Ajuria Enea 2
LAS DIFICULTADES que encuentra el lehendakari Ardanza para reunir a los partidos firmantes del pacto de Ajuria Enea contra la violencia son un reflejo de la confusión reinante actualmente en la política vasca. Sin embargo, si es verdad que algunos partidos podrían exhibir razonables motivos de agravio para no acudir a la convocatoria del lehendakari, también lo es que todos ellos podrían ser objeto de reproches por parte de los demás. Pero el hecho mismo de que ya nadie pueda exhibir un certificado de coherencia absoluta puede favorecer una reconsideración conjunta, en pie de igualdad, de la situación. Y precisamente por el grado de desacuerdo, urge una reunión para reconstruir el consenso democrático. Lo de menos será que se convoque o no bajo el rótulo de Ajuria Enea.La confusión reinante tiene su origen en el brusco giro que el PNV dio a su política respecto al mundo del radicalismo violento tras las elecciones de 1991. La cesión de ese partido en relación al asunto de la autovía de Leizarán (anunciada por primera vez hace un año, aunque la decisión final fuese congelada durante algunos meses) llevó a nuevas concesiones destinadas a justificar aquélla: concesiones verbales, de comprensión hacia sus objetivos, por una parte, pero también políticas: aceptar entrar en una dinámica de conversaciones con Herri Batasuna que suponían romper unilateralmente el principio de aislamiento mantenido por los firmantes del pacto desde 1988.
Ambas decisiones (autovía y conversaciones) fueron anteriores a la caída de la cúpula de ETA, a fines de marzo. Tras el descabezamiento de los terroristas, lo que seguramente había sido sólo una finta táctica motivada por intereses inmediatos del PNV en Guipúzcoa se convirtió en algo que parecía tener más alcance. A la caída en sí siguieron noticias que revelaban la existencia de sectores disidentes tanto en ETA como en HB. Al grito de algo se mueve se justificaron entonces, con carácter retroactivo, las concesiones realizadas: el argumento fue que lo que en realidad se buscaba con ellas era favorecer "la desescalada" y estimular la búsqueda de salidas razonables por parte del sector moderado. Como mínimo, se dijo, conseguiremos dividirlos.
Es cierto que después de la caída de Artapalo el escenario del consenso había cambiado. Pero en lugar de adaptar, de manera consensuada, los acuerdos de Ajuria Enea a la nueva situación, cada partido intentó sacar ventaja de ella. Conseguir que HB se dedicase a hacer política, y no sólo a apoyar a ETA, se convirtió en un objetivo clave para favorecer la reconversión de los terroristas en activistas políticos. Ese objetivo exigía una pedagogía consistente en dejar claro que HB no obtendría beneficio político de aquellas iniciativas que fueran avaladas por las amenazas o atentados de ETA. Se hizo lo contrario. Tal vez sea pronto para establecer un balance definitivo, pero las dificultades actuales del lehendakari más bien parecen indicar que fueron las fuerzas democráticas las divididas. Y no es imprescindible que lo reconozcan los papeles internos de ETA y HB para saber que esa división era su principal objetivo desde hacía tiempo, y que, más concretamente, las invitaciones para establecer contactos bilaterales con las demás fuerzas políticas tenían ese objetivo y ningún otro.
El pacto nació justamente como un compromiso por el que los demócratas renunciaban a sacar ventaja de cualquiera de los efectos provocados por la violencia. Demostró su utilidad para limitar la influencia de los violentos en la política vasca. Por otra parte, la ruptura del pacto ha permitido a ETA y HB sobrevivir al peor momento de su historia sin renunciar a la violencia. La conclusión, entonces, ofrece pocas dudas: un acuerdo como el de enero de 1988, aunque no necesariamente idéntico, sigue siendo necesario para hacer avanzar la causa de la paz, y quien se oponga a él deberá demostrar que dispone de una alternativa más eficaz para contrarrestar las maniobras de quienes pugnan por lo contrario.
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