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Una postal africana

El hotel Speke en Kampala es uno de los pocos lugares que recuerdan el pasado colonial. En los empolvados salones con butacones gastados todavía puede admirarse un par de trofeos de la época de la caza mayor. En las vacilantes mesitas de la terraza se bebe cerveza. La cerveza es buena y barata. Quizá por esa razón se puede encontrar allí a la inteligencia local, que va tirando con esfuerzo y dificultad, con sueldos absurdamente bajos, imaginables e inimaginables: al funcionario del Ministerio de Información, al profesor de literatura que estudió en Glasgow y en Berlín, al dramaturgo que ha hallado cobijo en la televisión estatal y al abogado que hubiera querido ser historiador.Tenía algo de miedo a Uganda, lo reconozco. Veinte años de guerra civil habían convertido el nombre del país en una palabra aterradora, e Idi Amín disfrutaba en el interminable catálogo de tiranos de un puesto destacado. "¿Y ahora está usted desilusionado?", me preguntó el dramaturgo. "Ni tiroteos, ni niños muriendo de hambre...". Aseguré firmemente que no era un turista del horror y que Kampala me gustaba. "Nos va mal, pero tenemos suficiente para comer. Si usted quiere oír tiroteos nocturnos tendrá que irse al norte, allí quedan todavía un par de bandas dispersas. En el Nilo occidental puede viajar todavía en un convoy militar, como antes. Así tendrá algo que contar en casa".

Yo les aseguré que no echaba de menos para nada las escoltas militares. "Pero se asombra usted, ¿verdad?, de que no nos degollemos los unos a los otros. Eso tampoco es un milagro. Así pues, desde que no hay cadáveres que filmar, Uganda ha desaparecido de los media internacionales. El que un país arrasado vuelva a la normalidad es una sensación que no se le puede exigir al público. No había vuelto la calma a Uganda: y ya los equipos de televisión abandonaban de estampida el país. Con Somalia, gracias a Dios, no podemos competir".

Un jovencito trajo el último número del periódico local, New Vision. En la página 5 había una noticia sobre el intento de Mitterrand de presentarse como el héroe de Sarajevo. "Los europeos han afirmado siempre que las guerras tribales eran una especialidad africana. Si ustedes siguen lo que ocurre en Yugoslavia, ¿no sienten una cierta satisfacción al ver lo que pasa allí?". Uno de ellos se rió. Los otros callaron. El camarero trajo otra ronda de cerveza. "Satisfacción sería mucho decir", contestó el autor teatral. "Pero quizá no estaría mal que a los europeos les diera que pensar lo que les ocurre a las puertas de su casa. Sois mucho más semejantes a nosotros de lo que pensáis".

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"Yo, por ejemplo, soy un ganda", dijo el ya canoso abogado. "Ésa es sólo una de las 40 tribus o progenies que probablemente hay en Uganda. ¿O he contado mal?". Se originó una competición entre los contertulios, cada uno lanzaba al debate un par de nombres. Saqué un trozo de papel del bolsillo y anoté. Además de los nyuli, kiga, nyoro, gisu, nkole, hima, iru, toro, builsa, horohoro, soga, gwe, samia, tesso, konyo, acholi y los jie, había que tener sobre todo en cuenta a los niloten, es decir, los lango, acholi, tutsi, karamo, madi y lugbara, aparte ya de los etíopes y somalíes, "y si tiene usted suerte, todavía encuentra aquí o allí un par de twa"., añadió el historiador. "Eran pigmeos, pero prácticamente han desaparecido". "Y, además, no conviene olvidarse, están los asiáticos, sobre todo indios y libaneses. Ésos son un capítulo en sí. La mayoría de ellos fueron expulsados en 1972, pero están casi todos otra vez aquí". "Y por lo que respecta a las lenguas, Uganda es la pura Babel. Hay por lo menos 30 lenguas totalmente distintas entre sí. Sin el inglés estaríamos listos".

¿"Y qué pasa con las religiones?". "Religiones hay tantas como usted quiera", me explicó el profesor de literatura. Su risa me resultó irónica. "Si cree nuestras estadísticas, dos tercios somos cristianos, dicho más exactamente, católicos; pero, ¿quién cree en África en las estadísticas? ¡Eche usted un vistazo a su alrededor! La familia de allí arriba es muslin y la tienda de enfrente pertenece a un hindú. Además tenemos, naturalmente, a los denominados animistas, sea eso lo que sea, y una cifra incalculable de sectas". El abogado dio informa ciones aún más precisas. "En 1977, bajo Amín, se prohibieron 27 comunidades religiosas. En los últimos años han vuelto todas y además se han sumado una docena nuevas".

