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JAVIER PÉREZ ROYO La cultura de la desconfianza

Hace unas semanas, el columnista de The Washington Post George F. Will pronosticaba un aumento de la abstención en las elecciones presidenciales de Estados Unidos del próximo otoño. Enfrentado al cuerpo electoral, con la opción entre un presidente republicano al que ya no respetan y un candidato demócrata del que no se fían, lo único que cabe esperar, concluía él, es que un número importante de ciudadanos se niegue pura y simplemente a participar.No sé si el vaticinio se acabará o no haciendo realidad, pero lo que sí me parece es que el dilema con el que el señor Will considera que el pueblo norteamericano ha de enfrentarse en noviembre es más o menos el mismo con el que se están enfrentando o han de enfrentarse en el próximo futuro los ciudadanos de prácticamente todas las democracias occidentales. Pues en todas estamos asistiendo a una marcada desconfianza, cuando no hostilidad, hacia la mayoría parlamentaria y su Gobierno, que no se traduce en el apoyo correspondiente a la oposición tradicional, sino en una protesta generalizada que no encuentra cauces claros de expresión. Ralph Dahrendorf (La política sin la izquierda) lo decía el pasado 16 de abril en este mismo periódico: "Si nos atenemos a las elecciones de los últimos días, tenemos que llegar a la conclusión de que al electorado le encantaría deshacerse de los que están en el poder, pero no sabe cómo. En consecuencia, debilita al Gobierno sin destituirlo y, al mismo tiempo, desmoraliza a la oposición tradicional".

Nos encontramos, pues, no ante un problema coyuntural de tal o cual país, sino ante un problema de alcance general sobre el que la reflexión se impone. ¿Por qué esta agresividad de los ciudadanos contra sus representantes? ¿Por qué esa desconfianza respecto a ellos? ¿Por qué esa convicción generalizada de que forman una casta aparte, más preocupada por sus propios intereses que por los intereses generales del país? ¿Responde realmente esa imagen a la realidad? ¿Son realmente más egoístas o están más corrompidos los políticos de hoy que los del pasado?

Por razones profesionales es ésta una de las cuestiones que he tenido que estudiar a lo largo

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de los últimos 25 años, y estoy convencido de que los políticos de prácticamente todas las democracias hoy son, por lo general, los menos aislados de los ciudadanos, los más atentos a los problemas de sus representados, los más controlados y los menos corruptos de toda la historia del Estado representativo. No se ha retrocedido en este terreno, sino todo lo contrario. Y, sin embargo, la percepción que se tiene en la opinión pública es a la inversa. ¿Por qué?

Mi respuesta es que están cambiando las reglas tradicionales que han presidido las relaciones entre los ciudadanos y sus representantes, por la acción combinada de dos factores a los que me voy a referir a continuación, y que, como consecuencia de ello, conductas queresultaban perfectamente aceptables en el inmediato pasado resultan intolerables hoy.

El primero es la percepción que se tiene del principio de igualdad. Ciertamente el derecho electoral activo y pasivo (masculino) es un elemento ya antiguo en la historia del Estado contemporáneo. Pero así como la igualación de las condiciones para. el ejercicio del primero ha sido relativamente fácil de conseguir, no ha ocurrido lo mismo con el segundo. Durante muchos decenios, el ejercicio del derecho electoral pasivo ha continuado siendo muy oligárquico, existiendo una diferencia muy notable de posición entre los representantes y la inmensa mayoría de los representados, diferencia que no resultaba chocante, sino que se aceptaba de manera natural, espontánea.

Hoy, el procedimiento de selección de los representantes también sigue siendo oligárquico. Pero en un sentido distinto. Las direcciones de los partidos políticos son determinantes, pero los sectores sociales de los que proceden los posibles candidatos se han ampliado de manera considerable, no percibiéndose por el ciudadano, de entrada, una diferencia entre él y su representante. 0 mejor dicho, no admitiendo que debe aceptarse ninguna diferencia que no venga expresamente exigida por la función que tiene que desempeñar. Diferencia que tiene que ser interpretada de manera restrictiva y de la que hay que desconfiar en caso de duda.

Ello ha conducido a que lo que hasta ayer mismo se consideraban usos a los que no se prestaba la más mínima atención se han convertido en privilegios escandalosos literalmente intolerables.

En las últimas semanas hemos asistido a un caso emblemático de lo que acabo de decir. En todo el mundo hemos acabado enterándonos -del escándalo de los congresistas de Estados Unidos que firmaban cheques sin fondos, que eran pagados por el House Bank sin que los firmantes de dichos cheques sufrieran penalización de ningún tipo. Los diarios norteamericanos le han concedido el honor de noticia de portada, y los artículos y viñetas dedicados al escándalo han sido innumerables. Hasta el resto del mundo nos hemos enterado.

