El poeta enterrado en Larache
Es preocupación más o menos consciente de todo hombre el proponer una imagen de sí mis mo y difundirla a distancia y des pués de la muerte, de manera que ejerza un poder -o más bien una irradiación- sin otra fuerza, a la vez muy suave, poderosa y blanda: esta imagen despegada del hombre, o del grupo, o del acto, que lleva a decir que son ejemplares (Jean Genet, Un cautivo enamorado).Seis años después de su muerte y la publicación póstuma de su obra más arriscada y bella, la figura y empresa literaria de Genet suscitan aún enconada polémica: permanecen vivas. La virulencia de algunos ataques muestra que su provocación personal y el radicalismo moral y estético que configuran sus libros han dado en el blanco. Quienes se escandalizan de ellos, arropados en el manto de virtud del Bien Decir y el Pensamiento Correcto, son precisamente sus destinatarios directos: los enemigos declarados. Así, la hipocresía, convencionalismo y estreñimiento de los que algunos críticos hacen gala se insertan armoniosamente en su escritura como las voces de esos oficiales, jueces, damas y eclesiásticos que se expresan en Las criadas, El balcón o Los negros. Si algún geniecillo malévolo sustituyese las aseveraciones o réplicas de aquellos con párrafos extraídos del press-book de El cautivo enamorado o L'ennemi déclaré, probablemente nadie lo advertiría. Genet cede cortésmente la palabra trivial a sus adversarios en el interior de su propio ámbito: les invita a subir a la escena.
Pero más allá de la palabrería inane, destinada a ser pasto de la curiosidad erudita, una imagen tal vez diferente de aquellas deseadas o buscadas inconscientemente por el poeta en distintos periodos de su vida comienza a cobrar forma y precisarse paulatinamente como en el revelado de una placa o película. Dicha imagen fija, definitiva, del hombre y el artista, inalcanzable antes de que abandonemos el universo craso para introducirnos en el de la ausencia, se hace visible a partir de la nada, desde las sombras y el reino de la sutileza.
En el coloquio consagrado a Genet con motivo de la reposición de El balcón en el Gran Teatro del Odeón de París, aludí a la sugestión paradójica que había creado al desaparecer del mundo y entrar en la historia: hablar, en efecto, de la gracia y condena que significó su conocimiento para quienes le frecuentaron nos remite al empleo de un vocabulario religioso en los antípodas de su ateísmo. ¿Cómo conciliar esa gracia y la santidad a la que me referiré luego con el racionalismo cartesiano que, bajo las ilusiones y trampantojos de su teatro y escritura poética, vertebra su concepción rigurosamente igualitaria del ser humano? La idea del filósofo de separar las ciencias cognoscibles de aquellas que abarcan otras zonas del hombre (las de la ética, sociedad, Visión metafísica, etcétera) le conducía a rechazar las diferencias fundadas en el color de la piel, el sexo, la tradición cultural y religiosa, etcétera, como incongruente s en el área de la razón natural humana: no existen en verdad mentes negras ni matemáticas católicas. Tal concepción, subyacente a sus juegos de espejos y escenificación del gran teatro del mundo, eliminaba la idea de trascendencia y ponía a todas las religiones en el mismo saco. No obstante, la lectura de sus obras trasluce la busca de una ejemplaridad inmoral fraguada en la apología de acciones y valores reprobados, universalmente objeto de censura. Al Genet racionalista, implacable demoledor de los principios y tabúes sobre los que se orienta la sociedad burguesa, se añade así otro Genet, cuya vida y obra pueden interpretarse como una conquista sinuosa, llena de revueltas y quiebros, de una forma sutil de ejemplaridad: modelo a primera vista negativo, pero que alcanza tal vez su dimensión auténtica si lo examinamos a la luz de otras vías de perfección secreta que florecieron hace más de 10 siglos en el espacio cultural del islam.
