en la matemática- desborda cualquier concepto limitado de eso que se llama sentido común, que quiere abarcar en lo religioso esa experiencia de la existencia profunda que es la religiosidad, como inútilmente han querido hacer los teólogos al uso, lo mismo que sus contradictores que están fuera de la creencia. O, en la misma línea, la teología paradójica de un cardenal De Cusa ayer; o las reflexiones contemporáneas de un pensador inclasificable, como fue Chesterton. Todos ellos saben que "el sentido no aparece nada más que en la intersección, y como en el intervalo de las palabras" (Merleau-Ponty). La realidad es más una charada, con su "interacción de los signos", que el resultado de consultar la gramática con sus verdades lineales, como han querido los teólogos que yo critico, y siguen haciendo tozudamente los eclesiásticos vaticanos.

pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII.

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