Ordóñez
Fue el primero que supo por dónde iba a pasar la carretera. Adquirió una parcela junto al futuro trayecto de la democracia y allí montó un pequeño taller. Después se limitó a no cambiar de sitió nunca. Paco Ordóñez aún sigue afincado desde entonces en las mismas ideas, pero en aquel tiempo todos los partidos se agitaban de un lado a otro para acomodarse al nuevo trazado de la libertad, y en el primer momento dio la sensación de que era Ordóñez el que cambiaba mientras los demás no se movían. Sucedió precisamente al revés. Los socialistas dejaron de ser marxistas, los comunistas abandonaron el leninismo, los franquistas se hicieron parlamentarios, los falangistas se volvieron centristas. Ahora todos son socialdemócratas. La política se hace en tomo a aquella parcela que Femández Ordóñez había escriturado cuando el dictador dejó el país convertido en un erial. Entonces era un alto funcionario técnico del Estado, tal vez el único que no ponía cara de idiota al oír el nombre de Rilke; hoy es el mejor ejemplo del burócracia humanista que puede opinar con desahogo de Fidias, de Galbraith, de Machado, de la ley tributaria, del mito de Sísifó, de Maastricht y de los presocráticos. Si algún día deja la política para cuidarse un poco más, caerá sobre él una avalancha de homenajes y espero que tenga salud para poder soportar y recuperar se de los elogios. Antes de que llegue ese alud quiero ser el primero en decir que Fernández Ordóñez ha convertido la función pública en una de las bellas artes; ha tocado el violín con gran virtuosismo en medio de las dentelladas; se ha visto obligado a ejecutar desde la izquierda el trabajo que la derecha tenía que haber realizado ya a principios de siglo; ha recuperado para la política esa mezcla de entusiasmo y escepticismo que caracteriza a los decentes. La democracia es el arte de que la gente no se mate. Para conseguirlo, Ordóñez ha cargado mil veces esa piedra hasta la cumbre de la montaña. Indemne e incontaminado, sigue subiendo y bajando.
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