Cuando describía en mi novela Paisajes después de la batalla el ideal literario y humano del excéntrico escriba enclaustrado en el barrio parisiense del Sentier, quedaba bien claro para cualquier lector familiarizado con mi trabajo que me refería a Genet: "Un hombre que rehúye la vanidad, desprecia las reglas y formas exteriores de conveniencia, no busca discípulos, no tolera alabanzas. Sus cualidades son recatadas y ocultas y, para velarlas y volverlas aún más secretas, se refocila en la práctica de lo despreciable e indigno: así, no sólo concita la reprobación de los suyos, sino que provoca su ostracismo y condena".
El desdén y rechazo de la simpatía o admiración ajenas, la indiferencia a la opinión del "solitario en la multitud", como definía lbn Arabi al malamati, nos dan una de las claves primordiales de la vida de Genet durante sus últimas décadas. Los adeptos a la malamiya -término derivado de malama o censura- evitaban cualquier manifestación de piedad y exhibían al contrario una conducta reprensible a ojos del prójimo, a fin de disimular al mundo su estado místico y piedad recóndita. Por las mismas razones, rehusaban distinguirse de los demás en sus virtudes y preferían ser mirados por encima del hombro y tratados con condescendencia. Xalal Ed Din Rumí, el sabio y poeta fundador de la orden de los derviches giróvagos, se sometió humildemente a la prueba de su amigo y mentor Chams Tabrizi de comprar una redoma de vino en el zoco más concurrido de su barrio para domeñar el orgullo y suscitar voluntariamente el escándalo. Antes que él, un malamati del admirable sufismo persa aconsejaba a uno de los suyos: "Oculta tus actos meritorios como otros ocultan sus malas acciones". El comportamiento extravagante de algunos santos populares del Magreb -descuido de las prescripciones rituales, embriaguez pública, sodomía, etcétera- formaba parte de esa provocación al fariseísmo de las buenas conciencias en la que acrisolaban su propia virtud encubierta. "Si tienes el medio de ponerte en una situación que te convierta en sospechoso de robo", decía Bishr Ben Al Mariz Al Hafi, "haz todo lo posible para meterte en ella". A pesar de sus excesos y dislates, Ibn Arabi situaba a los malamatis en la esfera más alta de la santidad.
Las convergencias del bardo del robo, traición y homosexualidad con los sufíes adictos a la malama son misteriosas pero innegables. Aunque sería anacrónico y falso, atribuir a un escritor del fuste de Genet la fe y misticismo de los malamatis, hallamos entre uno y otros demasiados puntos de contacto como para que podamos igno
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El poeta enterrado en Larache
Viene de la página anteriorrarlos. Quienes hemos vivido algún tiempo cerca de él y gozado del privilegio de observarle podríamos escribir un libro entero sobre sus actos de deslealtad, cóleras súbitas, desafectos inexplicables, palabras incumplidas: su violencia provocadora contra todos los poderes y símbolos opresivos le convertía desde luego en el repoussoir ideal de la sociedad en la que vivía. Pero además de esos hechos y anécdotas que integran ya su leyenda, pudimos descubrirle, cuando se descuidaba y bajaba la guardia, algunos momentos exquisitos de santidad: santo por distracción, como varios malamatis célebres, cuando soportaba heroicamente el cansancio y el dolor físico al servicio de los débiles y perseguidos y, olvidando su elogio de la traición, mostraba una fidelidad inesperada y conmovedora en las horas más duras de una ordalía o prueba. Inútil decir que dichos momentos, cuidadosamente celados a la vista del público como. celamos los demás nuestra cobardía y acciones ruines, suscitaban más tarde una reacción, a veces airada, contra sus testigos, como si, sorprendido in fraganti en una acción condenable, quisiera vengarse de su negligencia y de quienes quizá podrían dar cuenta de ella.
¿Eran esfuerzos suyos para componer la imagen que quería propagar, sustituir incluso a sí mismo? ¿Buscaba, como dice en una de las más bellas páginas de su obra póstuma, se equivocaba, esbozaba aberraciones y monstruos inviables, imágenes que habría tenido que desgarrar si no se hubiesen deshecho por sí solas? Su voluntad de desafiar hasta él fin la hipocresía de los bienperisantes vindicando con orgullo lo execrable y nefando ¿le imponía la necesidad de borrar del cuadro cuantos elementos contradecían su reputación infamante?, ¿Fue ese "comediante y mártir" del libro amazacotado de Sartre, al acecho del acto definitivo que le precipitaría en la nada, pero aguijaría al mismo tiempo la imaginación colectiva, si no como los héroes, profetas y santos, al menos como los grandes asesinos o los personajes perversos de Sade? Nunca lo podremos saber.