El dramaturgo me echó más cerveza y levantó su vaso. "Ahora quizá entienda usted por qué vuestra Yugoslavia, con sus seis o siete pueblos, no nos impone demasiado". "Tenían que habermos preguntado a nosotros", lanzó el profesor. Somos, al fin y al cabo, expertos en guerras civiles. Todo herencia del colonialismo. A veces me pregunto si nuestras tribus no son, en realidad, una invención de los dominadores coloniales. Al fin y al cabo, antes de que apareciera el primer inglés, teníamos aquí pequeños reinos totalmente estables".

"No diría yo tanto", corrigió el historiador amateur, un hombre más bien prudente. "Ya nos masacrábamos antes de que a los europeos se les ocurriera la idea de fundar reinos coloniales. Y la venta de esclavos no la inventaron los ingleses, sino los árabes. Nuestros reyes estaban entusiasmados con esa nueva fuente de ingresos".

"Pero no puedes discutir que los ingleses azuzaron unas veces y reprimieron, otras, según les interesaba, nuestras pequeñas disputas. Además, a ellos hay que agradecerles las fronteras absurdas que dividen hoy el continente. Tan pronto como un imperio colonial se quiebra, empieza la leña. Siempre es así. Osmanos, británicos, portugueses y soviéticos, da igual. Cada nuevo presidente moviliza primero a su propio clan y le da todas las armas posibles. Si eso no les gusta a los otros, pues que funden un frente de liberación. Entonces ya se puede comenzar con la guerra civil. Las aldeas son asaltadas e incendiadas y se dispara a todo lo que se mueva. Si vence la guerrilla, entonces les toca a los otros. Lo hemos vivido".

"Pero la mayoría sólo quieren vivir tranquilos", dije tímidamente. "¿Está usted seguro? De una u otra manera todos hemos colaborado, por lo menos al principio. Sólo cuando ya no había nada que comer, ni dinero, ni agua, ni electricidad, o sea hacia 1984-1985, tras 15 años, de repente ya nadie quería seguir y vino la paz: no he estado nunca en Yugoslavia, pero pienso que pasará exactamente lo mismo".

"Pero los croatas y eslovenos y los albaneses de Kosovo apelan al derecho de autodeterminación". "¡No me hable de eso, hombre! El derecho de autodeterminación es lo peor que nos puede pasar. Si se siguiera aquí, en África habría mil Estados nacionales por lo menos. O en la India. O en Asia oriental. Y todos se tirotearían entre sí hasta el último cartucho, hasta que no se moviera nada, hasta que todos estuvieran muertos". Miré alrededor. Había anochecido. Los anuncios en los lados de las calles encomiaban a viajes, bebidas y baterías. En la

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cumbre de enfrente, el Sheraton brillaba iluminado. Una multitud vestida de muchos colores paseaba por delante de nuestra mesa. "Pero habéis sobrevivido a todo", dije finalmente. "Amín, por aquí; Obote, por allá; Uganda ha sobrevivido. O me engaño". El funcionario gubernamental estaba sentado con los ojos medio cerrados. Me pareció que la conversación se le había vuelto demasiado arriesgada. Pero al dramaturgo ya no había manera de pararlo. "Bueno", dijo, "hemos tenido suerte en la desgracia. No quiero ser injusto con la gente de la Cruz Roja ni con todos los demás que prestaron ayuda -hicieron lo que pudieron-, pero en el fondo el mundo no se preocupó para nada de nosotros, exceptuando naturalmente a los traficantes de armas. A nadie se le habría ocurrido intervenir en Uganda. Un par de cientos de miles de africanos muertos no es cosa que ocupe a las Naciones Unidas". "¿Y a eso lo llama usted suerte?", pregunté. Ésa era la objeción que esperaba. "He oído que los europeos se reprochan el no intervenir en los Balcanes. Nadie va a preguntarle su opinión a un dramaturgo sin éxito de Kampala". "Excepto yo", le repliqué cortésmente. "¡Ni se les ocurra meterse allí! Sólo una cosa puede acabar con una guerra civil. Es el agotamiento".

No tenía gana de contradecirle. Hubo una pausa. El abogado había empezado la quinta botella de cerveza. El hombre del Ministerio de Información se había dormido. Esta vez fue el profesor de literatura el que llenó mi vaso y brindó por mí. Su risa era inextricable. "Que nadie se interese por nosotros no es nuestra única ventaja", dijo finalmente. "Ya habrá oído acerca de nuestros defectos. Pero en una cosa os aventajamos. Es en nuestra carencia de perfeccionismo. No conozco ni a serbios ni a croatas, pero pienso que son gente capaz, como los alemanes, como la mayoría de los europeos. Nosotros, por el contrario, somos, como se sabe, chapuceros y olvidadizos. Y eso nos ha salvado una vez más". Tenía razón. En comparación con Sarajevo, Kampala era un oasis de paz.

Hans Magnus Enzensberger es poeta y ensayista alemán. Traducción: Luis Meana

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