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Los Juegos Olímpicos no tienen humor

Tahar Ben Jelloun

La humanidad necesita símbolos para continuar ejerciendo sus ingratas tareas de destrucción. Esa necesidad de mitología, en la que el hombre triunfa sobre sí mismo, en la que la pasión por los signos y los retos se celebra en un ambiente de satisfacción colectiva, serviría para ocultar los crímenes cometidos en nombre de valores únicamente esgrimidos para ser traicionados. Después o durante la Exposición Universal de Sevilla, las mismas naciones se ponen manos a la obra para mostrar a los 3.000 millones de telespectadores que el. deporte es una hermosa fraternidad, un campo de honor para la paz.No tengo nada contra las competiciones deportivas, sobre todo cuando son espectaculares, con una buena escenografía, emocionantes y embriagadoras. No soy deportista, pero puedo apreciar la belleza del esfuerzo, la magnificencia de los retos, las lágrimas de la victoria y la caída de los mitos y los héroes. Sin embargo, la gran misa de los Juegos Olímpicos se presenta a nuestra ingenuidad como una revancha sobre la incapacidad que tiene el hombre de vivir sin guerra. El deporte pretende, entonces, no sólo dar sentido a la vida, cosa que no tiene, sino, además, hacer creer que tiene un sentido militante a favor de la felicidad del hombre.

Están los que "aceptan la vida por educación" porque consideran que la rebelión permanente es agotadora. Y están los que van más allá y compensan lo absurdo de la vida con el esfuerzo físico llevado a su extremo. Los Juegos Olímpicos se toman a sí mismos en serio. Carecen totalmente de sentido del humor. Todo está montado para que la competición tenga el aspecto de una tragedia que, curiosamente, debe terminar bien. Es una cuestión de vida o muerte. Muerte simbólica, evidentemente. Vida sobreestimada, excesiva, incompatible con lo real. Pero los que vibran son aquellos que tienen necesidad de un sueño, los que tienen ganas de vivir y se rompen diariamente la cabeza contra un muro de miseria.

Los Juegos Olímpicos se burlan del mundo. No les preocupa la verdad; en todo caso, no la que revienta todas las noches las pantallas de los televisores del mundo.

Hable en esos momentos con uno de los centenares de miles de víctimas de la guerra en la ex Yugoslavia; pregunte al jefe serbio cuando esté afanado en aniquilar a las poblaciones croatas y musulmanas su opinión sobre el simbolismo de los Juegos Olímpicos.

El mundo se encuentra mal. Tiene dolor de cabeza. Tiene fiebre. Los que mueren siguen muriendo. En silencio. Usted tiene una elección embarazosa: África está atenazada entre la sequía -el hambre- y la enfermedad -el sida-; América Latina vive bajo la amenaza del terrorismo y el tráfico de drogas; Asia mira al cielo con el temor de que nuevas inundaciones se lleven a los niños hacia un horizonte de barro; Europa se construye penosamente mientras se despiertan los nacionalismos; Oriente Próximo quiere creer en la paz; el Magreb está amenazado por los integrismos...; y por todas partes las fronteras se cierran, se convierten en muros muy altos porque el Norte tiene miedo de perder su prosperidad, tiene miedo de ser invadido por emigrantes de todas las razas...

Y durante ese tiempo, los Juegos Olímpicos hacen alarde levantando la antorcha del humanismo triunfante, mostrando cuerpos enrollados en banderas que marchan siguiendo la cadencia del himno nacional. Están todos, incluso aquellos que acaban de diseñar su bandera: un total de 183 países, 183 símbolos que van desde la muy poderosa América con sus 624 atletas hasta el Estado más pequeño. La desigualdad es respetada. Deslumbra y hay que aplaudir.

Tanto la antorcha como la música están artificialmente alimentadas.

Hay el espectáculo de una superproducción que cuesta algunos miles de millones de dólares y el pequeña sueño de un niño que mira la televisión y llega a creer que su país va a vencer a América. Está la locura de los hombres puesta al servicio de una organización precisa, minuciosa, extraordinaria. Y esa misma locura se pasa, después, a la reserva para una eventual destrucción metódica de la civilización y la cultura.

Porque los Juegos Olímpicos no aman demasiado la cultura. Entre leer y correr, hay que. elegir. Entre contemplar un partido y escuchar un concierto, hay que elegir. Pero todo el mundo se pone en hora con los Juegos Olímpicos, porque los Juegos Olímpicos son la nueva dictadura.

Intente, ser crítico; pasará por un pobre hombre, incapaz de apreciar el deporte y la belleza del cuerpo humano.

Sólo Barcelona, la bella, la soberbia Barcelona, sacará provecho de esta fiesta. ¿Fiesta? Depende de para quien. En todo caso, Barcelona ya no será esa puta celebrada por Jean Genet, con su barrio chino, sus bares turbios, sus burdeles llenos de cucarachas. No, Barcelona se ha vuelto a casar. Se ha esposado con un rico terrateniente. Se ha arreglado, se ha hecho un lifting, ha escondido su miseria, ha repintado sus fachadas y restaurado los 40 kilómetros de sus alcantarillas. Se ha abierto al mar. Va a ser rica y famosa. ¿Seguirá siendo un personaje de novela? ¿Seguirá siendo un enigma, como Nápoles o Tánger? No, Barcelona ha tomado partido por el éxito, la limpieza y el progreso material. Gracias a los Juegos Olímpicos, Barcelona ha muerto. Barcelona está viva.

La humanidad tiene necesidad de símbolos. También va a tener necesidad de consuelo. Porque tras los Juegos Olímpicos, cuando todas las luces se hayan apagado, en algún lugar del mundo un niño avanzará con una luz para hablar de las tinieblas del mundo. No será la antorcha olímpica. Será, simplemente, un pequeño grito para recordar al mundo que jugar está bien, pero que vivir es mejor.

Tahar Ben Jelloun es escritor marroquí, premio Goncourt en 1987.

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