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"El centro es mi pueblo"

Las primeras veces que caminó por el paseo de Rosales, Catherine Allard tenía la impresión de que el mar podía estar ahí mismo, detrás de los árboles. Corría el mes de septiembre de 1990. Acababa llegar a Madrid, con sus mallas y sus zapatillas, para convertirse una de las primeras figuras del Ballet Lírico Nacional. Atrás quedaban Bruselas y La Haya, y ante sí se abría una jungla de tres millones de habitantes, humo y ruido. Y sin mar. Se sintió perdida. Dos años más tarde, Catherine ha encontrado su refugio: "Dentro de la ciudad hay pueblos, donde te haces tu mundo. El mío es el centro".

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El apellido como destino

Tiene 31 años, ojos muy grandes, tez pálida y la expresión dulce que se les acaba poniendo a las bailarinas. Escogió la danza, y a medida en que la danza la envolvía, los lazos con España se iban estrechando, hasta que acabaron por atraparla. En Bruselas, su ciudad natal, aprendió con Víctor Ullate y Carmen Roche. A su paso por. la escuela Mudra, de Maurice Béjart, hizo buenos amigos argentinos y españoles. Y en las filas del Netherlands Dance Theatre, en La Haya (Holanda), se topó con Nacho Duato, que se la trajo a Madrid en cuanto se hizo cargo del Ballet Lírico, en junio de 1990.Y aquí llegó Catherine. Aterrizó, con sus zapatillas, sus ojos grandes, su tez pálida y su expresión dulce "en una ciudad grande". Y se fue derecha al corazón. Allí, en pleno Madrid de los Austrias, construyó su mundo.

Hace la compra en el mercado de San Miguel, pasea por la plaza Mayor y se sienta en las Vistillas a ver las puestas de sol. En el centró tiene todo lo que quiere. Tanto, que evita "ir a la ciudad durante el día". "Tengo suerte de vivir aquí", dice sonriente. En su ático de un bello edificio rehabilitado pasa los ratos libres, leyendo o dibujando. "Tenemos que viajar tanto que disfruto mucho estando en casa".

Dice que de Madrid le gusta el verde, afirmación que extrañaría a más de un lugareño agobiado por el asfalto. "Hay mucha naturaleza, como el Retiro o la Casa de Campo. Ahora que todo florece, me he dado cuenta de que han puesto arbolitos en Alcalá. Eso es importante en las grandes ciudades". Pero, sobre todo le gusta poder sorprenderse continuamente. "Recuerdo un día, en Semana Santa, que estaba en casa y de pronto oí gritos en la calle: '¡Guapa, guapa!'. Salí corriendo, y vi que había una procesión. Fue muy bonito".

Los nombres extraños

Con espíritu pionero, Catherine husmea por callejuelas seculares. "En el centro hay muchos lugares que descubrir. En cada calle encuentro siempre algo nuevo: un rincón, una tiendecita. Me gustan los carteles con nombres extraños. El otro día vi uno que ponía 'Marqués de la Viuda de Pontejos' o 'Bordadores.'... A través de esas calles te imaginas cómo era la vida hace tiempo".Frente al recogimiento de "su pueblo", le molestan el ruido,,el tráfico y, sobre todo, la polución. "Al ruido te acabas acos tumbrando: te das cuenta cuando sales al campo y sientes que el silencio existe. Del tráfico yo formo parte, porque conduzco. Lo que peor llevo es el humo. ¡No respiramos!".

De La Haya sólo echa de menos a sus amigos, y de Bruselas, a su familia. "A veces me siento culpable por añorar más Bruselas. Hombre, a veces, me acuerdo de la Grande Place...".

Hasta aquí todo perfecto. A ojos castizos, sin embargo, el expediente de Catherine presenta un borrón enorme: su pasión por Barcelona. Allí vive su novio, lo cual no deja de ser una buena excusa. Pero hay más: "En Barcelona me encuentro muy bien. Me siento más cerca del exterior, de Francia, de Bélgica. Es una ciudad abierta". Y tiene mar. "No sé cómo es vivir en Barcelona, pero me gusta la' gente, el ambiente, siento mucha afinidad". "Dicen que los catalanes son más cerrados, pero tienen otras cosas, es gente especial. Por ejemplo, abren las puertas de sus casas a los amigos más a menudo que los madrileños., Aquí la gente se ve más fuera, en restaurantes". Y se pone colorada, con una mueca de culpabilidad.

Pero aún le queda lugar para Madrid: las películas en la Filmoteca, las copas en el Teatriz o el Círculo de Bellas Artes, -"lugares donde se pueda hablar, lo otro es volver al ruido"- y, sobre todo, sus expediciones por el barrio. Ahora está encantada porque ha descubierto un convento de monjas carmelitas. "Es increíble. Son de clausura. Es un sitio muy bonito, donde hay silencio. Y huele a pastas caseras".

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