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La unificación alemana

Hoy se conmemora el Día de la Unidad Alemana. Las dos antiguas repúblicas, la federal y la democratica, celebraban, la primera, la promulgación de la Ley Fundamental, la segunda, la fundación de la República, es decir, dos eventos que concernían exclusivamente al Estado. La Alemania unida ha declarado fiesta nacional una fecha que implica a la nación entera y que además recuerda unos acontecimientos que se produjeron en paz y libertad.La vida colectiva se impregna de los símbolos que utiliza; de ahí que no sea ocioso rastrear el sentido de las fechas que se han elevado a fiesta nacional: el inicio de la revolución, la declaración de independencia, el cumpleaños del monarca. Valdría la pena meditar sobre la historia contemporánea de un pueblo que ha establecido su fiesta nacional en un acontecimiento ocurrido hace 500 años.

Desde la unificación han transcurrido, a juzgar por el acopio (de acontecimientos, dos larguísimos años, buena ocasión para contrastar las expectativas con la realidad: a toro pasado, resulta más fácil subrayar aciertos y deficiencias.

Cualquier balance que se haga tendrá que empezar por recalcar la velocidad con que se llevó a cabo el proceso -el 9 de noviembre de 1989 caía el muro de Berlín y antes de pasar un año, el 3 de octubre de 1990, se unen los dos Estados alemanes-, premura que tanto se ha interpretado como la mayor bendición o como la fuente de no pocos errores y altísimos costos.

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Constituye, sin duda, un mérito indiscutible de Helmut Kohl haber aprovechado una oportunidad única para entablar una negociación bilateral con la Unión Soviética de Gorbachov, Desde el conocimiento actual de su desaparición, la capacidad que el canciller alemán puso de manifiesto para sacar del momento histórico lo que llevaba en su entraña, arriesgando no poco al romper los esquemas, le hace acreedor del mayor reconocimiento.

La unificación pudo llevarse a cabo en tan breve plazo, primero, porque, para sorpresa de tirios y troyanos, la facilitó, y aun la aceleró, la Unión Soviética, pero también porque, de manera no menos inaudita, la impulsó la población de la Alemania oriental, ante la pasividad incrédula de la occidental.

Dieciséis millones de ciudadanos pese a haber sido educados en una crítica demoledora del capitalismo, o precisamente por ello, creyeron a pie juntillas, con una ingenuidad que resulta difícil de imaginar, en el milagro que se produciría con su sola aplicación. La primera meta era acabar con la dictadura de los funcionarios -"somos el pueblo"-; pero una vez recuperado en pocas semanas el Estado socialista para la democracia, esta vez para sorpresa tan sólo de los debilísimos sectores intelectuales de izquierda, también hay que decirlo, la gente da la espalda a tamaña oportunidad -"no más experimentos"-, ya con el único fin de integrarse lo más rápidamente posible en la Alemania rica y capitalista, deslumbrada por la ilusión de poder así participar de inmediato en el bienestar occidental: "Somos un pueblo".

La jugada maestra, una vez que la mayoría había votado indirectamente por Kohl en las elecciones de marzo de 1990, consistió en acelerar la unificación política con la rápida implantación de la monetaria, a un cambio de un marco oriental por uno occidental, relación que ni de lejos correspondía a la realidad económica: uno a cinco se hubiera acercado bastante más. Lo curioso es que fueran los mismos alemanes orientales los que reclamasen este cambio -multiplicar por cinco el valor de su moneda- sin tener en cuenta, aunque los hubieran anunciado los expertos y los difundieran por doquier los socialdemócratas en su campaña, los perjuicios que comportaba una revaloración tan enorme. Por unos marcos no convertibles, con los que no se podía comprar nada -si los cambiaban para acceder al mercado occidental, perdían todo su valor- los hermanos occidentales, les daban marcos fuertes al tipo de cambio de uno a uno, todo lo más de uno a dos. Ante semejante milagro, ¿cómo no creer en las bondades celestiales del capitalismo?

Con los marcos fuertes en el bolsillo, la población oriental se lanzó al consumo que promete nuestro modelo de sociedad. Nada .hay que reprocharles, ya que ciertamente los pobres necesitaban de todo, desde los electrodomésticos más cotidianos al coche respetable, aunque fuese de segunda mano. Viviendo todavía la orgía de las compras a plazo, comprobaron que se habían quedado sin empleo: ninguna empresa, oriental ni occidental, hubiera aguantado una revaloración tan enorme y repentina de la moneda, máxime cuando, al tener que pagar en lo sucesivo las importaciones de la antigua RDA multiplica dos sus precios por cinco y en moneda dura, perdían todos sus mercados, incluido el interno. El que se enorgullecía de ser el décimo país industrial, un puesto por encima de España, amaneció quebrado una mañana.

Ahora bien, nadie, por muy superficialmente que se hubiera informado, podía ignorar que las cosas ocurrirían así. Contra la opinión de los economistas y del Bundesbank, Kohl asumió, sin embargo, operación tan maquiavélica, pienso que en razón de tres consideraciones básicas.

