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Tribuna
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El mundo desde Epsom

Fernando Savater

Este año asistió menos gente al derby que en otras ocasiones. Y ello a pesar del remozamiento de las venerables instalaciones del hipódromo llevado a término en los últimos meses, que culminó en la inauguración de una elegante tribuna, el Queen's Stand, y a despecho del hermoso día que amaneció: soleado y tibio, con el césped incomparable de los downs satinado por los recientes chaparrones del final de la primavera. Sin embargo, fue menos gente. Las previsiones relativamente optimistas de los organizadores auguraban unas cuarenta mil personas (diez mil menos, en cualquier caso, de las que allí nos reuníamos hace 15 años), pero no hubo mucho más de veinte mil. ¡Y era el Derby Day, una fiesta que hacía suspender el siglo pasado las deliberaciones del sesudo Parlamento británico, paralizando con el éxtasis de su galope la política, los negocios y hasta imponiendo a los desesperados el aplazamiento del suicidio! "Ya que me voy a matar, me mato el lunes que viene", pensaba el potencial suicida, "y así me entero de quién ganó el último derby. ¡Total, para cuatro días que va a vivir uno ... !". Supongo que por eso el derby se ha corrido siempre en miércoles, el primer miércoles de junio, un día oficialmente laborable: para que quedara bien claro que los ingleses dejaban de parlamentar, de trabajar, de ligar o de pegarse un tiro a causa de una resplandeciente carrera de caballos y no por ninguna otra causa banal. No era la tregua de Dios, administrada por los curas, sino la tregua del derby, manejada por los bookmakers. ¡Cosas del dulce ayer! Porque los últimos años, y sobre todo éste desdichadísimo del 92, peor que ninguno...Y no es que la carrera se presentase sin alicientes. La prueba estaba tan abierta a la gloriosa incertidumbre del turf que había no menos de seis favoritos empatados en apuestas, seguidos de cerca por otra media docena de candidatos de repuesto, también con buenas posibilidades de triunfo. El morbo lo garantizaba la participación, dudosa hasta el último momento, de Rodrigo de Triano ' montado por el maestro Lester Piggott. El caballo venía de ganar las Dos Mil Guineas inglesas y las irlandesas, pero ambas pruebas se corren sobre una milla de distancia, mientras que el derby es sobre milla y media... y una milla y media agravada por las ondulaciones de la pista de Epsom, para no hablar de su empinada curva en Tattenham Corner, capaz de apuntillar a jacos de poco fuelle y jinetes de poca monta. El pedigrí de Rodrigo está fraguado para la velocidad pura y dura: es difícil imaginarlo ganando más allá de una milla ni aunque la pista fuese toda cuesta abajo... ¡Ah!, pero debe considerarse el factor P¡ggott! El rey sin corona de Epsom va a cumplir 57 años y ha ganado el derby nueve veces, la primera a los 18: récord absoluto, pues se considera que sólo jinetes excelentísimos y muy afortunados han logrado vencer en la prueba más de tres veces. Además, Lester se había jubilado como jinete hace seis años, ha pasado más de dos en la cárcel por evasión de impuestos, y volvió hace uno y medio a las pistas. Sus adoradores estamos dispuestos a creerle capaz de cualquier cosa en cuanto tiene un caballo. debajo y nos encantan sus explicaciones lacónicas, brindadas en un murmullo impenetrable. Así cuando a su regreso a la fusta un curioso le preguntó bobamente cómo pensaba montar ahora y él gruñó: "Como solía antes: una pierna a cada lado". ¿No podría Lester, contra toda

videncia racional, hacer que Rodrigo aguantase 800 metros más de lo genéticamente debido? Después de todo, si alguien se merece un 10 es Piggott y por el momento sólo lleva nueve derbies...

De modo que muchos de los pocos que fuimos a Epsom lo hicimos en espera del milagrito. Además, a los hispanos nos hubiese gustado que ganase un Rodrigo, aunque fuera de Triano, porque ya estamos algo fatigados de tanto nombre árabe como debemos aprendernos últimamente, desde que todos los campeones pertenecen a los sheiks del petróleo. Para que se hagan una idea, uno de los favoritos de este año se llama Alnasr Alwasheek, que significa algo tan bonito como victoria inminente, pero que suena un poco raro a oídos rumíes. No han faltado, sin embargo, ganadores de derbies con nombre castellano: el último fue Secreto, que batió por corta cabeza a

RAúL El Gran Señor (padre, precisamente, de Rodrigo), y Lester ganó hace años -también apretadamente- sobre Roberto, así llamado en homenaje de su propietario americano a un gran jugador de béisbol de la época. De todas formas, muchos de los nombres árabes para los caballos son muy hermosos y no me gusta menos un Shahrastani que un Rodrigo de Triano. Lo que temo ahora es tener que aprenderme los nombres de los campeones japoneses, que sin duda serán dentro de pocos años los únicos rivales capaces de derrotar a los propietarios árabes en los hipódromos europeos...

