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La destrucción de una ciudad

Sarajevo vivió el sábado la jornada más dramática de su historia. "Ni los invasores alemanes (en la II Guerra Mundial) destruyeron la ciudad como hacen éstos", decía Dzemal, un anciano que se había refugiado con el enviado de EL PAÍS en uno de los centros de operación de la defensa territorial situado en un bar de la parte vieja.Centenares de granadas de diversos calibres cayeron durante las más de 15 horas de combates y bombardeos del Ejército, que causaron inmensa destrucción. Edificios enteros ardían o humeaban en la tarde de ayer en el centro de la ciudad. Entre el grupo de amigos del barrio viejo, movilizados en la defensa territorial leal a la presidencia bosnia, armados con pistolas españolas Astra, viejas Thomson de los partisanos titistas y Kaláshnikov, hay serbios, musulmanes y croatas.

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A éstos -es la magia de Sarajevo- no hay propaganda que les convierta en nacionalistas. Son los rayans, los tolerantes, amigos, flexibles y alguno algo golfo, como dicen, y casi siempre urbanos.

Agazapado tras una pared, contra la que sonaban como intenso granizo los impactos de la metralla de las granadas de mortero, Suad, un musulmán alto con coleta, repetía la letanía que ya todos los habitantes de Sarajevo, incluidos los serbios, tienen en mente: "Dios mío, haz que Belgrado sufra alguna vez lo mismo que nos hacen sufrir a nosotros". Suad no había tenido jamás un arma en la mano hasta hace 20 días.

El hospital central se va llenando de heridos. Uno de ellos, un diminuto recluta serbio de Propuk, fue triste protagonista de una de las historias más bellas de esta guerra. Alcanzado por la granada de un joven de Sarajevo de la defensa territorial, quedó tendido en el suelo gravemente herido. El soldado bosnio que le había atacado arriesgó su vida para recogerle entre una cascada de disparos de francotiradores y ametralladoras, le metió en un coche y le llevó al hospital. Allí, el salvador desconocido donó sangre para la operación del recluta y desapareció para seguir luchando por su ciudad, Sarajevo.

Tras diez horas de soportar el bombardeo y el ensordecedor ruido de tres morteros de 120 milímetros instalados por la defensa territorial serbia a menos de 50 metros, Ibrahim, abogado, uno de los boinas verdes musulmanes, a los que la propaganda de Belgrado acusa de ser "integristas islámicos", invita al periodista a su casa. Allí la familia del supuesto peligroso activista de la guerra santa organiza una cena improvisada a base de jamón cocido de cerdo y coñac Napoleón.

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