Y, sin embargo, la existencia del House Bank y la práctica de firmar cheques que eran pagados por dicho banco, independientemente de que los firmantes tuvieran fondos o no, era algo que se sabía desde siempre. Ya en 1954 el General Accounting Office, el brazo investigador del Congreso, se quejaba en un informe de dicha práctica y ha emitido informes sobre el funcionamiento del banco de manera regular, informes que son públicos desde 1977. Y en dichos informes se puede comprobar con claridad que se firmaban más cheques sin fondos en los años sesenta y setenta de los que se han firmado en los ochenta o se están firmando a principios de los noventa. A nadie se le ha ocurrido, sin embargo, mencionar ni siquiera el tema a lo largo de varios decenios, y todo el mundo, por el contrario, se rasga las vestiduras hoy ante el escandaloso privilegio de los miembros de la Cámara de Representantes.

Con ello, obviamente, no pretendo justificar la conducta de unos representantes que proceden de esta manera, sino simplemente indicar que lo que al ciudadano no le llamaba la atención porque ocurría con personas muy alejadas de él le llama la atención y no lo tolera porque tiene mucho más acentuado el sentido de la igualdad. No es porque el representante esté más alejado, sino porque está más próximo o porque el ciudadano lo considera más próximo, por lo que no se toleran comportamientos de este tipo. Comportamientos que, por lo demás, no son más frecuentes, sino todo lo contrario. Es el privilegio, es la desigualdad, lo que resulta escandaloso, y por tanto intolerable.

Este proceso de desconfianza hacia los representantes -que no es en sí negativo, sino más bien saludable si se lo mantiene dentro de límites razonables- se ha visto acentuado por la evolución que se ha producido en los medios de comunicación como consecuencia de la explosión de la audiencia resultante, en primer lugar, de la alfabetización general de la población, y diversas formas del periodismo escrito diferentes de los periódicos tradicionales. El periodismo, sin dejar de ser un instrumento de información, se ha ido convirtiendo paulatinamente en una rama de la industria del entretenimiento, acompañada por el consiguiente aumento en la demanda de nuevas sensaciones cada vez más fuertes. De esta manera se ha ido difuminando la línea divisoria entre el periodismo serio de investigación, que se dedica trabajosamente a poner de manifiesto los comportamientos incorrectos o la corrupción que pueda darse, y de hecho se da, en todo sistema político, y el periodismo esencialmente frívolo, que va tras la persecución del escándalo, aunque sea trivial, y que va a la caza de los individuos más que al análisis del funcionamiento de las instituciones. El alcance de la difuminación es notable. En la única investigación que conozco se ha establecido una relación entre la credibilidad de The Washington Post y The New York Times y los tabloides de supermercados,

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Javier Pérez Royo es rector de la Universidad de Sevilla.

La cultura de la desconfianza

Viene de la página anteriorcomo el que lanzó la noticia de las relaciones extramatrimoniales de Bill Clinton, de 4,65% a 4,12% o de 4,28% a 3,97%, dependiendo de que los titulares estén redactados de manera afirmativa o interrogativa (Washington Post, edición nacional semanal. Marzo, 23-29, página 38).

En tales condiciones, a nadie puede extrañar que el seguimiento de la vida en general de los representantes se haya convertido en un elemento esencial de la información cotidiana, que tiende, en consecuencia, a situar la corrupción en el centro de su preocupación política y que consigue de esta manera que el escándalo se instale en el discurso político y que llegue a veces a dominarlo casi por completo.

En contra de lo que puede pensarse a primera vista, no se trata de una política informativa o dé una línea informativa conscientemente diseñada por los propietarios de los medios de, comunicación en general, sino que nos encontramos más bien ante un producto o un subproducto de la sociedad posindustrial, en la que existe una gran demanda de este tipo de información, demanda que inevitablemente genera la oferta, la cual, a su vez, se encarga de alimentarla todavía más.

La combinación de estos dos elementos: el cambio en la percepción del principio de igualdad y la conversión del periodismo en una rama de la industria del entretenimiento, y no sólo de la información en el sentido tradicional del término, está modificando de manera acelerada y significativa las reglas que presidían las relaciones entre los representantes y los representados. El resultado, como ocurre siempre en tales casos, no puede ser otro inicialmente que la confusión. En los ciudadanos se traduce en una desconfianza generalizada hacia los políticos que no es capaz de materializarse por falta de alternativas de gobernabilidad y que se acaba refugiando en la abstención o en el voto de protesta de forma variada. En los políticos se traduce en una sensación de inseguridad, en un no saber a qué atenerse, en una especie de temor generalizado que dificulta, sin duda, el que puedan desempeñar su tarea de la manera más adecuada.

Ahora bien, dicho esto, he de añadir que no se trata de un proceso esencialmente negativo, sino todo lo contrario, de un proceso básicamente positivo, aunque tenga algunas manifestaciones no deseadas e incluso indeseables. En general, todos los avances democráticos tienen estas características en sus momentos iniciales.

En todo caso, es un proceso histórico irreversible al que no se le puede hacer frente desde el Código Penal. Por eso, aunque pueda comprender el malestar del presidente del Gobierno con la opinión publicada o con parte de ella, no puedo compartir que se quiera hacer frente al problema del cambio de las reglas del juego con la tipificación del delito de difamación. No sólo es poner puertas al campo. Es un remedio peor que la enfermedad. Se trata de un dato de la realidad con el que hemos de aprender a convivir.

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