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Adiós a Boyo

La bofetada electoral convierte al estadista en diputado de a pie

Enric González

El sueño terminó el jueves, con el estupor de la madrugada y la derrota. El beso de las urnas ha devuelto a Neil Kinnock, el estadista, a la realidad del viejo Boyo, el simpático charlatán. Quería madurar como primer ministro, pero envejecerá en un escaño oscuro de la oposición. Los libros de historia no le dedicarán capítulos, sino notas a pie de página. Tal vez esas referencias marginales le hagan, por una vez, justicia. Los historiadores tenderán a olvidar el carácter pintoresco y las lagunas intelectuales de Boyo (Boy, chico, tal como lo pronuncia él con acento galés), y constatarán que fue honrado y valiente, profundamente solidario, que se dejó la piel en el empeño de reformar la izquierda británica.Es un orador exuberante (26 palabras cada frase, como promedio) y es incapaz de callarse un chiste incluso en los momentos más inoportunos. Con esa extraversión encubre su fragilidad, sus repentinos cambios de humor y sus ocasionales depresiones -"tendencias suicidas", como las llama la ultraconservadora prensa sensacionalista- Ahora, sin duda, atraviesa la peor de las crisis. Su rostro, embotado y rígido, refleja el infierno personal. en que se encuentra.

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Ingresó en el Partido Laborista a los 14 años, y al partido se lo ha consagrado todo. Nació el 28 de marzo de 1942 en Vale View, una aldea de Gwent (Gales), hijo único de una enfermera y de un minero.

El ambiente de su infancia fue el del proletariado galés, devastado por la dureza del trabajo en la mina y los accidentes profesionales. "Soy el primer varón de mi familia, en unas tres generaciones, que puede confiar razonablemente en abandonar este mundo con más o menos el mismo número de manos, piernas, dedos y ojos que tenía al nace", dijo una vez.

En la universidad no destacó por sus notas, muy mediocres, pero sí por su vigorosa presencia en las asambleas. Obtuvo su primer éxito político con un boicoteo contra las naranjas racistas surafricanas en la cafetería de la Universidad de Cardiff.

En 1970, con sólo 28 años, fue elegido diputado. De esa época son sus actitudes antimonárquicas, su defensa de los "impuestos confiscatorios sobre los que están podridos de dinero" y su absoluta fe en el marxismo, cuyo complejo entramado teórico nunca llegó a entender.

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Su gran aventura personal comenzó en octubre de 1983, cuando sucedió a Michael Foot al frente del Partido Laborista. Tuvo que abdicar de todas sus convicciones personales para hacer electoralmente aceptable el programa laborista, impregnado del trasnochado radicalismo que le convertía, en frase de la época, en "una larga nota de suicidio".

Han sido nueve años como jefe de la oposición. Nadie, en la historia política británica, había resistido tanto tiempo en el incómodo banco de los perdedores. En su caso, la tortura era doble, porque sentada enfrente estaba la feroz Margaret Thatcher, con la que disputó casi 600 debates.

Mientras soportaba las pullas de Thatcher y de la prensa, tuvo que enfangarse en el trabajo sucio de purgar el partido de ultraizquierdistas, y lo hizo con paciencia y determinación. Encabezó una larga marcha desde la izquierda ultramontana a la social-democracia, desde el aislacionismo a la fe en la Comunidad Europea. Dotó al partido de un programa casi atractivo e hizo de sí mismo casi un primer ministro.

El esfuerzo no ha sido suficiente. Neil Kinnock inició hace nueve años la travesía del desierto, pero no ha podido conducir a su gente a la tierra prometida.

Parece quedar mucho camino todavía. Podría ser, como dicen algunos, que la tierra prometida del laborismo ya no exista.

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