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La pitón y el hámster

Fernando Savater

Ante el receloso desconcierto con el que Europa contempla la matanza de Sarajevo, la pasividad mundial que rodea la hambruna de Somalia (y tantas otras tragedias africanas), ante los reiterados casos de corrupción política en las democracias (y para más señalar, en la nuestra), o la disparidad de baremos que utiliza la ONU en el caso de Irak y en el de Israel, etcétera, la queja siempre suele ser la misma: la política actual ha perdido los principios éticos. Creo que pondríamos en un brete a los que prodigan tal diagnóstico preguntándoles en qué momento histórico, según ellos, los principios éticos rigieron la política efectiva -nacional o internacional- de los países. Pero puede que algunos se recuperasen enseguida y respondieran que, en efecto, "el mundo siempre fue y será una porquería": almas de tango, a los que el asco general por la realidad en su conjunto ayuda a evitar el engorro de examinarse personalmente con más detalle. A los más coriáceos que tratasen de enumerar casos históricos de bonanza moral les podríamos preguntar, ya un poco en plan faltón, qué pintan en política los principios morales. Aquí, seguro que la armamos buena.Aclaremos algo la cosa para no pasar por demasiado gratuitamente provocadores. Es muy deseable, sobre todo por su propio bien, que los políticos -como los financieros, los periodistas, los catedráticos, los bomberos, etcétera- sean personas de convicciones morales. También es deseable, puestos a ello, que sean personas sanas y que tengan sentido del humor. Pero ya no está tan claro que tales apetecibles atributos individuales puedan reclamarse para los cuerpos administrativos. Quizá los Gobiernos no sean morales por lo mismo que no tienen sentido del humor: porque no les corresponde. Lo cual no impide que se les pueda exigir que tengan principios: pero principios políticos, no principios éticos. Desde luego, entre los principios políticos y los éticos hay un estrecho parentesco, porque ambos provienen del afán de autoafirmación humana y del empeño por conseguir la más amplia plenitud vital. Pero los registros racionales de tales principios son diferentes, así como también las estrategias que los hacen efectivos y los baremos de perfección que se les pueden aplicar. Por eso, la mejor de las políticas no solventa los forcejeos morales de cada cual, ni la rectitud moral de ningún gobernante es índice inequívoco de tino político. Cuando los gobernantes proclaman que la pureza moral determina su gestión política, malo: malo si son hipócritas, porque con tal escudo edificante están tratando de encubrir sus ambiciones o su incompetencia, y peor si son sinceros, porque tal actitud sólo es compatible con las teocracias y los totalitarismos, pero no con el pluralismo democrático laico.

El emperramiento en juzgar la política con categorías más o menos moralizantes suele ser la gran afición de todo aquel que no quiere renunciar al dulce placer de sentirse mejor que el mundo en que vive, pero no es tan tonto como para dejar, de vivir en él. Se fomenta así la repetición de nuevos tópicos catequísticos que no comprometen demasiado y que suelen ganar las simpatías de la gente que piensa con su buen corazón (aunque por lo común actúa de acuerdo con sus cálculos): es decir, de la mayoría. Por ejemplo, deplorar el filisteísmo de una política que ha renunciado a la utopía. Lo que se quiere decir con utopía es, en el mejor caso, ideales, es decir, ideas regulativas que sirvan de orientación unificadora de los p proyectos inmediatos. La diferencia está en que los ideales políticos asumen su carácter de abstracciones que señalan líneas de avance, sin proponer nunca estados de cosas acabados como ocurre en las utopías. Los ideales tienen que ver con la praxis, mientras que las utopías la liquidan o la descalifican. Otros, en cambio, se quedan con los ideales, pero, sorprendentemente, los convierten en legado de los peores experimentos utópicos . : aseguran así que el hundimiento de los sistemas comunistas no implican el final de los anhelos de liquidar la explotación y la injusticia. ¡Pero si esos anhelos son independientes del comunismo totalitario y más bien se vieron comprometidos por éste! Es como decir que lo que nadie puede negarle de bueno a la guillotina es habernos inspirado el afán de acabar con las jaquecas... Ciertas palabras son claves en el discurso moralista de la política: la primera, solidaridad. No hay término con mejor prensa, a diferencia de la elogiada pero siempre sospechosa libertad. Nadie se pregunta: " solidaridad, ¿para qué?; demanda, en cambio, habitual a la libertad. Sin embargo, el pasado de la solidaridad también tiene sus puntos oscuros. Ha solido funcionar como unión de un grupo frente a otros para adquirir más fuerza, no como la decisión de todos de ayudar a los más débiles. Gremialismos, nacionalismos, xenofobias son enfermedades de la solidaridad, del mismo modo que la libertad también tiene sus publicitados atropellos. De modo que tanto con una como con la otra lo adecuado no es preguntar "¿para que. sino ¿cómo?, ¿dentro de qué límites?, ¿a qué precio?". Y así se pasa del moralismo a la política sin perder los ideales.

