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Coplas: el silencio

Leyendo con sensibilidad y reflexión a los tres Machado, Antonio y sus hijos Manuel y Antonio -sin sensibilidad de poco valdría en este caso la reflexión-, ineludiblemente se viene a pensar que sus coplas, los poemillas que escribieron con la intención de que el pueblo los grabase en su memoria, pueden ser un excelente punto de partida para entender la realidad y el sentido de la vida. La copla no pretende dar y no da, por supuesto, verdades científicas o proposiciones filosóficas, pero ofrece intuiciones que súbitamente iluminan un rincón, acaso una amplia estancia de nuestro vivir, y que, en consecuencia, brindan a los "pedantones al paño" materia para su cavilación.¿Quién fue el autor de la copla que ahora voy a glosar y luego a completar? De que no es Antonio Machado, hijo, estoy bien seguro. Podrían ser Antonio, padre, o Manuel, pero,escribo sin libros a mi alcance y debo conformarme afirmando que de cualquiera de los tres podría ser, y esto constituye su mejor elogio. Léase, si no, su letra: "Dijo a la lengua el suspiro: / échate a buscar palabras / que digan lo que yo digo".

Con elegante sencillez popular -no todos los poetas saben ser elegantes y populares-, el autor de esta copla enuncia una sutil verdad semilógica. Porque tan pronto como es pensada, antes incluso de cobrar forma oral o escrita, la palabra recorta y aísla un contenido de la conciencia, y no otra cosa ofrece a quien la oye o la lee. Se dirá que ese recorte no es siempre unívoco, que puede ser variamente alusivo. Así en la metáfora. Según la situación y el contexto, la palabra "nieve" puede significar "agua que cae en forma de copos" o "blancura de una piel femenina"; pero, usada en su sentido recto o en un sentido metafórico, la palabra recorta, y por tanto no puede expresar idóneamente todo lo que en su realidad propia es a la vez indefinido e indeciso. ¿Acaso no lo son tantos y tantos estados de nuestra intimidad?

Entre ellos, el que delata el suspiro. Un suspiro auténtico, no fingido, puede expresar simultáneamente anhelo, resignación, satisfacción, melancolía, alivio... Todo esto, y acaso más, dice el suspiro a quien lo emite y a quien lo oye. Y puesto que es así, el autor de la copla antes transcrita tiene toda la razón; o, más precisamente, muestra sin rodeos la sinrazón inherente al empeño de buscar palabras capaces de decir todo lo que el suspiro encierra.

Con su indudable verdad, ¿dice esa copla toda la verdad acerca de lo que no puede decir la lengua?; ¿declara el suspiro lo más profundo de la existencia humana; quiero decir, los trances en que nuestra realidad es conmovida desde su raíz? Consciente de que no es así, me atreví hace años a dar a tan fina y aguda copla este necesario complemento: "Dijo al suspiro el silencio: / yo digo lo que tú quieres / decir y no estás diciendo".

Cuidado; porque, como el ser, según Aristóteles, el silencio se dice de muy diversos modos. Hay el silencio de los que nativa u ocasionalmente no tienen nada que decir, el silencio de los estúpidos. Hay también el silencio de los que no quieren decir algo en que están pensando, el silencio de los prudentes y los astutos. Hay asimismo el silencio de los tímidos. A ninguno de todos éstos alude mi copla. Alude tan sólo a dos situaciones vitales, en las que el no hablar constituye una exigencia formal de lo que para el silente significa.

Cuando un hombre busca la expresión idónea de una intuición que él considera nueva y creadora -palabra en el caso del escritor y el filósofo, sonido en el del músico, línea y color en el del pintor, empresa para el financiero, experimento para el físico, el químico o el biólogo-, inexorablemente debe callar. La creación exige la soledad y el silencio. Con donosura lo dice un texto del Ortega último: "Y luego habrá quien nos diga: 'Vamos a hablar en serio de tal cosa'. ¡Como si hablar fuese algo que se pueda hacer con última y radical seriedad y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa, farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive santa, pero a la postre, farsa! Si se quiere de verdad hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse". Lo que lleva dentro de sí el silencio, previo al acto de creación no cabe en el suspiro, y, por tanto, lo excluye. Tanto más cuando el trance vivido pertenece a una de las que Jaspers llamó situaciones-límite; muy especialmente el deliquio amoroso y la relación seria con la muerte, bien como prefiguración de la propia, bien como contemplación de la de un ser querido. Es éste, frente a todos los restantes, el silencio verdaderamente transverbal, el silencio supremo.

Ante el cadáver del hijo que acaba de morir, sólo con el silencio pueden expresar el padre y la madre -expresar, sí- el común dolor que les inunda y les une. Sumergidos en aquello que más profundamente puede conmover la existencia de un ser humano -el drama y el sentido de la muerte, sea ésta la propia o la ajena-, sólo sin palabras pueden vivir digna y adecuadamente su situación. El trance creador exige el silencio; la vivencia de las situaciones-límite lo impone.

Pero el hombre es por naturaleza hablador, enseñan los clásicos -el habla sería, según ellos, lo que mejor especifica la natural animalidad del ser humano-, aunque en ocasiones, cuando el ejercicio de su naturaleza alcanza el límite, necesariamente tenga que caer en el silencio.

Tras el deliquio amoroso, con palabras proyectan los amantes su futuro. Tras la silenciosa contemplación del hijo muerto, dice la madre: "¿Cómo podremos vivir sin él?" Con la dolorosa oquedad del hijo perdido, el imperativo de vivir hacia el futuro se hace ahora palabra interrogante. Sólo el silencio del moribundo no queda, no puede quedar resuelto en palabras.

Palabras, gestos, suspiros, silencios, nuevas palabras; no contando la acción, he aquí el pentagrama en que cada hombre expresa la melodía de su vida.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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