Lo que podemos comprobar con todo desde la otra orilla -desde el Magreb en donde escribo estas líneas- es el hecho de que la imagen forjada desde su salto a la fama -presente aún en la repulsa de los intelectuales conformistas, intermediarios culturales y el gran rebaño nacional de sus paisanos tiende a esfumarse y ser suplantada por otra, sugestiva y poética. El nesrani o europeo enterrado en el viejo cementerio español de Larache, defensor de los oprimidos y amigo de la causa palestina, repatriado casi a escondidas a Marruecos como uno de tantos obreros emigrados muertos en Europa, tiene ya muy poco que ver con el que conocieron Cocteau y Sartre y fue piedra de escándalo en los medios literarios de París. La imagen que tal vez quiso crear de sí se ha empañado hasta casi desdibujarse, y la que lentamente emerge de la placa o película sorprendería sin duda al interesado.
La sencilla sepultura del poeta, a pocos metros de un acantilado en el que se estrellan sin tregua las olas impulsadas por las corrientes marinas, contrasta por su pulcritud y atenciones que la rodean con las de sus más antiguos e indeseables vecinos, miembros por lo general de la casta militar africanista hispana, idéntica a la que parodió en algunas escenas inolvidables de Los biombos y con la que reñiría día y noche -¡imagino sus arrebatos de cólera!- de hallarse en vida. Manos anónimas depositan ramos de flores, riegan el césped que la ciñe, se apoderan incluso de su epitafio como una reliquia o recuerdo piadoso. Marroquíes y europeos vienen a recogerse junto a ella y la envuelven en una aureola de respeto, casi de santidad.
Aunque la ualaya o santidad en el islam se remonta, como es sabido, a los primeros siglos de la Hégira, no obedece a un escrutinio y reglamentación estrictos -aun en sus aberraciones- como los impuestos por la Iglesia de Roma. Los "amigos de Dios" son escogidos libremente por el pueblo, y su santidad, ganada en vida o después de la muerte, esa menudo aleatoria y frágil. Personajes que gozaron durante un tiempo de la devoción de los fieles han caído más tarde en el olvido y sus ermitas abandonadas y en ruina testifican de forma patética la pédida irremediable de su baraca. Otros, en cambio, convocan a centenares o miles de personas entorno a las zagüías fundadas por ellos o sus sucesores con motivo de una romería o en determinadas festividades del calendario islámico. En Marruecos, algunos de ellos son hebreos y reciben la ziara o visita tanto de judíos como de musulmanes. Aunque el sunismo oficial condena esas expresiones híbridas de religiosidad, se -ve obligado a transigir con ellas después del fracaso histórico del movimiento reformista de la salafía.
¿Se convertirá Genet con los años en uno de esos santos populares a quienes los romeros, tras anudar las cintas de sus ex votos en los árboles cercanos a su tumba, colman de humildes presentes y solicitan favores? El hecho no tendría nada de extraordinario si la imantación de la imagen definitiva creada por su muerte se concreta y mantiene. Si uno de los santos de la región de Marraquech fue un soldado francés de la tropa de Lyautey que, enamorado del carbonero de un pueblo, permaneció con él hasta la muerte tras abrazar el islam y su sepulcro recibe actualmente la visita de algunas mujeres, a las que concede la fertilidad, ¿no brinda acaso la figura del ex poeta maldito méritos y virtudes, no por recatados y ocultos menos atractivos y concluyentes? La fascinación ejercida por ese solitario del mundo ha escapado a sus manos y puede adoptar formas imprevistas en el campo de la leyenda. ¿Quién sabe si su deseo de alcanzar el dominio de lo "fabuloso, en grande o pequeña escala", no se cumple ya: "Llegar a ser un héroe epónimo, proyectado en el mundo, esto es, ejemplar y, por consiguiente, único, porque procede de la evidencia y no del poder"?
es escritor.
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