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La destrucción ritual de las ciudades

A menudo me interrogo sobre una de las numerosas incongruencias de nuestra guerra civil. No logro comprender la doctrina militar que fija como uno de sus principales objetivos, si no el primero, la destrucción de las ciudades. Antes o después, el mundo civilizado se encogerá de hombros con indiferencia cuando se le evoque esta carnicería en el curso de la cual nos hemos matado los unos a los otros. ¿Qué otra cosa podría hacer? Pero no olvidará jamás que hemos aniquilado las ciudades. Permaneceremos en el recuerdo -sí, nosotros, el campo serbio- como sus destructores, como los nuevos hunos. El horror de Occidente es comprensible. Hace siglos que no hace distinción, ni siquiera en el plano etimológico, entre los conceptos de ciudad y de civilización. Para él, esta absurda locura destructora no puede ser más que la negación manifiesta y bárbara de los más altos valores de la civilización.Hay otra circunstancia diabólica que conviene no olvidar. Se trata de ciudades bellas, muy bellas, de las más bellas: Osiek, Vukovar, Zadar. Ahora, Mostar y Sarajevo. Cuando se atacó Dubrovnik -debo decirlo aunque me repugne- se atacó una ciudad de una beldad excepcional, casi simbólica. El gesto de los atacantes hace pensar en el de un loco que tirara vitriolo al rostro de una bella mujer mientras le promete uno nuevo todavía más bello. No se trata de un simple momento de extravío, de inconsciencia, propio de gente primitiva, y la prueba es que proponen reconstruir Vukovar la barroca en un estilo serbo-bizantino que jamás ha existido. La burla arquitectónica con la que se nos quiere seducir revela, sin embargo, siniestras motivaciones...

Si nuestros teólogos tuvieran un poco más de imaginación, consideraría toda esta historia como la anunciación de una Vukovar divina que descendería a la tierra para constituirse en el emblema material que marcara el centro temporal de la Serbia Celeste que se nos promete. Sin embargo, cuando se examina un poco más prosaicamente esta idea de transformar por la fuerza la personalidad de una ciudad a la que se ha destruido voluntariamente, se puede ver que en realidad no se trata más que de la demente elucubración de los que hacen la guerra, como también lo fue la de reducir a cenizas la vieja ciudad de Varsovia para reconstruir un día, en su lugar, una Varsovia teutónica.

Hace años que defiendo la tesis de que uno de los principales factores del auge y caída de las civilizaciones reside en una fábula tan vieja como el mundo, agustina y maniquea -¿por qué no iba a serlo?- Esa fábula enfrenta en un incesante combate a los que aman las ciudades contra los que las aborrecen. Un combate que se libra en cada momento de la historia, en el seno de todas las naciones y de todas las culturas, en cada hombre. Me asomaba, pues, in abstracto a ese tema que me obsesionaba; todo el mundo sabía que desarrollaba esa teoría y que la elaboraba con especial celo. Mis estudiantes me oían de buen grado hablar de ella, aunque les hiciera sonreír a escondidas... ¡ya está otra vez con su manía! Pero en estos momentos compruebo con horror que, de repente, mi manía está de plena actualidad.

Entre los ritos de los que me ha sido dado ser testigo ocular, contemplo la destrucción ritual de las ciudades. Veo a sus asesinos en carne y hueso.

¡Imagínense, he estado a punto de poder hablar a mis alumnos de un Vucurevic, de un Sljivancanin, de un Biorcevic...! ¡Hasta sus nombres se han vuelto míticos! Si hubieran venido al aula magna para hablar, ¡cómo me hubieran ayudado a explicar a esos jóvenes el lado siniestro de la fábula del buen pastor y la ciudad perversa, de Sodoma y Gomorra, de los muros de Jericó que se derrumban como por encanto, de los trucos del mago guerrero Epeo y la destrucción de la orgullosa Ilión, o bien de las maldiciones del Corán que predicen que todas las ciudades serán destruidas y aquellos de sus habitantes que no sean dóciles, convertidos en monos. No tengo la menor duda de que nuestros actuales grandes maestros en destrucción hubieran aceptado exponer sus motivaciones de buen grado, sin pasar la más mínima vergüenza. Sin duda hasta habrían sentido algo de orgullo.

Pues desde que el mundo es mundo, desde la noche de los tiempos, se ha destruido siempre a las ciudades en nombre de imperativos nobles y de alta moralidad, ya sean de orden religioso, moral o racial.