En los días de la reunión hípica de Epsom, los periódicos ingleses no hicieron más que hablar de los reiterados intentos de suicidio de Lady Di. Monarcas, príncipes y princesas perdieron una excelente ocasión de suicidarse en masa allá por 1792, lo que les hubiera convertido en personajes trágicos de la historia; ahora, por mucho que se empeñen en desgraciarse, ya nunca pasan de figuras de vodevil para la prensa del corazón. Entre tanta paparrucha, una noticia triste de veras: la muerte del entrañable actor Robert Morley, el hermano de Katherine Hepburri en La Reina de África o el jefe de la banda en La burla del diablo, entre muchos otros papeles de característico truculento y orondo. Morley fue un gran aficionado a los caballos, compro algunos y perdió mucho dinero con ellos, pero, eso sí, disfrutando siempre a tope. Cuando firmaba contrato para representar una obra teatral incluía una cláusula estipulando que no habría función el día del derby. Además de actor fue un aceptable escritor (en torno a temas hípicos o gastronómicos, sobre todo) y le encantaba bromear con mucha seriedad fuera de escena. Cuentan que un día, en Sidney, coincidió en unos estudios de televisión con mister McMahon, que había sido primer ministro australiano hasta el mes anterior. Ambos estaban sentados en espera de ser entrevistados ante las cámaras y en la silla de al lado alguien había dejado un instrumento musical. "¿De dónde le viene su afición al banjo?", preguntó Morley para entablar conversación con el desconocido. Fríamente, McMahon le informó de que no tocaba el banjo. "Claro, perdone usted, cómo he podido equivocarme... Ya veo que es una guitarra. ¿Cuándo aprendió usted a tocar la guitarra?". El ex primer ministro aclaró que él se dedicaba a la política. "Razón de más para celebrar que haya apren-

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Fernando Savater, escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

El mundo de Epsom

Viene de la página anterior dido usted guitarra y pueda también ganarse honradamente la vida con ella" aprobó calurosamente Morley; "me han di cho que el mundo de la política está lleno de bribones". Muy mosqueado, McMahon te hizo saber que había sido primer mi nistro del país hasta el mes anterior. ','¡Y bien que le deben ha ber venido ahora sus conocimientos dé guitarra, cuando se ha quedado sin empleo!". Etcétera. ¡Viejo y querido Robert Morley! Murió un Derby Day, como le correspondía. ¿Cómo lo hubiera dicho Borges? "Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas....'.

En fin, que Rodrigo y Lester no ganaron el derby, porque lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. No le demos más vueltas al asunto. Una de las más irritantes manías de los malos novelistas y malos cineastas del momento es hablar de una estética de los perdedores. Que un perdedor pierda no tiene ninguna estética y sí mucha lógica. Si el que pierde es un ganador habitual, ya puede tener la cosa su granito de poesía. Pero lo verdaderamente hermoso, lo que renueva el inicial entusiasmo estético, es que el ganador gane. Y ése fue Doctor Devious, montado por el irlandés John Reid, visitante habitual desde hace años de nuesttros humildes hipódromos españoles. Menos gente que otras veces, ya digo, en la tarde vibrante de Epsom, 212 años después de que Diomed ganase el primer derby. ¿La sempiterna crisis? ¿Precio excesivo de las entradas? ¿O quizá se ha hecho ya inviable mantener el derby un día laborable y habrá que desplazarlo al fin de semana? ¿Muere la que fue gran fiesta, reducida a la simple estatura de una carrera entre otras? No soy de los que creen que el mundo se hace inhabitable porque desaparecen las modas y las ideas de antaño. Estoy seguro de que la vida de mañana seguirá siendo maravillosa e infernal, como la de hoy y la de ayer. Pero cada cual tiene derecho a enterrar su corazón en lo que ama: el mío tiene su madriguera en Epsom, allí donde toman los caballos la curva de Tattenham. Latirá mientras dure el derby y se desvanecerá con él.

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