Ay
Tras la humeante herida de Los Ángeles, la popularidad de Bush ha descendido al 33%, y el independiente Ross Perot ha subido hasta el 30%. Conocí a Perot hace 10 años en su feudo de Dallas, tierra tejana proclive al rifle de repetición y al facherío. El hombre, magnate de la informática, había organizado a la sazón un guateque internacional para presentar una novela de Ken Follet, un bochornoso best seller escrito por encargo de Perot en el que se loaba la operación paramilitar ilegal que el millonario había montado, unos años atrás, para rescatar a unos empleados suyos encarcelados en Irán. Todo ello trufado, claro está, de patrióticos excombatientes de Vietnam y un bonito muestrario de artillería a la moda. Recuerdo que el despacho de Perot era un salón tan atiborrado de maderas nobles que debía de tener de caoba hasta los vasos. En las paredes, en lugar de antepasados del magnate (es un recién llegado) había un óleo gigante de John Wayne en arreos de pistolero heroico; y sobre las mesas, puñados de esas horrendas esculturas de hierro de los primitivos americanos, indios cazando búfalos o vaqueros cazando indios, no recuerdo. En el centro de esta decoración de pesadilla estaba un Ross Perot canijo, el cráneo rapado al estilo pelopincho de los marines, la barbilla disparando hacia el techo, los ojos de poseso del bajito que se empeña en mirar a los demás de arriba abajo. A falta de comanches que matar, se le veía encantado de haber Jugado a la guerra con Irán, y ansioso de atizar a cualquier otro por ver de ascender así, junto a John Wayne, al cielo de chicle de los buenos vaqueros. Era un tipo patético y, sobre todo, loco. Tan loco que, hace 10 años, los periodistas nos dijimos: "Seguro que este tío termina queriendo ser presidente de Estados Unidos". Y entonces, infelices de nosotros, nos reímos.
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