1. De hacer bien las cosas, la unificación monetaria de dos países con una estructura económica tan distinta, hubiera supuesto un largo proceso previo de convergencia económica que, por razones políticas obvias, no se lo podía permitir Alemania. Plantear la unificación para 10 años más tarde significaba, por un lado, arriesgar su realización, al aumentar seguramente con el tiempo las dificultades externas; por otro, la probabilidad de que una RDA recuperada económicamente pusiera condiciones más duras. La unificación o bien se hacía de inmediato, costase lo que costase, o tal vez no se haría nunca: la suerte no suele pasar dos veces por delante de la casa.

2. Cierto que la unificación monetaria en las condiciones establecidas significaba el derrumbe de la economía oriental, con unos costes difíciles de calcular, aunque limitados. En cambio, si una vez realizada la unificación política se intentaba salvar la estructura productiva de la antigua RDA, ello implicaría, por una parte, tener que conservar un amplio sector público y social que no encaja en el modelo de la República Federal, y por otra, desde los propios supuestos ideológicos, la certeza de que estos sectores serían permanentemente deficitarios, con lo que a la larga los costes serían mucho más altos, y sobre todo un saco sin fondo. A la economía subvencionada le pasaría lo que al drogadicto, cada vez necesita mayores dosis para mantenerse al mismo nivel. De ahí que tal vez lo más barato y oportuno fuese una revaloración brutal -si además coincidía con lo que pedía la gente, miel sobre hojuelas- que al colapsar todo el sector productivo de la RDA, permitía empezar de cero a levantar una economía de mercado.

El mayor inconveniente es que mandaba al paro a buena parte de la población, pero bien pensado, tampoco era un mal que no tuviera sus aspectos positivos, al seleccionar a los mejores y disciplinar a una clase trabajadora muy poco eficiente y peor acostumbrada, aparte de que el erario era el que cargaba con la masa de parados. Al futuro inversor habría que ofrecerle las empresas limpias de polvo y paja, es decir, sin deudas ni trabajadores.

3. La operación ofrecía también una tercera ventaja: el colapso se interpretaría como prueba palpable de la ineficacia absoluta de la economía estatalizada. La quiebra fulminante de toda la economía apoyaba la evidencia de que la realidad económica no era, ni de lejos, la que se había creído y, como este juicio en parte era verdad -hasta tal punto la falsedad constituía la esencia misma del

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sistema que incluso las estadísticas aparentemente más fiables contenían burdas mentiras-, con bastante credibilidad cabía atribuir a "los 40 años dé economía socialista" el que no se produjese la rápida recuperación prometida. El desplome de todo el sistema productivo se convirtió así en un instrumento propagandístico de enorme eficacia.

La operación, por cara que resultase -y ya ha costado bastante más de lo que se había calculado para el peor de los casos-, ofrecía la doble ventaja de obtener la unificación de inmediato -nadie podría augurar que en el futuro apareciese una ocasión mejor-, a la vez que lograba arrancar de raíz hasta el último vestigio del sistema socialista, sin dejar otros recuerdos que los más tenebrosos: discusión pública sobre las actividades y conexiones de la temida Seguridad del Estado. Frente a una siempre cuestionable y sobre todo difícil convergencia económica, social y política de los dos Estados alemanes, se optó por la simple anexión de un Estado por otro.

La absorción de la Alemania del Este, además de costos altísimos, ha tenido otras secuelas importantes, de las que es preciso mencionar al menos tres. El libre acceso a los mercados de la antigua RDA, en un momento en que quedó paralizado todo el sistema productivo, ha proporcionado a las empresas germano-occidentales beneficios fabulosos, a la vez que la ocasión de comprar las empresas orientales a precios muy bajos, incluso simbólicos. La privatización de la economía estatalizada a espaldas de sus verdaderos propietarios, la población germano-oriental, ha facilitado los negocios más pingües, a menudo en esa frontera imprecisa que roza la corrupción.

La segunda se refiere a las implicaciones sociales que ha tenido el modo de integración puesto en práctica. En un cabaret de Berlín oriental, las nuevas relaciones existentes entre los alemanes occidentales y los orientales se explicitaban a partir del modelo colonial: los alemanes orientales eran los indios colonizados por los rostros pálidos, los alemanes occidentales. Justamente, este modelo colonial de integración ha originado en tan sólo dos años entre los alemanes orientales una conciencia de identidad propia -"no es verdad que seamos un pueblo"-, que para sí lo hubiera deseado el régimen anterior, pese a 40 años de control obsesivo de la educación y de la propaganda, conciencia que, probablemente, no se transmita a la próxima generación, pero que a corto plazo puede causar algunas sorpresas en el comportamiento electoral.

El dato definitivo para entender lo ocurrido es que Alemania occidental ha conseguido anexionar a la oriental sin la menor modificación en su estructura jurídica, económica, social y política. La antigua RDA ha tenido que aceptar en su totalidad las pautas occidentales, sin lograr el menor compromiso. El único cambio que para la Alemania occidental ha traído consigo la unificación es que algún día habrá que trasladar la capital a Berlín, pero incluso eso, que ya estaba fijado por la Ley Fundamental de la República Federal, ha chocado, y pese a haber sido ratificado por el Parlamento federal, sigue chocando con resistencias crecientes.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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