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Quincuagésima reunión

Durante los cuatro primeros días de junio, tomé parte en uno de los ritos santificados de la vida universitaria norteamericana: la quincuagésima reunión de mi clase, la de la promoción de 1942 de Harvard, College. Nunca he sido miembro de ninguna fraternidad o club social y jamás se. me había ocurrido asistir a una reunión de mi curso. Sin embargo, siempre me he mantenido en contacto con una docena de buenos amigos de mi clase, y en respuesta a la acosante propaganda de tres de ellos, llevada a cabo a través del correo y del teléfono durante un periodo de cerca de dos años antes de que el acontecimiento en sí tuviera lugar, asistí a mi quincuagésima reunión. Me sorprendió lo bien que rne lo pasé, y, desde entonces, he reflexionado además sobre la forma en que estas ceremonias contribuyen de manera positiva al adecuado funcionamiento de lo que hoy en día llamamos "sociedad civil". Durante cuatro días dormimos y desayunamos en las casas en las que habíamos vivido cuando éramos estudiantes universitarios; no necesariamente en las mismas habitaciones que habíamos ocupado hace 50 años, aunque sí rodeados del mismo mobiliario: camas estrechas pero cómodas, sillas y estanterías de madera, flexos, baños pequeños con cañerías ruidosas pero eficaces, conserjes amables con fuerte acento irlandés de Boston. Las comidas se sirvieron bajo enormes toldos, mientras la gente esperaba en fila, con platos de papel y sillas plegables de esas que se utilizan normalmente en los actos sociales de la iglesia y en las excursiones. Nuestro curso fue obsequiado con un concierto de la orquesta de los Boston Pops y el programa general de animación incluía golf y tenis, un paseo en barco por la bahía de Boston, una cena seguida de baile, exposiciones bibliotecarias tanto de tesoros históricos de la universidad como de las numerosas publicaciones realizadas por la promoción de 1942 y visitas con guía a los museos de arte de la universidad.

Hubo además simposios intelectuales dedicados a temas como la cosmología, la física nuclear y el estudio del caudal genético humano, cuyos presidentes eran científicos de nuestro curso. Uno que me interesó en particular por su grata muestra de autonomía humana individual exponía los resultados provisionales de un estudio de 50 años de duración sobre la salud y los hábitos de vida de varios miles de licenciados de más o menos mi edad. El estudio sostiene firmemente que la edad a la que uno deja de hacerse pis encima y los métodos por los cuales se alcanza este objetivo propio de nuestra civilización represiva no guardan la más mínima relación discernible con el tipo de adulto en que uno se convierte. De igual manera, parece ser que una gran mayoría de las personas que se vuelven alcohólicas, han tenido infancias completamente normales. Y, naturalmente, como ya todo el mundo sabe, la gente que bebe y fuma moderadamente (o no lo hace en absoluto) prolonga su existencia de una manera considerable, y disfruta durante ella de una mejor salud que aquellos que se hacen adictos al tabaco y/o al alcohol.

La Universidad de Harvard que yo conocí en los años 1938-1942 era una institución abierta y pluralista desde el punto de vista político y filosófico, pero también era una institución de y para hombres blancos, tanto en el cuerpo estudiantil como en el del profesorado, y el clima cultural que se respiraba era básicamente el de la Nueva Inglaterra protestante de Brahmin. Por ser uno de los relativamente pocos estudiantes judíos, disfrutaba de una beca que, de acuerdo con la lista oficial de ayudas financieras, estaba destinada a "un estudiante meritorio de nombre Murphy y que venía de Milton, Massachusetts". Los abogados de Harvard habían asegurado a la administración que si las condiciones restrictivas de una beca en concreto no podían cumplirse, el dinero podría asignarse legítimamente a un estudiante meritorio que no necesariamente tenía que llamarse Murphy ni ser de la ciudad de Milton. Y, de este modo, Harvard, hacía finales de la década de los treinta, comenzaba a diversificar rápidamente el trasfondo cultural de sus estudiantes.

