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Tribuna
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La enfermedad y su remedio anticonstitucional

Han transcurrido más de tres meses desde que expiró el plazo legal para llevar a cabo la propuesta al Rey, en orden al nombramiento de cinco magistrados del Tribunal Constitucional. Se critica, con razón, la demora, e inmediatamente aparecen los redentores con fórmulas de salvación para garantizar el cumplimiento de los plazos que el propio Poder Legislativo se ha fijado a sí mismo.

No cabe la menor duda de que los plazos debieran cumplirse, no sólo por los abogados, que quizá somos los únicos que, en el mundo del Derecho, los cumplimos, además de la generalidad de la ciudadanía, especialmente en sus declaraciones tributarias, sino también por los representantes directos del pueblo español, que, naturalmente, deben estar sometidos al imperio de la ley, sea ésta ordinaria, orgánica e, incluso, disposición puramente administrativa. Si ellos nos han dado una ley, parece lógico que sean los primeros en cumplirla. Es cierto que, en tema de plazos, también puede quedar atormentado, aunque más livianamente, el Estado de derecho, y desde luego, de manera ínfima, si se parangona con alguna de las imaginativas, por no decir fantasiosas, o quizá peligrosas, soluciones que, a título puramente personal, se andan proponiendo públicamente.

Lo anterior viene a cuento porque leo en los medios de comunicación que se incita a modificar, mediante ley orgánica, la fórmula actualmente existente, en el sentido de que si en el plazo de un mes las Cortes Generales no renuevan, cuando así corresponda como ahora es el caso, la composición del denominado legalmente máximo intérprete de nuestra Constitución y no cumplen dicho plazo, pues que sean los magistrados de tan alto organismo los que elijan a sus sucesores. Como dicen mis alumnos de la Complutense, la verdad es que se queda uno sencillamente pasmado. Pasmado de que eso se diga y atónito de que quien lo diga se encuentre en estos momentos, siquiera sea de forma más o menos efímera, al frente del propio Tribunal Constitucional.

Y la perplejidad proviene de que, por medio de una ley orgánica, no se pueden hacer esas cosas ni siquiera en régimen de simple conjetura o rudo decisionismo. Porque no es que haya que modificar una ley orgánica por otra también orgánica, que sería lo de menos, es que habría que modificar nada más y nada menos, para empezar a hablar, que el artículo 159.1 de la Constitución española por las lógicas premuras que se tienen en este asunto. Premuras, además, tenemos todos los ciudadanos no sólo en que se renueve, de acuerdo con la Constitución y con la Ley, el Tribunal Constitucional, sino también en que éste, con toda justicia, resuelva los centenares o miles de asuntos que tiene pendientes, sin incurrir, cuando menos, en indebida dilación en la administración de justicia, si finamente se hila, como debiera ser, en un Estado de derecho.

El articulo 159.1 de nuestra Constitución dice literalmente que "el Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.

Iniciativa endogámica

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De todas formas, como es sabido, la iniciativa de la reforma de la Constitución, por vigencia del artículo 166 de la misma, corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado, de acuerdo con la Constitución y el reglamento de las Cámaras o, más remotamente, a las Asambleas de las Comunidades Autónomas que pueden instarla del Gobierno o, en su caso y más lejanamente, del propio Congreso. Creo que podemos estar tranquilos. Ni el Gobierno ni las Cortes, creo, estarán dispuestos a hacer suya tan endogámica iniciativa por la simple expiración de un plazo. También la Ley de Presupuestos Generales del Estado se aprueba, en muchas ocasiones, fuera de plazo, y al subsecretario del Presupuesto no se le ocurre decir que si no se hace en un mes que lo decida la Subsecretaría, aun que, es verdad, que esta ley tiene mucha más importancia para el ciudadano y para el Estado que el nombramiento de los magistrados de tan delicado organismo, como es el Tribunal Constitucional, reconociendo, naturalmente, que no deja de ser incómodo a veces eso de estar en funciones pero funcionando.

Por esto y por otras muchísimas razones, cuando hace unos 12 años me ofrecieron proponerme para formar parte de dicho Tribunal dije que no, como también lo he dicho ahora, hace unos días, porque no me siento capaz de integrarme en un organismo tan zarandeado en materia de cumplimiento de unos plazos y en ocasiones olvidadizo para la propia ejecución de otros, dicho sea con la mayor admiración por la elevada función que cumplimenta.

Así las cosas, la verdad es que el puro voluntarismo, si se admitiese tan singular y partenogenética tesis, conduciría inevitablemente, y esto debiera saberlo quien lo dice, a la derogación y modificación del citado texto constitucional que en modo alguno podría ser por ley orgánica, puesto que por muy orgánica que sea la ley, manteniendo el actual precepto constitucional, se ría rigurosamente inconstitucional. Y de ahí, por tanto, una de dos: o esa ley se generaría ya con un gravísimo vicio de inconstitucionalidad, sencillamente, para que tamaña desmesura pudiese llegar a buen puerto tendría, sin más, que modificarse la Constitución, siquiera sea en ese punto.

Fórmula mágica

Y lo anterior desde el planteamiento pudiéramos decir formal, sin olvidar que lo formal en un Estado de derecho deviene, en efecto, material en muchas y muy variadas ocasiones que no son del caso. Pero desde otra perspectiva, y salvado este pequeño detalle tener que modificar, nada menos, que la Constitución por causa vehemente, no sé si los españoles estaríamos dispuestos a admitir que la llamada partenogénesis, sistema de reproducción zoológica de algunos animales y plantas, fuese aceptada como mágica fórmula constitucional por quienes directamente, como debe ser, representan al pueblo en las Corte Generales, donde reside la soberanía nacional, o por el Gobierno, cuyo presidente, en definitiva, también es nombrado por los elegidos diputados, o en fin, por el Consejo General del Poder Judicial, también derivado de quienes fueran votados por la ciudadanía.

El derecho sucesorio que se propugna, si bien de forma vicaria y a modo de santio criminalis, por quien ya ha consumido, incluso, su mandato democrático y se mueve en la cuerda floja de la interinidad, como consecuencia de dormirse en los laureles de la estrategia negociadora o de lo que sea, me parece un disparate, así de sencillo, aunque estoy seguro de que no será inquietante, ni siquiera remotamente. El propugnado fenómeno corporativista y partenogenético, más propio de períodos de la extinta democracia orgánica, resulta sorprendente y antinómico, porque ni es social, no representarían a la sociedad ni es democrático, porque se margina a quienes así han sido elegidos, ni es de derecho, por que quebranta abiertamente la Constitución. Y tal exorbitancia por haber incumplido un plazo.

Por esto, como ha dicho hace poco sutilmente, como acostumbra en cuestión de tolerancia, Jesús Aguirre, duque de Alba y académico de la Lengua, con ese tipo de cuestiones no hay que ser sólo tolerante, más bien hay que llegar al reconocimiento, pero al reconocimiento de la real situación y, consecuentemente, derogar, sin más, el rígido y reglamentista plazo y que se propongan cuando se pueda, respetando siempre el mandato para el que fueron designados, y ya recibirán los tardígrados, caso contrario, las críticas políticas y de la sociedad por su desgana, incapacidad e imprevisión. Pero inhabilitarlos o hurtarles sus potestades constitucionales, no. Nunca. Sería, sin duda, peor el remedio que la enfermedad. Y enfermedades, y ésta seria muy grave, ya tenemos bastantes como para, voluntariamente, frivolizando, echarnos otra más a las espaldas.

Manuel Cobo del Rosal es abogado.

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