Los que odian y destruyen las ciudades ya no son sólo fantasmas que uno encuentra en los libros; están bien vivos y habitan entre nosotros. Lo único que podemos hacer es preguntarnos en qué abismos del alma popular han visto la luz y hacia dónde van; en qué adulteradas premisas se fundamenta su representación del mundo; cuáles son las imágenes que les obsesionan, de qué naturaleza son; qué mórbido álbum hojean. Es evidente que no es el libro idílico que conserva la memoria de la ciudad. Al primitivo le cuesta aceptar que algo haya podido existir antes que él, su etiología es simple, exclusiva, única, sobre todo cuando ha sido elaborada de manera sistemática, gracias a las didascalias prodigadas en los cafés. Reconozco que es difícil describir los fenómenos que estoy evocando puesto que sin duda se sitúan más allá de lo descriptible. Ésa es la razón por la que ruego considerar las presentes reflexiones como una suerte de sombría gnosis personal que me permite, con la ayuda de mi intuición, buscar en el alma de los primitivos algo que se parezca al antiguo y arquetípico miedo de la ciudad, tal y como se le adivina en las antiguas epopeyas que relatan las conquistas. Sin embargo... hace mucho, mucho tiempo de lo que se trataba era en cierto sentido de un miedo santo, sometido por tanto a reglas, yugulado. Hoy no se puede hablar más que de desenfrenadas reivindicaciones del más bajo hábito mental. En el alma asustada de los destructores de ciudades me parece descubrir una siniestra furia contra todo lo que es urbano y, por tanto, contra las complejas series semánticas del pensamiento, de la moral, del lenguaje, del gusto, del estilo... Recordaré que, desde el siglo XIV, la palabra urbanidad sirve para designar lo mismo en la mayoría de las lenguas europeas: la educación, la coherencia, la conformidad entre el pensamiento y la palabra, la palabra y los sentimientos, los sentimientos y los gestos... Para aquel que no logra someterse a las leyes de la urbanidad, lo más fácil es simplemente liquidarla.

La suerte que han sufrido Vukovar, Mostar, Bascarsija, la vieja Sarajevo, me recuerda funestamente la que estuvo a punto de ser la suerte de Belgrado. No, no pienso que vayan a aparecer nuevos invasores a los muros de Kalemegdan con afán de destruirla. Temo, y es triste decirlo, a nuestros propios maestros en destrucción. Porque las ciudades no sólo se aniquilan desde el exterior, físicamente; también pueden ser destruidas espiritualmente, desde dentro. Y es la variante más segura. Por la fuerza de las armas, el invasor nos obliga a aceptarle como conciudadano. En nuestras condiciones y en estas regiones balcánicas en las que las migraciones no son un fenómeno raro, el peligro toma una forma muy precisa. Las analogías son inexorables. Si consideramos, por ejemplo, que la lucha de liberación nacional, durante la II Guerra Mundial, fue también un gran éxodo, una migración con las armas en la mano, una suerte de aportación forzosa de po-

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blación no urbana a las ciudades, no podemos imaginar sin dolor lo que podría ser una vuelta al mismo escenario. Sin duda, hay entre nosotros quienes recuerdan hasta en sus detalles más nimios a qué se parece esta saludable regeneración de las ciudades.

Si los valerosos defensores de los pueblos serbios y los desafortunados conquistadores de las ciudades croatas se proponen, pues, ser dentro de poco nuestros conciudadanos, nuestros coinquilinos, y nuestros señores, es posible saber lo que nos espera. El aflujo de partisanos tenía, así se decía, la finalidad de regenerar las ciudades y hostigar la decadencia social. Las hordas de nuestros nuevos partisanos nazis se darán prisa, dado que la leyenda de Sodoma y Gomorra está siempre de moda, en limpiar las Sodomas y Gomorras serbias de todo lo que no es conforme a la ideología nacional, de aquellos a los que se puede tratar como a hampones. Se volverá a arrasar ciudades en nombre de nobles, sublimes fines. Sin duda, a alguno se le ocurrirá la idea de depurar Belgrado en el terreno étnico. Siempre se podrá encontrar alguna teoría para fundamentar grandes empresas nacionalistas, si se diera el caso de que nuestros futuros micénicos tuvieran reparos. ¿No nos enseña el gran Vuk Stefanovic Karadzic que en su tiempo los serbios, a los que designaba bajo los variados nombres de srb, srbaj, srbin, srbinj, srbljak, srbljanin y srbo, preferían por regla general no instalarse en las ciudades, punto de referencia para la chusma arumana [grupo social formado por comerciantes de origen macedonio-rumano que vivían en las ciudades serbias] alemana y cosmopolita?

Si se les ocurre proclamar que somos una malsana población de retrasados, que no somos suficientemente serbios; si se decide regenerar las ciudades de arriba abajo en el terreno racial y nacional, nos convertirán, a los que no hayan logrado cazar (y es cierto que en ese sentido obran con mucho celo), en monos, como pregonan los libros sagrados.

Así, cada vez que se evoca la Segunda Serbia, mi primera preocupación es preguntarme cómo preservar lo poco que nos queda de urbanidad e impedir que se nos metamorfosee en macacos.

Bogdán Bogdanovic es escritor y arquitecto, profesor jubilado de Arquitectura de la Universidad de Belgrado.

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