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El pensar agarrotado

Estamos en una época de confusión del pensamiento. Una época frenética, apresgrada, de andadura expeditiva. Epoca de repentizaciones. En consecuencia, nos instalamos en el terreno movedizo de la improvisación de las ideas -o al menos en algo que se nos antojan ideas. Por eso nos detenemos en las minucias de la realidad y allí dejamos que ancle nuestra inteligencia. Husmeamos lo cotidiano y de ahí no pasamos.Se nos escapan los perfiles de los grandes problemas y sentimos la atracción hipnótica del nimio detalle. Claro está que, de esta forma, jamás podremos alcanzar las visiones en panorámica, la totalidad del paisaje cultural que otorga sentido. En suma, lo que de verdad importa. Nos rodea la algarabía, y con ella, a no dudarlo, el desconcierto. Pero esto no hace más que añadir disonancias al desafinado coro colectivo.

Quizá, o acaso sin quizá, se está dando lo que Heidegger denominó y diagnosticó como Ia huida ante el pensar" ("der flucht vir dem denken"). Mas si pensar, como postulaba Ortega, consiste simplemente en fijarse en lo que hay, no tiene vuelta que nuestra facultad de acoplamiento con el mundo y sus ingentes, imprevisibles problemas parece agotada. Esto puede advertirse claramente en la superabundancia de los sedcentes nuevos sistemas de pensamiento, en su descarada erupción y, cómo no, en el desnorte que engendran.

Pascal sostenía que toda la desgracia de los hombres arrancaba de una sola cosa, a saber, la de no ser capaces de permanecer tranquilos en una habitación. La prisa da lugar a que constantemente segreguemos alegres, frívolos juicios y nada más. Sentencias irresponsables, arbitrarias. Opinamos, pero no pensamos. No somos capaces de encerrarnos en el hogar y allí, con sosiego, poner en marcha nuestra propia meditación, alta o vulgar, que eso no hace al caso. Lo que interesa es agilizar pacíficamente la inteligencia. Y si ese fallo fue denunciado en el siglo XVII, ¿qué no podríamos decir del nuestro?

Existen hábitos mentales que sedimentan en lo intrascendente. En la minucia que niega, hiere y aborrasca la convivencia. Y esto, esta conducta, también fue, a su vez, subrayada por Nietzsche cuando alertó que "ser espinoso con lo pequeño es una especie de sabiduría para erizos" ("eine weisheit für ¡gel").

Pero el erizo, con sus dañinas púas, engendra el enquistamiento, la falta de comunicación, la resistencia a la callada solicitud de la razón. Es la soledad satisfecha de sí misma, acogotada y sin posible respiro. Es el aislamiento en el ágora. ¿Recuerda alguien la anécdota de Alejandro Dumas padre? El escritor suspiraba por ser dueño, a toda costa, de un jardín. Lo consiguió, después de no pequeños trabajos, en el entresuelo de una casa parisiense. El huerto era mínimo. En cierta ocasión invitó a algunos amigos, pocos, a visitarlo. Los compinches casi no podían dar un paso en el microscópico espacio. Codo con codo, estaban prácticamente inmovilizados. En ese instante, el hijo del novelista gritó: "¡Papá, nos asfixiamos!", y propuso, para aliviar la situación, que se le permitiera abrir la ventana del estudio. Es decir, para que, desde el despacho, llegase aire renovador a aquel estar fuera que equivalía a sentirse atrapados por lo que era, más que parque, su ridícula metáfora.

A mí todo esto me parece todo un símbolo. Un símbolo muy apropiado para la situación cultural de nuestro tiempo. Y esta situación, este apretujarnos unos contra otros con duros aguijones y ofensivas espinas, destruye la convivencia y equivale, velis nolis, a desmantelar, entre otras cosas, algo sumamente esencial, a saber, el juego articulado y armónico de las generaciones. En el tumulto ahogamos la figura de los antecesores. La empequeñecemos y la asaetamos con insistencia despiadada, sin dejarle aire, sin permitirle una mínima parcela de posibles movimientos, de cómodos movimientos. Cornuty, el suizo pintoresco tan amigo de los de la generación del 98, solía decir que a él le gustaría ver a su padre ahorcado "en un jardín reducido". He aquí, bien patente y en fórmula extravagante, el resultado de la incomunicación por asfixia. De la incomunicación por exceso de apretujamiento, como aconteció en el raquítico jardín de Dumas padre. ¿Qué podrían decirse, en aquel atosigante espacio, los cofrades del autor de Los tres mosqueteros? Probablemente intercambiar efímeras y banales frases. La chifladura del escritor, su obsesión por ser dueño de algo irreal, condicionó, a buen seguro, las comunitarias conversaciones. Y la ocurrencia del hijo puso bien a las claras algo básico: el intercambio de ideas era únicamente imaginable desde el espacio más amplio y más acogedor en el que los libros y los papeles se amontonaban. O lo que es lo mismo: el espacio recoleto de la meditación.

El padre, al aire libre, puede morirse si esa atmósfera viene determinada por el barullo y no por la atención deferente. Las ideas germinan en el silencio. No podemos "mirarnos de reojo". Sólo será factible que nos veamos de verdad si antes hemos sumergido nuestras pupilas en las abiertas páginas del holgado pensar. Volvamos a Nietzsche: ¿no nos advirtió que es necesario reconciliarnos con la realidad justo "porque es enigmática? Pero los enigmas no se resuelven -si es que se resuelven- en la promiscuidad, en el codo con codo multitudinario y punzante.

Necesitamos, pues, abrir las ventanas de nuestro estudio. Necesitamos darle sosiego al sosiego. Necesitamos olvidar las pasiones o, al menos, ponerlas en un segundo plano de nuestra atención. El pensamiento es frágil, tembloroso y necesita comprensión protectora.

No provoquemos, con las prisas, la evaporación de la vida mental. Esa vida no es la algarabía por la algarabía. Es un proceso, un dificil dinamismo que sólo se desarrolla en plenitud si lo dejamos, por decirlo así, suelto. No lo ahoguemos. No nos situemos perennemente en el roce y el rasguño callejero. Sobre todo, si la calle es angosta, de poco movimiento y, para colmo, sólo conduce a un callejón sin salida.

Si la especulación es "un saber de espejos" como tan atinadamente lo subraya Emilio Lledó, cobremos conciencia de ello.

Llevemos nuestras ideas hacia las latitudes en las que ellas puedan florecer, esto es, al camino real de la convivencia dialogada. Con una condición: que el estudio, la reflexión y la paz interior no constituyan simples muletas para alivio de estólidos picotazos. De lo contrario, pronto nos encontraremos abocados a no entendemos.

Y no entenderse es el máximo signo de la esterilidad.

Domingo García-Sabell del Colegio Libre de Eméritos, es delegado del Gobierno en Galicia.

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