Más allá de la estéril charlatanería acerca del "vacío de valores" de nuestra época, la decadencia de Occidente y otras pamplinas, lo verdaderamente inquietante no es la ausencia de principios éticos en la política, sino la falta de principios políticos y su sustitución por retórica moralizante. La cual se entusiasma a la hora de proclamar lo recto y dictar condenas a diestro y siniestro, pero se desentiende de las vías para llevarlo a la práctica y sobre todo de los. varios males que implica el logro histórico de cualquier bien. Al moralista no le competen las contradicciones prácticas, sólo la doctrina y la visión profética... del pasado. De tal modo que a la vez se exige la intervención militar en Yugoslavia y la abolición de los Ejércitos, la unidad supranacional y la autodeterminación de los pueblos, el respeto a la libertad individual y el paternalismo estatal para prohibir lo que puede hacemos daño, resolver la hambruna de Somalia o hacer cumplir los derechos humanos en el mundo, pero con total respeto a la soberanía de cada país, etcétera. Se denuncian con escándalo los intereses que defienden los actuales estadistas en lugar de tener el coraje lúcido de propugnar intereses no más "desinteresados", sino más universalizables y mutuamente compatibles. Es buena señal, sin duda, que ante los conflictos sanguinarios y las tiranías haya cada vez más gente que se ponga del lado de los ciudadanos sacrificados a mitos colectivos. Pero ¿estamos dispuestos a aceptar que ello implica el refuerzo de autoridades internacionales, que el imperio del derecho tiene tanto de derecho como de imperio, que -como dijo hace tiempo Santayana- tender hacia la unidad planetaria comporta ir acostumbrándonos a ser gobernados en cierta medida por extranjeros?

Permítanme concluir con una parábola tomada de la crónica de sucesos. En no sé cuál municipio catalán, un concejal de Alternativa Verde ha protestado porque en una exhibición de serpientes se las ha alimentado con hámsteres vivos ante el público. Es sabido que algunos ofidios, como las pitones, sólo se alimentan con presas vivas; desde un punto de vista ecológico, ver a una pitón comiéndose un hámster no es más escandaloso que ver a una abeja libar en una flor. A la naturaleza no podemos moralizarla, ni siquiera ocultando púdicamente lo que las pitones hacen con los hámsteres. Pero comprendo al concejal y su repelús antropocéntrico. El proyecto político de la modernidad, tan traicionado, es evitar una humanidad dividida entre pitones y hámsteres. A fuerza de arte y disciplina, los hombres sí que podemos abandonar la vieja dieta. Pero para lograrlo es preciso conocer a fondo los mecanismos depredadores de nuestros apetitos y asumir que durante mucho, mucho tiempo sentiremos las incomodidades de vemos forzados a cambiar de piel.

es catedrático de. Ética de la Universidad del País Vasco.

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