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En mí clase solamente había un negro. Cincuenta años después la promoción que se licenciaba estaba constituida por un 19,5% de minorías étnicas (negros, hispanos, asiáticos, indios americanos) y el 43% de la promoción eran mujeres. En los últimos años, la universidad ha sido también víctima de una gran tensión debida a problemas de hostilidad racial, "citas que terminan en violaciones", "identificación genérica" y "derechos de los homosexuales". En su discurso a los estudiantes que se licenciaban, el presidente reconoció la gravedad de estos problemas, pero insistió en que -con la excepción del fenómeno absolutamente negativo de la violación eran conflictos originados por la presencia de grupos cuya existencia colectiva sencillamente se había negado hasta la década de los cincuenta y añadió que Harvard era ahora un laboratorio social en el cual habrían de desarrollarse actitudes nuevas y de mutuo respeto en lo referente a los orígenes raciales y a las preferencias sexuales.

Un último tema importante de nuestros encuentros con los administradores fue la dificil situación económica de la universidad. Los costes de la educación han ascendido al menos tres veces más deprisa que el índice general de precios, debido principalmente a los enormes e inevitables gastos que supone el equipamiento contemporáneo. En 1942 nos educaban con reglas de cálculo y mecheros Bunsen. Los estudiantes de hoy necesitan ordenadores y ciclotrones. Nos recordaron (utilizo este verbo porque la información es sí ya figura en la propaganda de las campañas anuales de la clase para recaudar fondos) que cerca de un tercio del presupuesto operativo procede de donaciones de los alumnos, es decir, que la generosidad y el sentido de la responsabilidad de los alumnos es un factor indispensable para dar continuidad a la existencia de la universidad.

¿Qué significado tiene que varios cientos de antiguos alumnos se vistan con las gorras y corbatas de su promoción, escuchen a los administradores de su universidad y discutan con ellos; asistan a una misa de funeral por sus compañeros de curso ya fallecidos (celebrada por un pastor negro y "homosexual"); se enorgullezcan al oír hablar de la cada vez mayor diversidad cultural del cuerpo estudiantil (expuesta por el primer presidente judío en los tres siglos y medio de historia de Harvard); conversen con compañeros de curso a los que llevan 50 años sin ver; marchen por Harvard Yard entre filas de estudiantes afectuosos y bromistas 50 años más jóvenes que ellos; aplaudan el discurso pronunciado en la ceremonia de entrega de diplomas por la primera ministra de Noruega, la socialdemócrata Gro Harlem Brutland, en el que criticó duramente la postura de Estados Unidos en la conferencia ecológica de Río de Janeiro y firmen cheques por valor de millones de dólares, procedentes de una riqueza alcanzada en la amoral economía de mercado cuyo incontrolado funcionamiento agrava los problemas raciales Y ecológicos que se debaten?

La respuesta a esta polifacética pregunta ilustra la importancia de las lealtades voluntarias, colectivas y firmemente arraigadas en la vida norteamericana. Cuando uno cruza en coche los límites municipales de una pequeña ciudad norteamericana, puede ver una larga lista de organizaciones de servicios con delegaciones en esa ciudad: organizaciones fraternales de agricultores, hombres de negocios y sindicatos; iglesias, centros benéficos, clubes deportivos, sociedades teatrales y musicales para aficionados, grupos de atención a los "ciudadanos de la tercera edad", etcétera. Ante todo, proporcionan una vida social a los miembros de mentalidad semejante, pero además, y de ningún modo en un sentido trivial, proporcionan apoyo personal y financiero a múltiples actividades culturales y de caridad que no suelen financiarse con ingresos procedentes de los impuestos.

En el caso de nuestra promoción universitaria, la base inicial de nuestra militancia y lealtad no es otra que el simple hecho de que todos nos licenciamos en Harvard College en 1942. No existe un denominador común en la afiliación religiosa, la forma de ganarse la vida, la situación social o económica, el credo político, ni en las preferencias culturales o aficiones. Sin embargo, en el estilo de vida norteamericano existe el convencimiento de que aquellos que han recibido una esmerada educación deberían ayudar a que otros tengan esa misma oportunidad, que aquellos, que disfruten de cierto excedente económico, mayor o menor, están en la obligación moral de invertir parte de ese excedente en la res publica, entendida no como gobierno político sino como bienestar cultural de la sociedad en su conjunto. Y en el mejor de los casos (en fuerte contraste con el comportamiento de las administraciones de los presidentes Reagan y Bush) se dan una flexibilidad y una tolerancia silenciosas que se ponen de manifiesto cuando los alumnos conservadores se enorgullecen del progreso tanto intelectual como social de la institución en la cual se educaron. Estas actitudes y estas lealtades voluntarias constituyen una característica esencial y profundamente admirable de la sociedad civil norteamericana.

es historiador.

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